Alberto Cortez que estás en los cielos
Además del éxito y las demandas, a Cortez también le perseguiría, a mediados de los sesenta, el todopoderoso Ministerio de Información y Turismo.
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Hace ahora sesenta años, en noviembre de 1960, un joven músico entró en los estudios Decca de Bruselas para grabar cuatro canciones. Le acompañaba a la armónica Hugo Díaz, que lideraba una compañía de artistas argentinos que acababa de llegar a Europa. Pocas semanas después, los organizadores desaparecieron con la recaudación. El grupo quedó varado en Bélgica. Cada cual sobrevivió como pudo: Díaz tuvo que empeñar las joyas de su mujer. El cantante, sin embargo, tuvo más suerte y pudo dedicarse a la música durante más de medio siglo. Se llamaba Alberto Cortez.
El día que mis padres se casaron en la radio no dejó de sonar Las palmeras. Un locutor amigo de mi padre les dedicó una y otra vez aquella canción de Alberto Cortez que tantas veces habían bailado en los últimos meses de su noviazgo. En realidad, no era el único éxito del artista en esos momentos en España porque casi con la misma insistencia se escuchaban otros dos títulos de su primer epé, el que poco antes había grabado en Bruselas: Sucu-Sucu y El vagabundo. El primero había sido compuesto por Tarateño Rojas en homenaje a su tierra. El ritmo sensual y pegadizo del estribillo formó parte del repertorio de más de una treintena intérpretes, desde Nat King Cole a Nina & Frederick.
Cortez, que en realidad se llamaba José Alberto García Gallo y había nacido en Rancul en 1940, había alcanzado el éxito en Bélgica y España en pocos meses. Tras abandonar la carrera de Derecho, formó parte de varios grupos juveniles en Buenos Aires. Con uno de ellos visitó a Waldo de los Ríos en su despacho de la Columbia. El destino querría que ambos volvieran a encontrarse en Madrid.
De la mano de Hispavox, De los Ríos y Martín Garea, Cortez se convierte en un personaje popular en España: publica a razón de tres y cuatros epés al año, recorre la Piel de Toro de escenario en escenario a bordo de un coche americano y realiza giras por Angola, Bélgica o Portugal, donde también se editan sus grabaciones. En esos años, además, comienza a recibir las demandas judiciales que presenta en su contra Darío Alberto Cortez Olaya, un bolerista peruano que asegura que el cantante argentino se ha apoderado de su nombre. Incluso, la policía llega a detener a este tras una actuación. La disputa quedaría sin resolver a la muerte de ambos, con pocos meses de diferencia.
Además del éxito y las demandas, a Cortez también le perseguiría, a mediados de los sesenta, el todopoderoso Ministerio de Información y Turismo, del que era titular Manuel Fraga Iribarne. Me lo dijo Pérez, que también cantaron Karina y Los Tres Sudamericanos, desató la ira del ministro, que se despachó en varias declaraciones contra aquella música insulsa que causaba furor entre la juventud española. Suscitar la antipatía del Gobierno no era recomendable en aquella época. Amigos como el periodista Luis T. Melgar. recomiendan a Alberto que, lejos de abatirse, aproveche esa circunstancia para evolucionar artísticamente hacia el modelo de los cantautores franceses que tanto admiraba.
Mientras espera a que Waldo regrese de Argentina para organizar una serie de recitales sobre textos de poetas españoles y latinoamericanos, Cortez graba En un rincón del alma, que no tarda en aparecer en las voces de Los 5 Latinos o la mismísima Mina. Para su sorpresa, De los Ríos se sube a la parra y le pide una fortuna por hacerse cargo de la dirección musical del espectáculo. Casi una década después de aquel encuentro en el despacho de la Columbia, la amistad entre ambos se rompe. Nada volvería a ser igual.
Todo esto me lo contó Cortez muchos años después. Desde principios de los setenta, la música en casa se escuchaba en el coche, durante los viajes, en uno de aquellos reproductores de cartuchos de ocho pistas que me hacían creer que estábamos dentro de un estudio de grabación. El primero que tuvimos fue, cómo no, Lo mejor de Alberto Cortez y después compraron No soy de aquí. Mientras mis padres recordaban el día de su boda, yo convertía, al crecer, cada una de esas canciones en el argumento de un libro o una película: el perro callejero que todo el mundo quiere y a nadie pertenece, el emigrante que antes de morir arranca a su nieto la promesa de volver a la vieja aldea, el árbol que, como el que plantamos mi padre y yo una fría mañana de diciembre, crecía en una esquina del patio. Y, por supuesto, Las palmeras.
Año tras año, hasta casi después de cumplir los cuarenta, llegó a mis manos, en forma de elepé, una nueva entrega de esa serie que yo sabía adaptar a las circunstancias de mi vida. Nada me parecía más hermoso que enviar una rosa cada día y desde cualquier punto del mundo a la persona que se amaba. O construir castillos en el aire en un lugar en el que nunca nadie pudo llegar usando la razón. O siguiendo la pista a todas esas cosas que empezaré a hacer a partir de mañana.
Le entrevisté muchas veces. A fuerza de acompañar nuestros viajes en coche, Cortez se ganó la simpatía de mi hijo. Cuando nos firmó la dedicatoria de Almacén de almas, uno de sus libros, los destinatarios sumábamos tres generaciones y casi medio siglo de admiración. Siguió cantando hasta el final. Al último concierto en Sevilla no quise ir. Me costaba ver las dificultades con las que aquél hombretón, cercado por la vejez y la enfermedad, se desenvolvía en el escenario. En realidad no fui porque por esa época mi padre estaba luchando contra el cáncer. Mientras el féretro con su cadáver salía de la iglesia, sonó Cuando un amigo se va, la canción que Cortez había escrito la noche que su padre había muerto en Argentina. Se lo conté cuando lo llamé para recoger su testimonio en el Desafiando al olvido, la biografía de Waldo de los Ríos que escribí entre 2017 y 2019.
Estaba sentado ante un gran ventanal en un bar el día que me llegó el wasap de Willy Rubio: “Alberto Cortez acaba de morir”. Miré al cielo y alcé mi copa de vino. Estaba lloviendo. La lluvia siempre sucede en el pasado.