Acabemos ya con esto, por favor
La gestión política pasa por que todos entiendan que el independentismo no va a desaparecer y que los soberanistas asuman que no pueden conseguir sus fines a las bravas.
De las múltiples opciones que estaban encima de la mesa con la sentencia del procés, los jueces han aplicado condenas que no gustan a nadie pero que se alejan del más duro de los escenarios. Ni son tan elevadas como intuían los independentistas, quería la derecha española y exigía la Fiscalía, ni son tan magnánimas como querían los independentistas y temía la derecha española.
El fallo judicial deja varias cuestiones meridianas: que no hubo Golpe de Estado y que, cuando se le intenta echar un pulso al Estado, el Estado siempre gana. Además constata que la Democracia, aunque debilitada, supera el mayor desafío al que se había enfrentado desde el 23 de febrero de 1981.
Más allá de los aspectos jurídicos —una sentencia de casi 500 páginas no se lee en diez minutos—, la cuestión clave del fallo es que se haya descartado el delito de rebelión y se haya condenado a 9 de los 12 líderes independentistas por uno de sedición y, en cuatro de los casos, con la consecuente malversación de caudales públicos.
Las penas, de hasta 13 años de cárcel para Junqueras, son duras y, de hecho, no difieren mucho de las que se podrían haber impuesto por un delito de rebelión. Es una pena alta para un delito de sedición y baja si se hubiera impuesto la tipificación más dura. El juez Marchena y el resto del Tribunal se alinean con la tesis de la Abogacía del Estado, que había sido muy criticada por los sectores más conservadores de la judicatura y los partidos situados a la derecha al entender que el Gobierno quería la rebaja de penas cambiando el tipo delictivo a una mera sedición.
La sentencia, que ha estado dentro de los parámetros previsibles, tiene poco más recorrido más allá de conocer las penas y los motivos. La parte más relevante, la crucial para el devenir de la Democracia española, viene ahora, desde el minuto después a que el fallo se haya hecho público.
Es la hora de la política, de la alta política. Y lo que se ha visto hasta el momento no dispone al optimismo. Casado y Rivera, que necesitan el conflicto catalán para sobrevivir, han exigido ya al Gobierno que no aplique el indulto a los condenados. Sin ni siquiera haber leído las motivaciones de las condenas se agarran al “¿Y si…?” para cuestionar la gestión que pueda llevar a cabo el Gobierno de Pedro Sánchez. En vez de ponerse del lado del Ejecutivo (algo que, por otro lado, es de primero de patriotismo), critican las condenas y se ponen la venda antes de la herida con Sánchez por lo que intuyen pueda pasar en los próximos meses. Quedan tres semanas para las elecciones generales del 10 de noviembre y cualquier artillería es óptima. Sobre todo si eres Albert Rivera y estás hundiendo a tu partido sin remedio en las encuestas.
La gestión política pasa por que todos entiendan que, suceda lo que suceda, el independentismo no va a desaparecer en Cataluña y pasa por que los independentistas asuman que no pueden lograr sus objetivos a las bravas, saltándose las leyes y actuando sin freno para lograr un objetivo de máximos que ni siquiera comparten la mitad de los catalanes. Ambos deben entender también que lo sucedido desde septiembre de 2017 es un fracaso colectivo, de España y de Cataluña: cuando un problema político se resuelve judicialmente es que algo, definitivamente, ha fallado.
Lo más importante, con todo, es que Gobierno, partidos políticos e independentistas hagan de la integración una aspiración de máximos. El futuro debe ir por otro camino porque el transitado hasta el momento no ha podido resultar más desastroso. Se abre una nueva etapa en la que un indepentismo tocado —con sus líderes encarcelados o huidos, ahí es nada— debe rebajar sus aspiraciones y avanzar hacia un autogobierno dentro de los márgenes de la ley. Y un Estado central que abandone sus intereses partidistas y electorales para reconfigurar un país que dé cabida a todas las aspiraciones, siempre y cuando no sobrepasen el marco constitucional
La parte más difícil —de un político, de un independentista— no es agradar los oídos de sus fieles, sino tomar decisiones que van a irritar a los tuyos. Sensatez y seny para evitar los errores de todos del 1-O.