10 lugares en los que jamás debe leerse una buena novela
1. Cerca de un hormiguero. La lectura es un resplandor creativo que nace de la concentración. Pero esa concentración puede comprometer gravemente la seguridad del lector si, de pronto, las letras del libro empiezan a moverse y ese lector se percata (demasiado tarde) de que los cuerpecillos negros que corretean sobre las páginas no son letras inusualmente móviles, sino centenares de hormigas que ahora trepan por sus brazos buscando la nariz. Llegado a este punto, cualquier intento de huida, cualquier manotazo, resultarán ya infructuosos.
2. En un mitin de Borrell, Rivera, Casado o cualquiera de Vox. Al contrario de lo que marcan las modas editoriales, una buena novela no tiene por qué ser larga. Se aceptan excepciones; 2666, por ejemplo. El lector, incapaz de abandonar la lectura, se ha llevado consigo 2666. El libro pesa. El libro pesa. El libro pesa. Será esta la última frase que se le ocurra al lector antes de lanzar con todas sus fuerzas a Bolaño contra el tipo vociferante del estrado. Si el leído es Proust, el lector irá lanzando los siete volúmenes con una puntería cada vez más demoníaca.
3. En un escenario, disfrazado de acelga. Es comúnmente sabido que las acelgas no leen. La presencia de un libro entre las hojas de la acelga de cartón provocará en la platea caras de desconcierto, alguna sonrisilla condescendiente, ojos que buscan el suelo. En ese momento de supremo fracaso personal, aún en el escenario, aún con el libro entre las manos, el lector/acelga se echará a llorar, lo que reforzará aún más la derrota, puesto que también es comúnmente sabido que las acelgas nunca lloran cuando leen un libro (salvo si se trata de Ana Karenina, en cuyo caso hacen una excepción).
4. Subido a una palmera. Pese a lo que pudiera parecer desde la arena, las copas de las palmeras son los lugares más inestables (y, por tanto, crueles) del planeta. No hay en las copas de las palmeras nada a lo que agarrarse, ninguna certeza de que seguiremos allí los próximos minutos, cuando ataquen el tsunami o el huracán; llegado este caso, el lector lamentará haber aceptado la estúpida apuesta de leer Cien años de soledad allá arriba, tan alto.
5. En la cocina, preparándote una tostada. La gigantesca lágrima que has vertido leyendo la muerte de Don Quijote surcará el aire hasta introducirse en el mecanismo eléctrico de la tostadora, y un último chasquido como de escarabajo pisoteado será lo último que oiga el lector antes de la explosión. El libro también se quemará, pero no hará ruido, tan solo un suspirito de queja pequeña.
6. En el Taj Mahal. ¿Realmente cree el lector que podrá darle la espalda al Taj Mahal y seguir leyendo lo que sea? Si lo hace, si consigue olvidarse del mármol y la elegancia y la perfección, el lector no habrá entendido nada de la existencia. Será mejor, entonces, que abdique de su condición humana y abrace con entusiasmo la causa mineral, por ejemplo.
7. Frente a un espejo. De todas las autotorturas que uno puede infligirse en tiempo de paz (la hipoteca, el despertador, la búsqueda de la felicidad) ésta es la más nefasta. Los ojos, esos leones enjaulados, se consumirán ante la indecisión: mirar el libro o mirar el espejo. Solo habrá una posibilidad de escapar al bucle: que el lector comprenda que su reflejo sufre la misma tortura, es decir, que la tortura del lector A es idéntica a la tortura del lector B. Será preciso que uno de los dos lectores (A o B) tome cartas en el asunto, se olvide del desenlace del libro y acuda con el espejo a una casa de empeños.
8. En un besamanos. Es extremadamente complicado besar manos mientras lees un libro. La vida no te da para tantos dedos y tantas páginas. Algunos osados lo han intentado (aún se habla de ello en ciertos salones con un cabeceo de desaprobación), pero ese intento ha tenido consecuencias catastróficas: el libro por el suelo, murmullos de desaprobación, unas arrugas en la cara del rey que no pronostican nada bueno.
9. Durante el Juicio Final. En ese momento, cuando las trompetas celestiales ahogan cualquier sonido, el lector adquirirá un conocimiento atroz: la existencia era una gigantesca broma, también la literatura, también Flaubert. A poco virtuoso que haya sido, el lector también se percatará (con una sonrisa juguetona) de que él irá al Cielo, y Paulo Coelho no.
10. En el tranvía. El alocado traqueteo del tranvía suele producir espasmos incontrolables en las extremidades superiores de los viajeros, y esta circunstancia puede tener consecuencias enojosas. Por ejemplo, se han notificado casos en que Gregorio Samsa se ha puesto a buscar desesperadamente noticias de Gurb, cosas así.