‘Alicias buscan maravillas’: ¿Quién llama? La vida. Pues que entre
"Una experiencia llena de belleza".
Dentro de la vorágine del programa de Los veranos de la villa se acaba de estrenar Alicias buscan Maravillas en el Espacio abierto de la Quinta de los Molinos (Madrid). Obra de The Cross Border Project dirigida por Lucía Miranda que, como en este espacio, la diversidad de todo tipo y condición no es la excusa para un acto benéfico, con photocall, ni para una reivindicación de la necesidad de inclusión, en una marcha con principio(s) y fin. Son de los que incluyen de natural, sin esfuerzo por su parte, aunque la sociedad les pide que se esfuercen mucho, mucho más que en otros casos.
Pues bien, este esfuerzo forzado ha dado como resultado una experiencia llena de belleza. Hay humor, hay poesía, hay luz, hay escenografía y hay un apoteósico final de musical, que ríete de El Rey León, y que se consigue gracias al coro Canto Abierto de personas con deficiencia intelectual creado por Música Creativa. Seguro que cuando el equipo artístico y este centro presentaron el proyecto les dijeron que era imposible. Que nunca se había hecho. Que donde iban. Que no se había visto tal cosa. Ni tal otra. Que mejor seguir haciendo lo mismo. ¡Ja!
Gracias a váyase a saber quién, lo cierto es que existen personas que primero sienten y luego saben que lo que hacen es lo que tienen que hacer y se ponen a ello. Lo hacen con calma. Lo hacen con inteligencia. Una de esas personas es Lucía Miranda, la directora de este espectáculo, y los componentes de The Cross Border Project.
Otra es la directora de Espacio Abierto, que con su equipo trabaja para que cuando se mire a la Quinta de los Molinos, no solo se vea un parque histórico, sino el futuro de todos aquellos adolescentes que pasan por el centro. Un futuro del que sin duda es imagen la anfitriona que recibe en el centro. Su sola presencia lo resume todo.
Pero basta, basta ya de discurso y panegírico. Hágase, como hace el equipo artístico de esta propuesta escénica. Muéstrese el trabajo, en la medida que una crítica puede hacerlo, siempre insuficiente, más en un caso como este. Un caso en el que no es suficiente con describir el material y los métodos.
No, no es lo mismo que te lo cuenten a vivirlo. No es lo mismo leerlo que, como espectador, ir en fila india, ordenados por edades, tras tu exploradora. Tener delante de ti, entre los primeros a esos pequeños que van divertidos y un poco distraídos. Y tras de ti a una pareja de ancianos cogidos de la mano, él que se pasará todo el tiempo preocupándose de ella, que cuando sean preguntados por qué quieren ser de mayores, responderán en voz alta que ellos de mayores quieren ser niños.
Momentos imprevistos para los que el equipo artístico de esta obra ha creado las circunstancias para que sucedan. Como en ese té de las cinco. La famosa y desquiciante escena de las múltiples películas y del libro con el sombrerero loco y un montón de raros personajes sentados a tomar el té. Un momento en el que conocer al dislépsico y trastornado sombrerero que tiene un poco de todas las enfermedades mentales.
Momento en el que los treinta asistentes, sí, ha leído bien, treinta, son invitados a compartir sus condiciones de salud. Y una niña se siente segura para ser valiente y decir ante un montón de extraños que también es dislépsica. Y una mujer adulta para compartir que tiene una enfermedad neurodegenarativa, que ni de lejos se nota durante el alegre paseo que es este espectáculo. De nuevo, nada de que hay que normalizar o igualar. Aquí sin más se iguala, se normaliza y ya está. Mostrando que es más fácil hacerlo que decir que se va a hacer.
Una escena en la que la esquizofrenia no es la esquizofrénica duquesa que nos cuenta su historia. La de una mujer que se cree duquesa y que, en su delirio, un delirio que suena a música de campanillas, la convierte en una actriz del Teatro Real. Una duquesa que sabe que ningún enfermo mental tira piedras contra su propio tejado. Pues, si tienden a dañar a alguien siempre tienden a dañarse a sí mismos antes que a otros, explicando con sutileza, sin demagogia ni evidencia científica, pero con arte y con belleza, cómo estos seres humanos tienden al suicidio.
Aunque no hay que equivocarse, este espectáculo no es triste. Es emocionante y emotivo. Capaz de arrancarte unas lágrimas o, al menos, ponértelas en los ojos, y a la vez sacarte una sonrisa y hasta unas risas, las más de las veces. Donde no hay culpas, ni culpables. Lo que les pasa a los personajes, a Alicia y a las Alicias que la seguimos, somos nosotros mismos y no otra cosa. Somos lo que vivimos y cómo lo vivimos.
Como bien cuenta Zanca Panca. Una actriz de estatura muy baja que llega desde la profundidad del bosque, del paisaje en su silla de ruedas automática, como si fuera una vedette bajando la escalera en una revista, para contar, sin pudor y con orgullo, su historia de amor, es decir, de besos y abrazos, con un negro, alto y guapo, de Gambia en Gambia.
Una historia de amor más bien carnal, dando a entender que después hubo otras, y que la sociedad le decía que no podía ser. Que dónde iba ella dejándose abrazar por un ser tan fuerte, con su fragilidad, real, pues tiene una enfermedad de los huesos por la que tienden a rompérsele y se le han roto hasta sesenta y ocho veces, facilita que se fracture.
O como ese otro personaje, Tarará, que tiene un perro guía, Tararí. Una versión entrada en años y en rojo de la Alicia de Tim Burton, que es capaz de hacer que treinta personas, sí, treinta, con los ojos cerrados recorran un accidentado parque ¡todos juntos! Capaz de hacer que se gradúen como ciegos, una formación que tiene que ver con la experiencia y que, por tanto, y en la vanguardia pedagógica, no se aprende hincando codos, sino hincando sentidos y sensibilidades.
Un espectáculo que no hubiera sido posible sin esos entusiastas chavales de Mundo Quinta que durante todo el año se entrenan preparando un espectáculo. Jóvenes que a modo de comparsa acompañan a los espectadores y a los personajes principales. Incluso toman el papel principal.
Como ese pavo que se mueve por el parque. Que se ve aquí y allá hasta que se pone a tu lado y te cuenta como nadie qué es tener la edad del pavo. Esa necesidad de abrirse y desplegar la cola, metafóricamente, porque espera ser visto y que esa visibilidad le proporcione un beso, un abrazo, escuchando todas esas populares y tontas canciones de amor que, de tanto repetirse, forman parte de la cultura compartida.
Unas canciones que, como si se fuera de excursión con las hermanas Ursulinas, que dirían los que fueron a EGB, el público ha cantado previamente, ¿o gritado y galleado?, siguiendo a ese magnífico personaje trovador, vestido de verde, como si fuera un crooner, que ha ido poniendo música y canciones en directo al espectáculo.
Y así, de maravilla en maravilla, esta Alicia, a la que su parálisis cerebral no le para, y el Conejo Blanco, tan blanco que es albino, nos van llevando a hacer cosas imposibles todos juntos. Seis en total. Una búsqueda que usa la Quinta de los Molinos como escenario. ¿Se podría pensar en una escenografía mejor? Una escenografía a la que la luz la pone un sol que atardece. Y los colores un verde bosque lleno de setos verdes en el que no hay jardinero jefe, como el que interpreta con gracia Óscar de la Fuente, que normativice.
Un escenario que se llena de juegos, de música y canciones, pero, sobre todo, de la posibilidad humana de ser, de vivir, independientemente de la condición o condiciones que tengamos cada uno. Un espectáculo que pregunta: ¿Quién llama? Y al oír que la que llama es la vida, la que merece ser vivida por uno mismo y con otros, responde: “¡Que entre!”.