Amor, dignidad, ternura: la sociedad ya ha cruzado la puerta
“Hablar de la muerte ayuda a vivir mejor y a morir mejor”. Esta frase la podría pronunciar cualquiera que hubiera tratado, convivido o afrontado la muerte, pero en este caso la pronunciaba una pediatra. Así de crudo. Una pediatra que explicaba con dulzura y crudeza a partes iguales la posibilidad, como profesional, de pasar o no pasar “la puerta”; la puerta de los pacientes pediátricos en paliativos. Porque detrás de esa puerta está la pregunta. Y todos tenemos la misma pregunta y la misma puerta.
Las encuestas desde hace casi una década revelan que más de un 80% de los ciudadanos españoles, haciéndose la pregunta, llegan a la conclusión de que estarían a favor de la práctica de la eutanasia en el caso de los pacientes terminales y más de un 65% en el caso de pacientes crónicos graves e irreversibles. Incluso los declarados votantes conservadores apoyarían en más de un 60% esta medida. Entonces viene la siguiente pregunta: ¿Por qué seguimos sin regular el derecho a morir dignamente y en libertad? ¿Por qué si la sociedad ha sido capaz de traspasar la puerta, con madurez y con respeto, los poderes públicos no han sido capaces de dar respuesta a esa madurez que como sociedad hemos alcanzado en torno a la muerte?
Alguien escribía que no se deberían montar debates en torno a un caso dramático como el que hemos conocido esta semana: Ángel ayudaba a morir a su mujer, María José Carrasco, tras años de padecer esclerosis múltiple, en un gesto de amor y compasión que tuvieron que afrontar ellos solos mientras las administraciones públicas se sacudían la responsabilidad. La responsabilidad de cuidarnos al final de la vida pero también de cuidarnos durante la misma a través de las políticas públicas que podrían haber hecho que la calidad de vida de Ángel y María José no hubiera sido un calvario añadido al de su propia enfermedad. El problema no es sólo que sea un caso dramático; el problema es que es otro caso dramático al que llegamos tarde y que una sociedad como la nuestra no se puede permitir.
No nos podemos permitir dejar a Ángel y a María José atravesar la puerta solos, no nos podemos permitir seguir desamparando el sufrimiento y que luego tengamos que destinar recursos psicológicos y psicosociales públicos para tratar los traumas subsiguientes que además de evitables de por sí, sabemos que tienen claras repercusiones intrafamiliares, transgeneracionales y del entorno relacional de los afectados, por no contar el estigma por tener que ocultarlo o por el contrario, ser héroes a favor de una política que va siempre tres pasos por detrás de la realidad y la cordura social.
El problema no es solo que sea un caso dramático y traumático. El problema es que es un caso paradigmático que esconde miles de dramas que dependen de los gobiernos de la Comunidad de Madrid que han mirado para otro lado, para el lado de quienes no entienden de los cuidados: los dramas de la dependencia, de las ayudas en el domicilio, de los servicios públicos, de la investigación de enfermedades, de las plazas en las residencias, de las camas de media y larga estancia, de los cuidados y de los cuidadores, de la muerte digna…el drama de la política. La política mal entendida que lastra a una sociedad adulta capaz de tomar sus propias decisiones antes de que las instituciones decidan dar respuestas maduras a la sociedad a la que se deben. La política cobarde e insalubre, que prefiere no atravesar la puerta ni hacerse preguntas porque las respuestas van en contra de su ideología o de sus intereses partidistas y que toma de rehenes la voluntad de todos.
“Hablar de la muerte ayuda a vivir mejor y a morir mejor” y para ambos fines necesitamos más política, más empatía social y más sociedad empática que no esconda sus vergüenzas tras esos pequeños héroes.
Una vez que atraviesas la puerta solo hay una respuesta: nunca más un país que nos deje a la intemperie.