Antología del insulto
Los insultos forman parte indisoluble de nuestra civilización, muy posiblemente su nacimiento fue gemelar al de las plegarias.
Los insultos forman parte indisoluble de nuestra civilización, muy posiblemente su nacimiento fue gemelar al de las plegarias.
Si pudiéramos echar la vista atrás, seguramente el primer exabrupto nació como algo amorfo, sin forma definida, en un lugar indeterminado entre el estómago y el intestino; y que, poco a poco, fue puliendo sus aristas para ascender sin pausa hasta llegar a la glotis.
Allí, con las cuerdas vocales templadas por el amargor de la animadversión y del desasosiego, el torrente de bilis se convirtió en una catarata de sonidos contundentes y sonoros.
Con el correr del tiempo, el escarnio se hizo acompañar de ciertas formas obscenas de mímica, algunas de ellas, las más versátiles y populares, mostraban alguno de los dedos de las manos dirigidas hacia el firmamento.
Sería el paso del tiempo el que agudizaría el ingenio, de forma que los insultos fuesen cada vez más singulares.
Durante doscientos años el Archivo General de Navarra abrió casi nueve mil procesos judiciales por injurias. Un verdadero filón lingüístico para todos los que quieran profundizar en estos aspectos.
Entre los exabruptos que allí se recogen hay de todo, algunos relacionados con la sodomía (bujarrón), otro con delitos contra la propiedad (ladrón), también los hay contra el dogma (luterano, judío o tocino), con aspectos corporales (hediondo, legañosa) o contra el intelecto (mentecato), tan sólo por citar algunos ejemplos.
De todas si formas, si queremos pasar un buen rato enfrascados en el barroquismo del insulto no tenemos más remedio que recurrir al comic de Tintín. Allí encontramos desde anacoluto hasta antracita, pasando por bibendum, catacresis o coloquinto. Una pequeña muestra de los más estrambóticos escarnios que vierte por su boca, o más bien deberíamos decir por su bocadillo, el capitán Haddock.
Desgraciadamente la ficción es muy distinta a la realidad, incluso en este ámbito. Sin ir más lejos, los insultos que utilizan sus señorías en el Congreso de los Diputados, instaladas en la confrontación, no están a la altura lingüística de los que esgrime el inseparable amigo de Tintín.
Allí lo que más se escucha es matón, machista, corrupto o dictador. Muy poca riqueza filológica. Quizás sus ilustrísimas deberían deleitarse con las páginas de Hergé más a menudo, aunque solo sea para ensanchar el horizonte de sus mofas.
Hablando de mofas. La palabra “adefesio” se emplea para referirse a una persona ridícula y extravagante que viste o se comporta de forma absurda, o bien que habla y da su opinión sin que nadie se la haya pedido.
El origen de este término fue muy distintos. Se lo debemos a San Pablo, quien en una de sus epístolas a los habitantes de Éfeso (ad Epheios) señaló que dirigirse a ellos era como hablar a las paredes, ya que pocos aprovechaban sus predicamentos y la mayoría se obstinaba en perpetuarse en el culto a la diosa Diana. No fue hasta el siglo XVI cuando se comenzó a utilizar la expresión “hablar adefesios” como sinónimo de hablar por hablar, decir tonterías y desde donde mutó hasta su significado actual.
En esta ocasión me voy a permitir la licencia de recomendarles un insulto: “idiota”. No quiero faltar el respecto a nadie, me limitaré a recrearme en la anécdota etimológica y política, ya que es un agravio muy oportuno para el terreno de la política.
Y es que idiota era el vocablo con el que los antiguos helenos denominaban a aquellos ciudadanos que no desempeñaban ningún cargo público y que se despreocupaban de los asuntos del Estado, dedicándose en exclusiva a sus asuntos particulares. Supongo que ya adivinan la senda por la que quiero llevarles.
De todas formas, mi escarnio predilecto, es “imbécil”, lo es porque tiene un origen etimológico emparentado con la biología, ya que procede del latín “bacillus” –bacilo-, que significa pequeño bastón. Por tanto, “imbécil” es aquel que no tiene bastón para apoyarse, tanto en el plano físico… como el intelectual.