15-M: ciclo cerrado, crisis abierta
Las crisis que fueron el caldo de cultivo de la indignación siguen presentes en la agenda política e incluso se han visto agravadas con los efectos de la pandemia.
Ejercicio político estéril la liturgia de recordar tiempos pasados con áurea nostálgica. Especialmente para quienes hemos pasado ya la cuarentena —en el doble sentido del término— y corremos el riesgo de metamorfosearnos en contadores de batallitas. Como decía Spinoza: ni reír ni llorar sino comprender. Comprender el ciclo político que se abrió aquel 15 de mayo de 2011, sus potencias y sus debilidades, sus errores y sus aciertos, con la intención de alumbrar en el conocimiento de las experiencias pasadas la llama de la esperanza en el presente.
El shock austericida de los recortes, la reforma del artículo 135 de la Constitución con agosturnidad o la marea negra de la corrupción ejercieron de detonadores de los consensos sociales sobre los que pivotaba, hasta ese momento, la legitimidad del régimen post-Transición, a la vez que fueron el caldo de cultivo fundamental para el estallido del acontecimiento 15M cuando nadie lo esperaba. Porque, como le gustaba decir a Daniel Bensaïd, las revueltas y las revoluciones suelen ser intempestivas: llegan cuando todavía no se les espera o cuando ya no se les espera.
Y de la mano de la movilización social y de experiencias múltiples y reales de auto-organización popular, asistimos a una progresiva impugnación del relato oficial de la cultura de la Transición y, sobre todo, de sus instituciones centrales. Porque, entre otras muchas cosas, el 15-M supuso una impugnación radical del régimen del 78 al grito de “democracia real ya”. Cuestionando los límites de la democracia formal, pidiendo más democracia, intentando resolver la escisión entre lo realmente existente y lo que debería ser, un grito que conectaba, 140 años después, con la experiencia de la Comuna de París como acontecimiento mayor de recreación democrática.
Así mismo, la ocupación del espacio público de las ciudades, mediante la toma simbólica de las plazas, no solo nos remitía al surgimiento de un movimiento de protesta fundamentalmente espacial y urbano que reivindicaba la ciudad como espacio en disputa. También, al igual que la Comuna, al politizar las prácticas sociales y el uso que se da al espacio público, construyó un potente espacio social. Las plazas se convirtieron en lo que fueron los clubes de la Comuna, emergiendo una frenética actividad social y debate público.
Porque, si observamos el movimiento indignado de 2011 más allá del acontecimiento espectacular y simbólico de las acampadas, podemos ver como su extensión y capilaridad convirtió el barrio en un lugar de agregación colectiva, de anclaje social en lo territorial y en las realidades cotidianas de la gente. Lo que permitió el desarrollo incipiente de lo que E.P. Thompson llamaba una “economía moral de la multitud” a través de la proliferación de cooperativas de trabajo asociado, bancos de tiempo y trueque de servicios, huertos urbanos o formas de sindicalismo social como la Plataforma de Afectados por las Hipotecas (PAH). La construcción del espacio social como una esfera política más allá de las instituciones y en la que cualquiera puede participar de forma activa sobre los asuntos públicos, recuerda a la reapropiación revolucionaria del espacio público urbano por parte de la mencionada Comuna.
Sin embargo, ante tanta potencia, quizás la gran derrota de la larga ola del 15M fue que aquella impugnación intuitiva del régimen al grito de “democracia real ya” no consiguió articularse en una impugnación estratégica que permitiera, en última instancia, abrir procesos constituyentes que diesen lugar a una institucionalidad nueva fruto de una ruptura democrática y no de un nuevo pacto entre élites.
Puede que llevemos más tiempo hablando del cierre del ciclo del 15-M que lo que duró realmente dicho ciclo. Más allá de la fecha simbólica, lo más relevante reside en constatar que, pese al agotamiento del ciclo abierto hace 10 años, las crisis que fueron el caldo de cultivo de la indignación siguen presentes en la agenda política e incluso se han visto agravadas con los efectos de la pandemia del coronavirus, de los que la crisis sanitaria es solo su manifestación más visible en el marco de la que va camino de ser una de las mayores crisis de la historia del capitalismo.
Una convergencia de crisis que confirma definitivamente que hemos entrado en una nueva era de emergencia crónica y de incertidumbre ante la amenaza de un colapso ecosocial global. Todo esto, además, en un contexto de inestabilidad geopolítica creciente a escala internacional y de refuerzo de los nacionalismos de Estado dentro de una Unión Europea cada vez más desigual social y territorialmente.
Además, esta conjunción de crisis cuenta con dos agravantes añadidos en forma de obstáculos estructurales: la rigidez de la Constitución de 1978 y la actual correlación de fuerzas parlamentarias que limita las posibilidades de alcanzar una mayoría suficiente para emprender una reforma parcial de la misma. Así pues, más allá de los repetidos intentos de las élites por apuntalar el régimen del 78, este sigue y seguirá navegando en una crisis profunda que tiene en la Monarquía y en la incapacidad del PSOE para reinstaurar orgánicamente la pata izquierda del bipartidismo sus eslabones más débiles.
Pero frente a quienes contemplan aterrados, desde arriba, la crisis socio-política que vive el régimen nacido de la Transición como una época de decadencia, los y las de abajo deberíamos contemplar la escena, sin por ello negar todo su dramatismo, como un momento impostergable para la recreación democrática, la redefinición de las lógicas de la representación y para la subversión de todas las reglas del sistema social que nos han conducido a tamaño desastre. No hay tiempo que perder: la urgencia social y ecológica reclama necesarios saltos adelante, no contribuir a ejercicios de transformismo ni a mantener con respiración asistida a zombis políticos que nunca fueron invitados al torrente de indignación.
A 10 años del 15-M y 150 de la Comuna de París, brindemos parafraseando a Marx: “todo lo sólido se desvanece en el aire”. Porque muchas de las hoy aparentes certezas inamovibles sobre las que se construyó el sistema político y económico español están en realidad en el aire. El ciclo se cerró, pero la crisis sigue abierta mientras no se cierren todas sus brechas. Por eso la razón estratégica de las fuerzas antagonistas debería volcarse en imaginar un proceso de ruptura que desborde todos los límites institucionales y responda a las oportunidades que la crisis de régimen aún ofrece. Porque la política revolucionaria es al fin y al cabo eso: no contentarse con administrar lo existente sino buscar ensanchar el campo de lo posible para que lo que hoy no lo es ni lo parece, pueda empezar a serlo colectivamente.