¿Y ahora, qué?: el reto de Brasil de tener estabilidad tras la intentona ultra contra Lula
Los bolsonaristas están amargados por la llegada del nuevo presidente y el exilio del antiguo. El Ejército no les da la asonada que quieren y van a por todas. ¿Cuánto durará?
Brasil estuvo sumida en una dictadura militar dolorosísima entre 1964 y 1985. Para algunos, supo a poco y aún quieren subvertir el orden constitucional porque dicen que no les representa y que sus instituciones son una amenaza (para sus intereses, se entiende). Ahí está la base del intento de golpe de estado del pasado domingo, cuando una masa de ultraderechistas invadió las sedes del Congreso, el Poder Ejecutivo y la Corte Suprema en Brasilia. Eran seguidores del expresidente Jair Bolsonaro, pero su levantamiento trasciende su figura: sobre todo, eran extremistas antiLula, contrarios al actual mandatario, Luiz Inacio Lula da Silva, y lo que supone.
“Esto va de democracia contra fascismo”, avisaba el líder del PT en la campaña que lo aupó de nuevo al poder hace dos meses. Ha quedado claro que tenía razón. Ahora hay sobre la mesa un asalto en toda regla, con una onda expansiva de consecuencias aún por ver. Y surgen las preguntas: ¿puede haber estabilidad en la nueva legislatura que afronta Lula? ¿Podrá y sabrá el nuevo presidente tener la autoridad para controlar más levantamientos? ¿Qué raíz tiene este movimiento dictatorial en la sociedad brasileña?
De dónde venimos
El fuego parece controlado, de momento, tras las horas de angustia del domingo, cuando la formidable fractura social del país quedó al desnudo. La extrema derecha llevaba dos meses acampada ante el Cuartel General del Ejército, reclamando una intervención militar que echara a Lula del poder, tras los comicios de octubre, manipulados e ilegales, a juicio de estos mal llamados nostálgicos y de los que casi 400 han sido ya arrestados. Queda saber quién los movió, quién les dio red, quién los instigó, qué resta de la intentona y si puede repetirse en un futuro cercano.
En las últimas presidenciales, Lula ganó con el 50,9% de los votos, pero Bolsonaro le pisó los talones con un 49,1%. Un margen mucho más estrecho de lo esperado, que enfureció más aún a los ultraderechistas, alentados por el discurso del presidente saliente de fraude e irregularidades nunca demostradas. El reconocimiento internacional de la victoria legal del PT llegó de inmediato, acallando a los críticos. Estaban humillados. Su líder no hablaba. Cuando lo hizo, lo fue muy fiero. Entre ese 49% de votantes seguía habiendo un buen grupo de irredentos que pedían más: más denuncias (falsas), más venganza por mano propia (Bolsonaro ha facilitado enormemente la venta de armas a particulares en su mandato), más acción.
Si la campaña fue enconada y amarga, la postcampaña siguió igual, con el añadido de la derrota para los bolsonaristas. La toma de su Congreso, que fue el primer paso de la cascada de asaltos de hace un día, es una señal dramática de hasta dónde están dispuestos a llegar algunos brasileños para atacar las instituciones democráticas que denostan. Les sobran.
No se trata solo de izquierda contra derecha, sino de aquellos que se niegan a aceptar el resultado de una elección democrática cuando va en contra de su voluntad, descargando su ira en los símbolos de la democracia de Brasil. Lula es posiblemente el mayor de ellos, en estos momentos: fue un líder sindical que le complicó la vida a los dictadores, que se afilió de inicios al Partido Comunista ilegalizado para pelear, hombre de todos los estratos de la administración desde que volvió la democracia, luego presidente exitoso y, ahora, vuelto por sus fueros tras estar en prisión. Todas las penas por las que fue condenado un día están anuladas. Sus detractores insisten en que es un corrupto que no puede estar al timón.
A Bolsonaro, excapitán de las Fuerzas Armadas de Brasil, muchos de sus simpatizantes lo vieron como un salvador, el mesías que con el lema “Dios, patria, familia” iba a devolver el esplendor al país. Bajo una democracia formal, sí, pero más cerca del iliberalismo que de otra cosa. Los partidarios de Bolsonaro - que suelen rezar durante sus protestas y vigilias y que, en gran parte, son evangélicos- pusieron su esperanza en él como el hombre que derrotaría a Lula, a quien consideran una amenaza a esos valores, creyendo los falsos rumores de que el candidato de izquierda cerraría iglesias una vez elegido, entre otras lindezas.
Quienes participaron en los disturbios se encuentran en el extremo del espectro derechista, pero hay muchos más opositores a Lula que ha estado difundiendo información falsa sobre él y, por lo tanto, avivando las llamas que llevaron a los hechos del domingo. Están los que refunfuñan y lo siguen llamando comunista, aunque no lo sea, los que lo llaman ladrón, aunque no esté judicialmente demostrado, y los que aparte de votar a Bolsonaro, de mandar noticias fake o de protestar en la calle han dado un paso más. Tremendo. Han ejecutado el peor ataque a la democracia del país en cuatro décadas.
Los primeros pasos
Los votantes bolsonaristas estaban convencidos de que Lula perdería y no han aceptado con resignación su victoria. Algunos acamparon frente a los cuarteles, rogando a los militares que impidieran que se convirtiera en presidente, incluso si eso suponía dar un golpe militar. Lo hicieron desde pocos días después de las elecciones y las protestas se habían caldeado conforme se acercaba la fecha de la toma de posesión del presidente, el pasado 1 de enero.
Los militares no actuaron, que no todos los capitanes con como Bolsonaro; obedecieron a la cadena de mando y Lula prestó juramento como estaba previsto, haciendo historia. Se mudó al Palacio de Planalto y puso fin a sus esperanzas. Bolsonaro no estaba allí para verlo. Llevaba 48 horas en Florida, donde escapó para no tener que darle a su enemigo la banda presidencial. Sus más radicales votantes, enfadados por la falta de eco entre los soldados y por el abandono de su amado líder, han actuado por su cuenta, empapados por el discurso de odio y falsedades propagado por el entorno de Bolsonaro durante años.
La retórica de Jair Bolsonaro y su cuestionamiento de la validez del sistema electoral de Brasil han contribuido, en gran medida, a la ira que se manifestó en Brasil el domingo. Hablar de elecciones “robadas” tiene sus consecuencias si hay terreno abonado. Ahora, desde Estados Unidos, dice que “los saqueos e invasiones de edificios públicos” están fuera de la ley. Débil crítica, cuando el extremismo de quienes irrumpieron en las instituciones democráticas parece difícil de controlar, con o sin él.
El derechista ha atacado aún desde la presidencia la legitimidad del Congreso, del Supremo y del sistema electoral. Nunca ha aportado pruebas de su supuesto mal proceder. También ha acometido un cierre del espacio cívico, que incluye diversas formas de atacar a periodistas o políticos contrarios, también a minorías como las mujeres o los indígenas. En Brasil hay un problema de polarización pero, sobre todo, de extremismo y de desinformación, con los que Bolsonaro ha alimentado a su círculo y contra el que es difícil pelear racionalmente.
Minoría, pero con apoyos
Pablo Ibanez, profesor de Geopolítica de la Universidad Federal Rural de Río de Janeiro, califica en Onda Cero la situación vivida en Brasilia como “gravísima”, porque todo podía pasar cuando los tres poderes eran invadidos “por unos tipos que son muy violentos” y que han acabado causando “perjuicios irreparables”, los más a la vista, los económicos, con destrozos de mobiliario, obras de arte y hasta robo de armas estatales. No obstante, aunque entiende que la respuesta oficial “no ha sido tan rápida como se esperaba”, sí que ha sido “fuerte, muy buena”, lo que a su entender ayuda a que la calma regrese.
Los desalojos, por el momento, se han hecho sin sangre ni incidentes mayores, mientras que las autoridades judiciales, apunta, han sabido actuar al cortocircuitar a bolsonaristas que ocupan cargos, como el secretario de Seguridad de Brasilia, Anderson Torres, o el del propio Gobernador, Ibaneis Rocha. Sin embargo, enfatiza que toca examinar más allá de los afines a la ultraderecha en cargos públicos qué apoyo tienen los asaltantes en la policía y las fuerzas armadas. Explica que a los agentes no se les vio hacer mucho en la explanada donde se ubican las instituciones, actuaban “como si fueran parte de la manifestación”, una “complicidad” que hay que investigar y, si existe, frenar.
El diario O Globo ha publicado imágenes de policías riéndose y haciéndose fotos en la zona, mientras que los manifestantes entraban en los edificios salvajemente. En las horas previas al ataque, el perímetro de la explanada estaba acordonado y vigilado, por lo que extraña que miles de personas pudieran acceder rápidamente a la zona. “Hay que ver cómo se actúa con eso”, dice Ibanez, quien denuncia que algunos uniformados parecían “espectadores” ante lo que estaba ocurriendo.
A su entender, no se puede decir que ese 49% de brasileños que votó por Bolsonaro aplauda el ataque del domingo. Entiende que apenas un 20 o 25% de ellos sí que aplauden una salida golpista como esta, pero no son mayoría entre quienes se pusieron contra Lula en las urnas. “Son cosas distintas”, matiza. “Esto es no tener respeto por las instituciones”. Y, pese a eso, pide prevención, porque son “una parte pequeña pero muy peligrosa, con apoyo de policías”, enfatiza. Las policías en Brasil, indica, van por estados y las controla cada gobernador, muchos partidarios de Bolsonaro. Además, son cuerpos de naturaleza militar, un mundo en el que la ultraderecha aún tenía sembrado mucho y que mayoritariamente sigue apoyando al presidente saliente.
Lo que Bolsonaro no les dio
Para el americanista sevillano Sebastián Moreno, los asaltantes buscaban “un golpe, lo que Bolsonaro no les dio”. Se marchó a Florida y, “más que como una forma de protesta, se entendió con desencanto. Eso hizo que su radicalidad aumentase”, indica. “Se mueven sólo en sus redes sociales, el 40% se informa sólo por WhatsApp o Telegram, si a eso se le puede llamar informarse. Están desconectados de la realidad y se creen en poder de la verdad”, destaca.
Se les convenció desde las plataformas del Partido Liberal de Bolsonaro de que “ganar las elecciones sería fácil y, cuando vieron que él no fue el elegido, aún pensaron que el ejército pondría las cosas en el sitio que ellos deseaban. Un golpe o una insurrección o una revuelta les valía, si no. Es gente que de veras quiere un dictador y, ante la caída de los partidos demócratas tradicionales, el de Bolsonaro les valía. Sólo han tenido una legislatura, no ha habido cambio de régimen, y ellos aún lo anhelan”, señala.
“Es mucho más que decir que están enfadados porque Bolsonaro perdió -insiste-; los manifestantes de la línea dura quieren más que nada es que el presidente Lula regrese a prisión. Bolsonaro es irrelevante para parte de ellos y se ha visto en las protestas que las banderas ya son más de Brasil que de la cara del expresidente. Sólo el ejército o la violencia pueden salvar a Brasil, eso es lo que entienden”.
Moreno recuerda que, al llegar Bolsonaro, el porcentaje de ciudadanos que apoyaba la democracia en Brasil cayó siete puntos de golpe, hasta el 62%. Hoy está en el 79%, mejor que nunca desde 1989. Eso es “esperanzador”, porque los actos del domingo no son los que quiere el común de los brasileños y, además, pueden tener un efecto rebote, ganando más partidarios a la causa de la democracia, “cuando se le ven las orejas al lobo”. “A los manifestantes, posiblemente, si se les habla de la dictadura dirán que trajo orden o crecimiento económico. Esa gente que no cree en la democracia sigue viviendo en Brasil. Y votando. Se llama ultraderecha y está creciendo de forma general en el mundo y, en este país, tiene un pasado que para algunos sigue siendo aceptable”, avisa. Ahora, además, “muchos de los extremistas están armados”.
A su entender, por el momento Lula “se está comportando como debe”, con “contundencia en las declaraciones y en la toma de decisiones”, pero debe ser “prudente” con las acusaciones contra Bolsonaro y su entorno, para que los ánimos no se caldeen, y sobre todo, “garantizarse la lealtad de las Fuerzas Armadas y la aplicación de la ley”, ante quienes hacen dejación de ella porque rechazan a su nuevo presidente. “Estamos ante un asalto que se parece mucho al del Capitolio de EEUU en 2021, o sea, trumpismo puro, pero con una profundidad doméstica diferente que hay que abordar sin fracturar más a la población”, concluye.
La investigación
Será importante el papel de la comunidad internacional que, por ahora, claramente ha arropado a Lula, legítimo presidente, en un momento en el que Brasil, con un nuevo mando, aspira a abrirse al mundo otra vez, tras años en los que las grandes conexiones pasaban por Trump. Se quiere contener una descomposición de un país clave en el mundo, un miembro del G20.
Pero internamente será esencial, sobre todo, lo que concluya la investigación. La prensa local llevaba dos semanas avisando de que los canales ultras estaban convocando una macroquedada en Brasilia. “La toma del poder por el pueblo”, decían. La agencia Reuters ha accedido a esos mensajes y da cuenta de puntos de reunión donde se cogieron autobuses que, al fin, acabaron yendo al Congreso. “Todo gratis: agua, café, almuerzo, cena”, se lee.
En esos mensajes se ruega ayuda a hombres armados “para proteger a sus compatriotas” y se llama expresamente a “militares y policías” para “liderar la toma”. “A partir de ahora, las emociones serán fuertes” o “el golpe es del pueblo brasileño y será fatal”, dicen otros, consultados por la BBC.
El Gobierno de Lula necesita saber quién pagó esa logística, quién decidió dónde se acampaba y cuándo se iba a Brasilia, quién lo hizo todo y dio la orden. El presidente ya ha dicho que ve la mano de la influencia de Bolsonaro detrás: “todo el mundo sabe”, dice, que lo ha estado “estimulando”.
Además de la duda de la incitación y los fondos está la del control policial. Por qué no se proporcionó la seguridad suficiente como para que el recinto que alberga a los tres poderes del Estado se viera inundado de “fascistas”, en palabras de Lula. Los manifestantes, en vez de ser perseguidos, en un primer momento fueron escoltados por coches de la Policía Militar, relatan periodistas presentes en la zona, pertenecientes a medios brasileños e internacionales. Los antidisturbios tardaron unas dos horas en personarse en el lugar del asalto tiple. Tardaron mucho en verse las primeras imágenes de detenidos, cuando ya el mundo entero había visto los cristales rotos o los butacones arrancados del plenario.
Está por ver si Bolsonaro puede ser señalado legalmente por lo ocurrido el domingo. En EEUU, Trump aún está por testificar siquiera en la Comisión especial del Congreso por el asalto al Capitolio. El exmandatario sigue en Florida, donde los tuiteros lo han cazado comiendo pollo frito o comprando en el súper de su barrio, a las afueras de Orlando. Su exilio autoimpuesto tiene que ver con su rechazo a dar relevo digno a Lula pero, también, con su propia cuenta con los tribunales, ya que actualmente se le investiga en su país por cuatro procesos sobre si se apoyó en la Policía Federal para proteger a sus hijos, si difundió falsedades sobre las elecciones o si albergó en su propia oficina una granja de trolls para esparcir mentiras sobre su adversario.
Son investigaciones que pueden llevar a su arresto o a impedir que concurra a otras elecciones (por más que inicialmente ha dicho que abandona la política), y el problema es cómo proceder si sigue en EEUU. Medios como NPR han informado de que no ha trascendido en calidad de qué entró al país. Lo normal es que lo hiciera con una visa especial para mandatarios, porque aún lo era, faltaban dos días para la toma de Lula.
De ser así, su estancia en suelo norteamericano no tiene límite de tiempo, pero es que ya no es presidente. “Es un territorio desconocido”, reconocen fuentes del Gobierno de EEUU a esta radio pública. ¿Y si lo procesan por el asalto a los tres poderes? Aún es pronto para saber qué pasará, más allá de que Joe Biden, el presidente estadounidense, tendrá un dolor de cabeza si eso pasa.
Para eso queda mucho. La prioridad es mantener la calma y preservar el estado de derecho. Una tarea compleja ante los ataques de quienes no creen en la democracia.