Agravar el conflicto
España no ha sabido dar ni una solución a todos estos problemas, sino todo lo contrario.
Catalunya vuelve a ser el centro del debate, no con la intención de buscar soluciones, sino de todo lo contrario: de ahondar en las heridas y alejar cualquier tipo de escenario de diálogo, en el que las dos partes de un conflicto de enormes magnitudes se sienten para entablar una indispensable negociación. Una vez más, disparar al soberanismo es el recurso utilizado por la mayoría de las fuerzas políticas españolas (PSOE, PP, Cs y Vox) con el burdo objetivo de arrancar votos en el resto del Estado.
Que la campaña del 10-N gire entorno a Catalunya no es ninguna sorpresa (¡ya pasó hace un año en las autonómicas de Andalucía!). De hecho, tampoco es una anomalía, si se asume que el problema catalán es uno de los grandes problemas que tiene España actualmente. Pero que la campaña haya acabado de escenificar qué candidato se muestra más duro y beligerante con Catalunya pone otra vez de manifiesto la negación a la búsqueda de una salida.
El debate del lunes entre los cinco candidatos fue el escenario de esta tómbola de disparates, a ver quién es más contundente con las aspiraciones, ya no sólo soberanistas, sino del autogobierno de Catalunya. Desde la intervención de TV3 hasta la ilegalización de los partidos independentistas, pasando por una nueva aplicación del artículo 155 de la Constitución, los candidatos de las cuatro formaciones que se disputan la severidad ante el independentismo plantean propuestas de dudosa legitimidad democrática y, sobretodo, de evidente incapacidad estratégica, si lo que desea es una solución real, es decir, pactada y no impuesta. Cabría esperar que la testosterona que distinguen actualmente las campañas electorales condicione algunas de estas propuestas y que la lógica política acabe favoreciendo soluciones factibles en la próxima legislatura. Pero, a tenor de lo sucedido en los últimos años –y de la mediocridad que distingue actualmente a la clase política– las esperanzas resultan mínimas, a no ser que lo impongan la aritmética parlamentaria.
Cuando un país tiene un problema de las dimensiones del conflicto catalán, lo lógico sería que los candidatos competiesen en formular propuestas integradoras y soluciones de futuro. En España no es así, sino todo lo contrario: se disputan las iniciativas más extremas. Este constante recurso a la restricción, la mano dura y la persecución no es más que una debilidad en sus convicciones, que prefieren defenderse desde la imposición que hacerlo desde la razón. Los fantasmas del pasado continúan marcando el guion.
La irrupción en los últimos años del independentismo como un elemento central de la sociedad catalana es consecuencia, precisamente, de la incapacidad del Estado español por aportar soluciones al conflicto catalán. Hace quince años, en Catalunya no había más de un 15% de independentistas convencidos y declarados. Ahora los partidarios de la separación rondan el 50%. Este considerable aumento (que se mantiene consolidado en los últimos años, en contra de las previsiones que auguraban un suflé) no es consecuencia de una hábil estrategia de los líderes independentistas –que si por una cosa se distinguen es por la ausencia de ella–, sino de la torpeza con la que España ha gestionado el problema catalán, desde la lamentable campaña contra el Estatut, la constante falta de inversiones en infraestructuras o el escandaloso déficit fiscal hasta la judicialización del conflicto y la vergonzosa sentencia del Supremo. España no ha sabido dar ni una solución a todos estos problemas, que pasara por la integración y el reconocimiento (ya no digamos la generosidad), sino todo lo contrario. Es la renuncia a la política y, sobretodo (y lo más grave), la renuncia a plantear una solución real al conflicto.