Alta seguridad
En determinados vuelos viajan uno o dos policías de incógnito para intervenir en caso de alarma.
Supongo que ya es imposible secuestrar un avión, habida cuenta el escrupuloso y paranoico escrutinio que todo viajero padece nada más llegar al aeropuerto. Mi amigo Juancho, que siempre ejerció de vagabundo y ahora se está quitando, lo tiene bien claro:
-Prefiero que secuestren mi vuelo; así, al menos, llegaré a alguna parte y no me quedaré colgado en tránsito, que ya me ha ocurrido dos veces con la leche de las inspecciones.
La imaginación de las autoridades aéreas es, desde luego, muy superior a la del más sanguinario terrorista. Al que esto suscribe le quitaron un corta-uñas de los pequeños, los que se llevan de llavero, temerosos de que amenazara con borrarle la manicura a una azafata si no estrellaban el reactor. Entre eso, las limitaciones para los recipientes de líquidos, los cacheos aleatorios y esa bonita alarma que salta cuando uno pasa por el arco y que indica que ha sido premiado con una rociada de líquido en las manos para detectar el uso de explosivos, hasta el padre Ángel, o el mismísimo Ángel de la Guarda, acabarán más pronto que tarde en el calabozo de los sospechosos.
Y el vuelo saldrá con retraso.
Supongo que no han olvidado ustedes a los dos humoristas que, cada uno por su lado, se mofaban en sendos monólogos del folleto informativo de AENA acerca de objetos prohibidos, y el que se detallaba, bien clarito para evitar cualquier confusión, que no se podía acceder a la cabina con ballestas ni con catapultas. Incluso mostraban el folleto en cuestión para que el público supiera que no era una broma pillada por los pelos.
No estaría de más conocer el perfil de terrorista que buscan. Puede que lo hayan sacado de El señor de los anillos.
Y tampoco se les habrá ido de la cabeza, ya que mencioné el manejo de explosivos, la peripecia del joven que fue detenido por tenencia de material para montar bombas. El siniestro alijo consistía en salitre, carbón y azufre, suficiente para fabricar pólvora, cierto, pero imprescindible para estudiantes de química, herreros, vidrieros, constructores de maquetas y reparadores de enseres antiguos (los lañadores de siempre, vamos).
Ahora me entero de que, por si acaso, no vaya a ser que los de Al-Qaeda hayan aprendido a generar pistolas con la fuerza de su mente, en determinados vuelos viajan uno o dos policías de incógnito para intervenir en caso de alarma, idea que los americanos llevan años poniendo en práctica y cuyo único resultado hasta la fecha ha sido una gavilla de películas repetitivas y deleznables.
Lo primero que se me viene a la cabeza es la que se puede organizar a diez mil metros de altura y novecientos kilómetros por hora si un pasajero avezado descubre que el tipo del asiento de al lado lleva una pistola. O, llegado el caso que nadie desea, si un comando intenta apoderarse del aparato y el agente de la ley, en uso de sus facultades y aplicando el entrenamiento recibido, intenta repeler el asalto.
Quiero decir que entre el bueno y los malos hay unos trescientos pasajeros embutidos en sus asientos sin posibilidad de esquivar las balas, que tampoco iban a ser tantas, porque un solo policía (o dos) contra varios sanguinarios secuestradores no es que vaya a tener muchas oportunidades, excepto si es Clint Eastwood.
Para equilibrar la balanza sería preciso aumentar el número de policías infiltrados entre los turistas. Lo ideal, si pretendemos conseguir la seguridad total, es que las fuerzas de la ley ocupen todos los asientos de la cabina salvo los expresamente reservados para malhechores, a los que habría que hacer un descuento especial para que se decidieran a volar, que la seguridad tiene sus gastos. Quizás un programa de puntos en el que se les premiara con un secuestro exitoso por cada diez fallidos los animara.
Cómo no voy a bromear con estas cuestiones, si ya me han quitado todo lo demás en el registro previo, desde la presunción de inocencia o mi derecho a la intimidad, hasta mi dignidad cuando me dejan expuesto con los zapatos en una mano, el cinturón en otra y los pantalones cayéndose. Aunque tampoco el humor está a salvo. Cuando comenté en el aeropuerto de Miami que nada me preocupaba mientras no buscasen droga, el guarda de seguridad me susurró al oído que me había ganado un cacheo especial por gracioso.
Más sensato sería que la plaza de justiciero la ocupase un profesional sanitario con equipo suficiente para atajar las urgencias médicas que a veces surgen en los aviones. Nada que objetar a la entrega del personal de cabina, pero su preparación no es, desde luego, la óptima. A veces no basta con el masaje cardiaco o la respiración boca a boca. Y la voz atribulada que pregunta por megafonía si a bordo hay un médico no tranquiliza a nadie.
Un médico tal vez hubiera salvado a Manolo Vázquez Montalbán, con quien compartí humo y calvados pocos días antes de dejar incompleta para siempre la ruta a Bangkok.
Nunca supe si en ese trance rememoró aquel aforismo suyo o prestado: la vida es como la escalera de un gallinero, corta pero llena de mierda.