¡Ahí os quedáis! (Del distanciamiento al desplante emérito)
Hoy, lo democrático sería consultar al pueblo español en referéndum.
Hace unos días comparaba el exceso de confianza, la complacencia y la falta de vigilancia de salud pública ante pandemias como el coronavirus, con la impunidad, la estrategia de cortafuegos y el silencio espeso sobre los casos de corrupción en el seno de la Casa Real y sus previsibles efectos en la jefatura del Estado.
Decía entonces que la reiterada estrategia de cortafuegos esta vez no serviría, y que sería necesario algo más que una nueva separación de la Casa Real para recuperar la legitimidad menoscabada por el rey emérito. Porque hasta ahora se trataba de podar ramas, algunas de ellas injertadas en la Casa Real, como lo ocurrido con el caso Urdangarin. El problema se agrava y puede convertirse en incurable cuando la enfermedad se sigue extendiendo y afecta ya a las raíces, como ocurre ahora con el rey Juan Carlos. La decisión de poner tierra de por medio con su salida al extranjero, supuestamente para con ello no continuar condicionando a su hijo, el actual monarca, si bien continúa con esa vieja estrategia de marcar distancias que adoptó hasta ahora la Casa Real, en mi opinión, esta vez, lejos de protegerle, deja al rey Felipe VI y a la monarquía en una situación inestable y con los pies de barro.
Porque, inmerso cómo está el rey emérito en una investigación en Suiza y España sobre el origen de su oculta fortuna, su ‘traslado’ al extranjero parece, si no lo es, una salida equivocada, o una huida como reflejan los medios internacionales, a todas luces inaceptable. Un mensaje más de despecho que de consentido distanciamiento, un desplante y un portazo a su familia, a la Casa de su hijo el rey y al país del que fuera jefe de Estado en el periodo crítico de recuperación de la democracia.
Don Juan Carlos se va de España en medio de un agosto de pandemia sin explicaciones, sin disculpas, sin razones y sin responsabilidad. Dejando su legado maltrecho y malbaratado. Solo con una carta en la que no hay ni una sola palabra de desmentido, y mucho menos de disculpa o regularización con respecto a lo que el rey emérito llama, sin avergonzarse, su vida privada. Pero nadie, ni el emérito y mucho menos el actual jefe del Estado, pueden considerar la presunta corrupción como vida privada, ni el alejamiento del país de la acción de la justicia y de la opinión pública, como algo que haya de ser reconocido y agradecido. Muy por el contrario, es merecedor de la crítica y el reproche. Tampoco es de recibo que el presidente Sánchez lo considere la salida natural, por una malentendida protección del actual jefe del Estado, en defensa de la estabilidad o de la razón de Estado.
El rey emérito se va en plena investigación de la justicia del país del que ha sido jefe de Estado y asimismo de la Fiscalía suiza, precisamente cuando más arrecian las informaciones que le afectan y el debate en la opinión pública, y lo hace sin dar explicaciones, sin ponerse a su disposición o asumir responsabilidades. Porque no se pone a disposición de la justicia. Ha tenido que hacerlo su abogado a posteriori. Muy al contrario, con su traslado voluntario al extranjero se pone, al menos, al abrigo del fiscal suizo, que es lo fundamental.
Porque a don Juan Carlos nada le ha impedido en el pasado, ni le impide hoy vivir fuera de España. Sin embargo, ha querido dar una connotación política a su decisión de marcharse, mientras por contra mantiene su cargo de emérito, por si, como es de prever, el Tribunal Supremo deja lo investigado en nada, cerrando el paso a cualquier imputación.
Daría con ello la impresión de que el rey emérito considera la exigencia de transparencia y rendición de cuentas poco menos que un agravio a su persona y a su reinado, y por ende el silencio y la impunidad por sus oscuros negocios una justa retribución a sus muchos servicios a España. Se va pues, dando un portazo. Un desplante. Con despecho y con un mensaje político tanto a su Casa como a sus conciudadanos: Su aceptación del distanciamiento a regañadientes amplificado en destierro, y el consiguiente mensaje implícito de reproche por la actitud defensiva del rey, su hijo y por la ingratitud de los españoles. Todo ello, muy en clave de lío de familia real.
Sin embargo, el reconocerle el importante legado de la transición democrática no justifica en ningún caso la impunidad. Porque aplaudir su contribución fundamental a la transición democrática no significa callar ante las irregularidades, como tampoco ignorar sus efectos sobre la institución de la jefatura del Estado, y mucho menos aceptar la permanente amenaza de una espada de Damocles sobre nuestra democracia parlamentaria.
No es su vida privada, es el aprovechamiento del cargo para un presunto fraude fiscal y blanqueo de capitales con origen en la corrupción pública en las relaciones comerciales. Primero con Urdangarin, tratado como un advenedizo, en el ámbito interno de las CCAA. Ahora el rey emérito y sus negocios con lo público y las relaciones exteriores. Cabe entonces la duda, más que razonable, sobre el papel que ha jugado la Casa Real y su más que probable funcionamiento como fondo de comercio.
Frente al escándalo, tampoco es de recibo el silencio de los medios de comunicación ni la razón de Estado. Fue precisamente la falta de transparencia y control la que trastocó la inviolabilidad de su cargo en un clima de inpunidad con la obtención de comisiones reales y no tan legales. La misma actitud de silencio de los medios que hoy elogian sin medida y sin necesidad de mayor conocimiento a su hijo, el rey. Una confianza ciega sin transparencia ni control democrático. De nuevo, un poder sin responsabilidad.
En vez de exigir transparencia y rendición de cuentas al rey emérito, se buscan culpables entre los que legítimamente las exigen, con el manido argumento de que la situación de crisis e incertidumbre generada por la pandemia no es el momento adecuado para la defensa de la opción republicana. La pregunta es que si no es ahora, en que se ponen de manifiesto sus graves inconvenientes, ¿para cuándo?
Don Juan Carlos deja a su hijo una restauración con los pies de barro. Sin la legitimidad dinástica de las casas reales ni la legitimidad carismática adquirida en la Transición. Hoy, lo democrático sería consultar al pueblo español en referéndum para, al menos, recuperar la legitimidad democrática. Muchos seguiremos defendiendo el legado de la Transición con la misma convicción que la alternativa de una república democrática parlamentaria. Estamos en nuestro derecho y estamos persuadidos que es lo mejor para España.