Agonía y muerte en la plaza
El torero observaba de lejos la agonía del bovino con la impavidez que produce la costumbre.
El sol arreciaba aquella tarde haciendo casi irrespirable el aire. En la plaza, el torero daba los últimos capotazos y comenzaba la faena de muleta.
Tres personas miraban atentamente el transcurso de la faena, una cuarta intentaba no mirar y rezaba para que el tiempo pasase rápido y ocurriera algo para que el matador no pudiera quitarle la vida al toro.
El milagro no se producía y, ya al final de la faena y con el toro tremendamente cansado, el torero sacó su espada y en una embestida del animal se la clavó profundamente.
El toro siguió corriendo. Al principio parecía como si la espada, que casi traspasaba su cuerpo, no le molestara; como si el torero, habiendo atravesado con ella al toro, hubiera errado la estocada y esta solo lo hubiera rozado. Pero no fue así...
Al poco de comenzar su carrera, el toro paró y empezó a caminar, pero lo hacía cada vez más despacio, hasta que acabó parándose.
Movió la cabeza hacia ambos lados y por su boca comenzó a brotar un enorme e imparable río de sangre, que tiñó de rojo oscuro la arena del ruedo. El animal movía desesperadamente la cabeza a los lados mientras intentaba, sin conseguirlo, que la sangre dejara de manar.
Segundos más tarde, las patas traseras del astado cedieron, seguidas de las delanteras, y este quedó tumbado en el suelo. Su cabeza estaba levantada, el animal luchaba desesperadamente por respirar.
El torero observaba de lejos la agonía del bovino con la impavidez que produce la costumbre.
Mientras, el toro, extenuado, con el cuerpo y el alma rotos, miraba al frente con la vista perdida y los ojos abiertos como platos, intentando aferrarse por todos los medios a una vida que se le escapaba por momentos.
Viendo que el toro tardaba en morir, el diestro tomó el descabello, un cuchillo de extraordinarias dimensiones, y se dirigió al animal. Este, aún con mucha dificultad, luchaba tumbado en la arena por seguir respirando.
Al llegar a su lado, el torero lo miró impasible. El animal lo observó a su vez fijamente. Quizás intuyó, como se intuye siempre al final del trayecto, que su vida estaba próxima a terminar. Así que volvió con resignación la vista al frente y echó una última mirada al mundo que, en breve, dejaría atrás: a la plaza, a la gente, a la arena que lo rodeaba, bañada con su propia sangre.
Probablemente en ese momento pasó fugazmente ante sí toda su vida, volviendo aún en su agonía a ser feliz por unos instantes. A esperar a la muerte con la dicha en el alma…
En ese momento, el torero hundió con saña el espantoso cuchillo en su cabeza, produciéndole un dolor insoportable que terminó con su vida. La cabeza del toro, que aún permanecía erguida, se desplomó en la arena y la agonía del astado terminó.
La persona que antes pedía un milagro, acongojada, se puso en pie y con lágrimas en los ojos y llanto en el alma, envuelta en la más grande de las impotencias, comenzó a gritar:
— ¡Asesino!, ¡asesino!, ¡asesino!, ¡asesino!
El torero, erguido a escasos metros de ella, sacó impasible el descabello de la cabeza del bovino, la miró y le contestó:
— Si no te gustan los toros, ¿pa qué vienes?
Para quien desee acompañar la lectura de este artículo con la música que sonaba de fondo mientras lo escribía, os dejo a continuación el vídeo: