10 años de la Primavera árabe: de la ilusión y la libertad a la guerra y la tiranía
La inmolación de un joven vendedor en Túnez provocó una revolución en cadena que hizo caer dictadores, pero también una dolorosa ola contrarrevolucionaria.
La inmolación del joven Mohamed Bouazizi, tras confiscar la policía su puesto de frutas y verduras con el que se ganaba la vida pese a su diplomatura en informática, el 17 de diciembre del 2010 en la ciudad tunecina de Sidi Bouzi fue el catalizador de unas protestas que se extendieron por el norte de África hasta Oriente Medio dando lugar a la Primavera Árabe. Una década más tarde la rebelión popular se ha saldado con la caída de varios regímenes autoritarios, pero también desencadenó varias guerras y una oleada contrarrevolucionaria que ha impedido la materialización de las principales demandas de los manifestantes.
Las protestas aumentaron su intensidad en enero del 2011 tras la muerte de Buazizi y derivaron en la huida del país del presidente, Zine el Abidine Ben Alí, en el poder desde 1987 y quien el 14 de enero puso rumbo a Arabia Saudí, una dimisión que envalentonó a los manifestantes en la región, que exigían una mayor democratización y avances a nivel de derechos.
La salida del poder de Ben Alí rompió la imagen de inmovilidad de los Gobiernos y dio esperanzas de cambio a la población, que salió en masa a las calles para exigir la dimisión de sus líderes o al menos cambios que derivaran en una mejora de su calidad de vida, gracias a la mayor facilidad para organizar las manifestaciones a través de las redes sociales.
Esta sensación se vio reforzada por la dimisión en febrero del presidente de Egipto, Hosni Mubarak, tras una represión que dejó cerca de 800 muertos, si bien puso en alerta a los gobernantes regionales, que recurrieron a una mayor violencia para reprimir las manifestaciones. Esto provocó que países como Siria y Libia se vieran sumidos en sendas guerras que, en el caso del segundo, derivaron en una implicación internacional directa que se saldó con la captura y ejecución de Moamar Gadafi, en octubre del 2011.
El caso de Siria fue aún más complejo debido a los numerosos intereses internacionales, que provocaron que la guerra derivada de la represión de las fuerzas de Bachar al Asad se convirtiera en un conflicto internacionalizado que sigue activo y que ha dejado cientos de miles de muertos y millones de refugiados y desplazados.
Asimismo, decenas de miles de yemeníes salieron a protestar contra el desempleo y exigir la dimisión del presidente, Alí Abdulá Salé, que cedió el poder en el 2012 a su vicepresidente, Abdo Rabbu Mansur Hadi, quien no logró satisfacer las demandas e hizo frente a un refuerzo del poderío de los hutíes, unas tensiones que en el 2014 sumirían al país en una guerra civil con tintes regionales.
Baréin fue otro de los países en los que las protestas tuvieron especial importancia, encabezadas por chiíes que denunciaban discriminación a manos de la gobernante dinastía suní -unas protestas apoyadas por sectores de la comunidad suní-, si bien las autoridades las aplastaron con apoyo de Arabia Saudí y Emiratos Árabes Unidos.
La Primavera Árabe tuvo eco en Marruecos, Argelia, Mauritania, Kuwait, Omán, Irán o Arabia Saudí, pero en estos casos las autoridades pudieron capear con reformas cosméticas y promesas de una mejora de la calidad de vida y una mayor lucha contra la corrupción.
Luces y sombras
La oleada revolucionaria ha tenido a Túnez como el escenario de los mayores progresos, si bien los sucesivos Gobiernos han sido incapaces de mejorar la situación económica, empeorada por una cadena de atentados que dañó al sector turístico. Asimismo, la población permanece desencantada con la falta de avances y el aún muy elevado desempleo.
El resto de los países han sufrido un retroceso de su situación, especialmente Siria, Yemen y Egipto, donde un golpe de Estado en el 2013 puso fin al breve mandato del islamista Mohamed Mursi -primer presidente electo del país- y llevó al poder al entonces jefe del Ejército, Abdel Fatah al Sisi, quien ha lanzado una campaña de represión contra islamistas y activistas.
Al Asad sigue en el poder en Siria, que continúa sumido en una guerra en la que han estado implicados múltiples países y en el marco de la cual Estado Islámico logró aprovechar el caos para instaurar un califato que cubría partes de Siria e Irak, países en los que ha sido derrotado militarmente, si bien permanece activo.
La muerte de Gadafi generó una lucha de poder en Libia que desencadenó en el 2015 un conflicto entre administraciones enfrentadas tras las parlamentarias del año anterior, si bien durante los últimos meses los esfuerzos de mediación han derivado en un alto el fuego en el país, otro escenario de las disputas regionales que ha implicado a países como Egipto, Rusia, Emiratos y Turquía.
La situación en Yemen, que ya era el país más pobre de la región antes del estallido de la guerra en el 2014, es aún más alarmante por la crisis humanitaria en la que se encuentra sumido y a los continuados combates entre los huthis, apoyados por Irán, y la coalición liderada por Arabia Saudí que respalda a Hadi.
En Bahréin, la dinastía Al Jalifa ha retenido el poder entre las denuncias de ONG por la campaña de detención de activistas y líderes opositores, que ha incluido la disolución de la principal formación opositora y la condena a cientos de personas por cargos de terrorismo, en medio de las tensiones entre Manama y Teherán.
Nuevos movimientos populares
Sin embargo, una de las lecciones de la ‘Primavera Árabe’ fue que las movilizaciones podían provocar cambios en sus gobiernos, lo que se ha visto replicado posteriormente en Argelia y Sudán, donde Abdelaziz Buteflika y Omar Hasán al Bashir, respectivamente, cayeron en el 2019 ante la presión de las calles.
Las protestas en Argelia estallaron en 2019 ante los planes de Buteflika, quien se encontraba impedido tras sufrir un derrame cerebral en 2013, de presentarse a un quinto mandato y concluyeron con su dimisión y la celebración de presidenciales en diciembre, en las que Abdelmayid Tebune se impuso en medio de una baja participación.
La caída de Al Bashir, quien llegó al poder en 1989 a través de un golpe de Estado, tuvo lugar en una nueva asonada tras meses de manifestaciones por la crisis económica y la falta de oportunidades, reprimidas por las fuerzas de seguridad y grupos paramilitares.
La transición abierta tras el acuerdo entre la junta y la oposición ha derivado en reformas que han permitido alcanzar un acuerdo de paz con varios grupos rebeldes y la anulación de leyes discriminatorias, como la que regulaba la forma de vestir y el comportamiento público de las mujeres.
Líbano ha sido otro de los epicentros de las protestas, que provocaron la dimisión de Saad Hariri en octubre del 2019 debido a la crisis económica, social y política, facetas del histórico inmovilismo y sectarización de la política libanesa. Las explosiones del 4 de agosto en el puerto de Beirut provocaron nuevas protestas que causaron la dimisión de su sucesor, Hasán Diab, quien sigue en funciones hasta que Hariri -designado nuevamente- logre ensamblar un Ejecutivo.
Irán ha sido escenario de manifestaciones por la mala situación económica -empeorada por las sanciones de Estados Unidos-, unas protestas reprimidas con firmeza que han dejado cientos de muertos, en lo que Teherán tilda de un intento por parte de actores internacionales de derribar a la República Islámica.
Irak ha sido también escenario de protestas -especialmente a raíz de octubre del 2019-, centradas en la mala situación económica y la corrupción. Las movilizaciones, que se saldaron con cientos de muertos, provocaron la dimisión del primer ministro, Adel Abdul Mahdi, y su sucesor, Mustafá al Kazemi, se ha comprometido a investigar la muerte de manifestantes e impulsar una campaña de reformas.
Estos países son algunos ejemplos de la caída del llamado muro del miedo ante los regímenes autocráticos y del resurgimiento de las protestas populares tras varios años de silencio, provocado en parte por el descenso al caos de Siria, Yemen y Libia, algo usado por algunos gobernantes como una justificación para reprimir las manifestaciones con el argumento de mantener la estabilidad.