A mis 61 años, empiezo a asumir que seguiré soltera para siempre
Mantener mi corazón abierto para mí misma es esencial. Soy y siempre seré el amor de mi vida.
Cuando le di el “sí, quiero” el 2 de mayo de 1987 al hombre que había conocido hacía 7 meses, pensaba que pasaríamos el resto de nuestra vida juntos.
Nos conocimos cuando yo tenía 28 y él, 36. Nos presentó un amigo mutuo durante el intermedio del sermón del líder espiritual Ram Dass. Nuestro matrimonio era lo que considero “paradójico”, con una mezcla de amor e importantes defectos que me produce escalofríos pensar que le consentí durante el tiempo que estuvimos juntos.
Él había crecido en una familia con un padre alcohólico propenso a los ataques de ira y con una madre que sufría depresión y ansiedad. Sus padres se divorciaron, pero no de forma amistosa. Él tuvo que posicionarse.
La dinámica de nuestro matrimonio entró en la categoría de lealtad por conveniencia. Si no me ponía de parte de mi marido cuando alguien discrepaba de él, no estaba siéndole leal. Me sentía como si fuera insuficiente y estuviera siempre a prueba. Pensaba que podría curar sus heridas emocionales, pero me acabé dando cuenta de que era un trabajo que tenía que hacer él desde dentro. Su sufrimiento intoxicaba nuestro hogar.
En mi matrimonio, el amor y el abuso iban de la mano. Era sobre todo abuso emocional, pero también hubo dos incidentes de abusos físicos. Ambas veces se mostró arrepentido, pero me hizo temer que volviera a ocurrir. Me avergonzaba estar en esta situación, cualquier psicólogo me habría recomendado dejar la relación.
En 1992, le diagnosticaron hepatitis C y me convertí en su cuidadora, haciendo honor a la frase “en la salud y en la enfermedad” de nuestros votos. Mi esperanza era que como él dependía de mí para realizar sus tareas del día a día, se volvería más amable y paciente conmigo. Ese mismo año, adoptamos a nuestro hijo con 5 años.
Para gran decepción mía, lo que descubrí es que incluso con mis grandes habilidades como terapeuta profesional, no estaba consiguiendo mantener una relación sana entre Michael y yo. Un mes después de adoptar a nuestro hijo, sufrí un embarazo ectópico. Unos meses después de eso, perdimos nuestra casa por los fuertes vientos y las inundaciones del huracán Andrew en Florida. Podría haberlo interpretado como presagio de nuestra relación, pero decidimos seguir adelante juntos.
Michael dio su último suspiro el 21 de diciembre de 1998 y desde entonces he tenido varias relaciones cortas, amantes y amigos con derecho a roce. No he tenido una relación seria desde que mi marido murió hace 21 años. Me gusta considerarme “accidentalmente poliamorosa”, ya que no es el estilo de vida que elegí, aunque he tenido varios tipos de relaciones al mismo tiempo.
He tenido citas por internet de forma intermitente durante los años y he vivido experiencias muy positivas y muy decepcionantes. Tuve una experiencia de catfishing hace un año o así y también conocí a un hombre que se convirtió en una parte muy importante de mi vida, pero sabía que no éramos almas gemelas. Ahora seguimos hablando unas cuantas veces al año.
Mi hijo me ha dicho que nunca encontraré a un hombre con las cualidades que busco y que necesito estar con una mujer. Yo le digo que ni siquiera he conocido a una mujer con la que me imagine estar, pero que si apareciera, la recibiría con los brazos abiertos.
Tengo una amiga que lleva mucho tiempo divorciada y que me dice que necesitaría a alguien excepcional para salir de su vida de soltera. Aunque a mí me encanta estar soltera y tener la libertad de hacer lo que quiera con mi vida, también echo de menos la compañía de una pareja. Tengo unos amigos maravillosos que satisfacen algunas de mis necesidades. Ojalá pudiera crear a una persona combinando las mejores cualidades de las personas que conozco.
He hecho todo lo que recomiendan los expertos en parejas: aplicar el Feng Shui en mi casa, diseñar un tablero de sueños, elaborar una lista de cualidades que me gustaría que tuviera mi pareja, vaciar un lado del armario, actuar como si estuviera en una relación, escribir un diario, ser la clase de persona que me gustaría atraer y quererme a mí misma como me gustaría que me quisieran.
He celebrado bodas privadas en las que me he casado conmigo misma. Tengo citas conmigo misma. No me da miedo ir sola a ninguna parte: al cine, a cenar, a conciertos, a pasear al parque. Son todo cosas que también me gustaría hacer dándole la mano a mi pareja. Incluso he escrito poemas para esa persona.
Me he quedado mirando melancólicamente a otras parejas cuando se ponían pastelosas y quiero eso para mí. He oído historias sobre los insultos y la violencia que hay en muchas relaciones y suspiro de alivio por no formar parte de una de ellas. Es mucho más sencillo cuando soy la única persona que toma decisiones que afectan a mi vida, la que tiene que ser puntual y la única cuyas normas de limpieza debo cumplir sin esperar que otra persona cumpla las mías.
Cuando oficio una boda como ministra interreligiosa o asisto como invitada sin acompañante y no tengo pareja de baile, a veces me siento nostálgica. A días me siento mejor y a días me siento peor.
He trabajado con unos cuantos asesores que me han ayudado a pelar distintas capas de mi ser para conocerme mejor, pero todavía no he atraído al amor de mi vida. Antes pensaba que para estar enamoradas, las personas debían tener pocas cargas (o al menos tenerlas bien organizadas), tener independencia financiera, estar sanas, ser de mantenimiento fácil y tener todo eso bien guardado en maletas pequeñas. Aun así, hay personas como yo que han hecho todo ese trabajo de preparación para tener pareja y siguen solteras. Y luego están quienes cumplían pocos (o ninguno) de los criterios mencionados y tienen relaciones estupendas.
Sé que soy un buen partido en conjunto, pese a mis heridas y mi miedo a entrar en las mismas dinámicas poco deseables de mi matrimonio. Mis amigos me intentan tranquilizar y me dicen que eso no sucederá, ya que he madurado mucho en las dos décadas que han pasado desde que murió Michael.
Una parte de mí murió ese día. Esa parte era, según sus palabras elocuentes, “una contorsionista emocional que se retorcería hacia atrás para complacer a la gente, un ciervo sorprendido en la carretera por la luz de los faros que antes de tomar una decisión miraría a ver si viene la Policía”. Esa mujer hace mucho que murió y la reemplazó una superviviente que me mira desde otro lado del espejo y le saca todo el jugo a una vida rica y plena.
Me pregunto a mí misma, al igual que muchas de mis amigas de más de 50 años: ”¿Y si nunca vuelvo a estar en una relación seria?”.
Acabo de cumplir 61 e imagino que aún me quedan veintipico años. ¿Y si sigo soltera durante esas décadas? Estoy aceptando esa posibilidad al mismo tiempo que sigo disfrutando de mi vida sin pareja.
Me pregunto cómo sería. ¿Me convertiría en una de esas mujeres mayores excéntricas que viven de forma poco convencional? Según mi hijo, ya lo soy. Su “madre hippie rara”, cuya efusividad y encanto, sumado a su pelo morado, a veces le hace sentir vergüenza como cuando era adolescente. ¿Seguiré satisfecha si sigo cubriendo mis necesidades de afecto, atención, sexo y compañía de forma esporádica como si fueran un mosaico? ¿Conseguiré dejar de criticarme a mí misma por estar sola, teniendo en cuenta que no hay nadie en mi vida que me critique por ello?
A veces le pregunto a esa hipotética pareja: ”¿Será hoy cuando te presentes?”. ¿Estoy escondida a plena vista pese a que me siento totalmente visible y desnuda? La gente no deja de decirme que cuando deje de forzar las cosas, esa persona llamará a la puerta de mi corazón.
Mientras tanto, mantener mi corazón abierto para mí misma es esencial. Soy y siempre seré el amor de mi vida.
Este post fue publicado originalmente en el ‘HuffPost’ Estados Unidos y ha sido traducido del inglés por Daniel Templeman Sauco.