Ángel y Ramona, dos historias y una misma lucha: despenalizar la eutanasia
Ángel Hernández y Ramona Maneiro son los protagonistas de dos historias y una misma batalla, la despenalización de la eutanasia, separadas en el tiempo por 21 años de diferencia pero con más de una coincidencia: grabación en vídeo, cooperador necesario, veneno y la vida con penosa enfermedad.
El 3 de abril de 2019, en el distrito madrileño de Moncloa-Aravaca, Ángel ayudaba a su esposa, diagnosticada de esclerosis múltiple hace tres décadas, cuando tenía 32 años, a poner fin a su existencia, y apenas un día antes ambos habían anunciado en un vídeo, que se divulgó después, este acto previsto para la jornada siguiente y la motivación del mismo.
El hombre dice a la mujer, aquejada de esa enfermedad degenerativa sin cura, que es muy importante que quede constancia del deseo de ella de que se lleve a cabo su suicidio, asistido, porque no tiene la paciente autonomía alguna y por tanto no podría satisfacer el que era su deseo sin el auxilio de otro.
Ella asiente, una y otra vez se reafirma, y añade que ‘cuanto antes mejor’, ante lo que el marido muestra su preocupación por el hecho de que no pueda ingerir el brebaje que quiere emplear, por sus problemas de deglución.
Antes que ella, Ramón Sampedro, el primer español que acudió a los tribunales para reclamar su derecho a una muerte digna, hizo lo propio en un piso de Boiro (A Coruña), al que se había mudado, el 12 de enero de 1998.
Tenía 55 primaveras y habitaba ‘en el infierno’, como él mismo decía, desde hacía 29 años, cuatro meses y ‘algunos días’, desde que se tiró de cabeza al agua en la playa de As Furnas subido a lo alto de una roca, un arenal donde todavía hoy sigue recibiendo homenajes en apoyo a su causa.
Lo ayudó su compañera, Ramona Maneiro, a la que, como María José a su pareja, siempre decía que se quería marchar, voluntad que unía a apelativos cariñosos como ‘osiña’. Ella no salió en las imágenes pero en la actualidad, quienes la conocen, cuentan que sí lo haría, como Ángel, con el que se siente identificada.
En el libro Querido Ramón, escrito en colaboración con el periodista Xabier R. Blanco y divulgado por la editorial Temas de Hoy, es contundente: “Mi nombre es Ramona Maneiro. Me conocen porque ayudé a morir al tetrapléjico Ramón Sampedro”, un pasaje que quedó documentado, detalla, para sensibilizar “conciencias de políticos y jueces”.
“Pienso que vivir es un derecho, no una obligación”, manifiesta el propio Sampedro antes de ingerir el cianuro. Él mismo dispuso todo, con pistas que no siempre Ramona entendía, pero este gallego postrado en la cama iba pidiendo y ella trayendo, con el aviso de que cuanto menos supiese ella, mejor, pues así no tendría tanto por contar.
Todo estaba calculado. La carta que dejó en el atril y leyó; la regla de 60 centímetros, los cordeles y los dos petit-suisse que le servirían con el tiempo para configurar una balanza artesanal y pesar la potente sal del ácido cianhídrico, y la chapa encargada a un taller con la que se acabó confeccionando una suerte de bandeja que le permitía tomar el café a sus anchas y, en su desenlace, la poción por la que se había decantado, valiéndose de una pajita.
Ángel dice que lo que él hizo es un acto de solidaridad, porque María José no podía y tuvo que prestarle sus manos, un discurso que es el mismo que, cuando pudo, empleó Ramona, para atestiguar que las suyas eran las manos de Ramón.
Los dos reclaman que haya una regulación y concuerdan igualmente en no tener miedo. Galicia, con Ramón, abrió ese debate y en Madrid, con María José, se ha reavivado.