La sombra del roble: cuento para unos padres primerizos
A María le gustaban muchos las historias que su padre le contaba porque en casi todas salía ella. Había veces que era una guerrera a caballo, otras una aventurera en la selva, otras una científica. A María le encantaba que su padre le contara todos aquellos cuentos sobre ella en los que cada vez era una cosa distinta.
María no entendía muy bien que era lo que iba a pasar, pero no le gustaba. Era un domingo cualquiera de septiembre, aunque eso ella no lo sabía todavía. Los días y los meses eran cosa de la gente mayor. Sabía que hacía calor, que había estado yendo a la piscina, que sus padres trabajaban menos y estaban más tiempo jugando con ella, que casi todas las noches había helado de postre y que le dejaban acostarse más tarde. Pero sus padres le habían explicado que a la mañana siguiente no se quedaría en casa, ni iría a casa de los abuelos, ni de los tíos, ni se iría con ellos a ningún sitio. Al día siguiente, tenía que ir a un sitio con más niños, pero nadie se quedaría con ella allí. Y eso no lo entendía, ¿por qué no se podían quedar sus padres?, ¿por qué se tenía que quedar en un sitio con un montón de niños que no conocía? Había llorado tanto que al final se quedó dormida. Su madre le había dado muchos besos, le había dicho que habría muchos niños con los que jugar, que se lo pasaría muy bien, que le iba a gustar. Pero ella había vuelto a llorar, no le gustaba, ¡y no quería ir! Tenía miedo, pero no ese de cuando tenía que apagar la luz por la noche, o cuando salía una bruja en una película, su miedo de esa noche era distinto y la hacía llorar.
Y ese día, al caer la tarde, su padre se la había llevado a dar una paseo. Se fueron por el camino que había detrás de casa, ese de tierra que subía y bajaba todo el rato. Le solían llevar allí a dar paseos y lo que más le gustaba era jugar con su padre a ver los conejos que estaban en el camino. Ella era la primera en verlos antes de que se escondieran en sus madrigueras, a veces corría hacia ellos, pero nunca lograba cogerlos antes de que desaparecieran por la boca de la madriguera. María llevaba puesta su camiseta favorita y unos pantalones cortos un poco gastados después de un verano de mucha piscina. Iba junto a su padre cuando él la cogió de la mano:
-Ven, voy a enseñarte algo.
María, obediente, le cogió la mano. Se acercaron a un árbol solitario en medio de un llano de pasto seco.
-Mira María, ¿ves ese árbol tan grande?
-Sí papá.
-¿Ves toda la sombra que da?, ¿ves cómo alrededor crecen plantas, bajo el árbol?
El gran roble se levantaba sobre el suelo más de cinco metros y se abría en una inmensa copa que abrigaba un trozo de tierra con matas de romero y jara, y algunos arbustos de roble. Su padre se metió bajo la copa, con María de la mano, se agachó y cogió uno de los pequeños robles, que no levantaba más de un palmo del suelo, enseñándoselo.
-Mira, ¿ves este árbol tan pequeño? Con el tiempo llegará a ser tan grande como el que tenemos sobre nosotros, aunque ahora no tenga más que unas pocas hojas.
María, cuando tú naciste eras pequeña, como este arbolillo que tienes entre las manos. Necesitabas que mamá y yo te cuidáramos, que lo hiciéramos todo por ti, necesitabas que te protegieran mucho, tú eras como este arbolillo y nosotros como este roble grande sobre nuestras cabezas. Te dimos sombra, es decir, te cuidamos para que crecieras bien. Si este árbol pequeño no estuviera protegido del sol, del frío, del viento por el grande, no podría crecer. Igual que ahora este arbolillo que tienes entre las manos, cuando tú naciste eras muy pequeña, tanto que ni siquiera te acuerdas.
A María le gustaban muchos las historias que su padre le contaba porque en casi todas salía ella. Había veces que era una guerrera a caballo, otras una aventurera en la selva, otras una científica. A María le encantaba que su padre le contara todos aquellos cuentos sobre ella en los que cada vez era una cosa distinta. Este cuento también le gustaba, aunque le costaba más entenderlo.
Sacándola de debajo de la copa de aquel inmenso árbol, su padre la llevó de la mano un poco más allá, a otro árbol solitario, pero mucho más pequeño que el gran roble. El árbol era delgado, con unas pocas ramas que se estiraban hacia arriba, como queriendo atrapar las nubes, era un poco más alto que su padre.
-Mira este árbol María, es como tú ahora. Ya es grande y fuerte, aunque todavía tiene que crecer mucho para ser tan grande como el de antes. ¿Ves? Apenas puede darnos sombra a ti y a mí, aunque nos pongamos muy juntos. Pero ya es alto, y si quiere seguir creciendo y poder hacerse tan grande como el otro, necesita espacio para subir y abrir sus ramas.
-¿Crees que debajo del roble grande le quedaría espacio para seguir subiendo?
-No, papá, este árbol no tendría sitio donde estábamos antes.
-Claro, el arbolillo que te he enseñado antes, el que has cogido entre las manos, si quiere hacerse tan grande como el árbol que le da sombra, necesita que no haya ningún otro árbol encima, para poder seguir subiendo y haciéndose más grande.
- María, ahora tú eres como este árbol, ya has crecido tanto que necesitas que te dejemos un poco sola, para que puedas hacerte muy, muy grande. Ya no eres una matilla como el primer árbol. Yo quiero ver cómo creces y te haces la más grande de todos, y para eso necesitas espacio para llegar muy alto. Por eso mañana tienes que quedarte sola, pero no estés asustada, no llores, porque vas allí para crecer, para que un día llegues a ser más alta y más fuerte que yo. Por eso mañana no podemos quedarnos contigo, pero no te preocupes, vas a conocer a muchos niños, vas a hacer muchos amigos, y vas a aprender mucho. Y después de comer te recogeré, estaré esperándote para que me cuentes todo lo que te haya pasado.
Y cogiéndole de la mano, de una mano de la que ahora María no se quería soltar, volvieron por el camino de tierra el último atardecer de aquel verano. María seguía sintiendo aquel miedo extraño, pero ahora pensaba en aquel roble tan grande, y ella también quería hacerse alta y fuerte, como en la historia de su padre.