¿Podrán las mujeres turcas soportar a Erdogan?
El presidente Erdogan ha impulsado en los últimos tiempos una campaña ideológica enraizada en el islam profundo que tiene por objeto obligar a la mujer a renunciar a ser dueña de su destino y gestora de su propio cuerpo. La postura del Estado turco sobre los derechos reproductivos de la mujer (control de natalidad, aborto) es reaccionaria y atávica, y persigue controlarla y hacerla dependiente de la autoridad del Estado, de la de sus padres y de la de sus maridos.
Erdogan, presidente de Turquía, ha enloquecido. Lucha contra molinos de viento. A esta conclusión podrían llegar quienes hayan seguido su trayectoria durante la última década e ignoren las contradicciones, frustraciones y hasta la esquizofrenia que han asediado a la sociedad turca desde que Mustafá Kemal Ataturk proclamó la república en 1923 y abolió el califato otomano un año después, convirtiendo al país en oficialmente laico.
Durante los últimos once años, el hoy presidente y entonces primer ministro ha llevado a cabo obras importantes propias de un consumado estadista. Ha contribuido a convertir a Turquía en la economía número 17 del planeta, construido numerosas escuelas, hospitales e infraestructuras. Ha purgado y sometido a las fuerzas armadas, tradicionalmente golpistas, al poder civil. Ha llevado a cabo una política exterior activa y bien concebida. Notable fue su acción coordinada con Brasil para intentar convencer a EEUU y Occidente de que existían posibilidades de otro tipo para persuadir a Irán de que renunciara al poder nuclear. Firme contra las masacres de Asad en Siria, calificó de genocidio la barbarie de Israel en Gaza. Y condenó el golpe de Estado de Al Sisi en Egipto, a quien calificó de "tirano no elegido".
Y sin embargo, Erdogan se está convirtiendo en "tirano elegido". Elegido porque el pasado agosto fue democráticamente votado por el 52% de la población, pero tirano por su lamentable proceder en política interna, por su meteórica evolución contraria a los principios laicos del Estado fundado por Ataturk y por la exaltación de costumbres, prescripciones y tradiciones del islam tradicional, alejado de toda modernización.
La legitimidad política de origen lograda limpiamente en comicios libres está siendo seriamente dañada por la ilegitimidad del ejercicio del poder. Implicado él y colaboradores en un asunto de corrupción, alude a un "intento de golpe de Estado" y elimina a jueces y policías, al tiempo que procura bloquear a la prensa que le es hostil. Recurre a la exacerbación de determinadas facetas de la cultura islámica -que los modernos intérpretes rechazan- con la intención de conservar a ese 52% que le votó y que, en su gran mayoría, proviene del islam profundo.
Su partido, el de la Justicia y el Desarrollo (AKP), ha pasado de ser uno de los más interesantes partidos políticos postislámicos del mundo musulmán a poco más que una multitud de aduladores en torno al presidente y se ha convertido en vehículo de su giro autoritario y retrógrado.
Hay dos facetas sobresalientes en el nuevo Erdogan, quien a su vez proclama que está construyendo una nueva Turquía. Una, su sorprendente megalomanía. Otra, su misoginia. Insólita, absurda, extravagantemente, el presidente ha impulsado en los últimos tiempos una campaña ideológica -enraizada en el islam profundo y, como ya he dicho, con la intención de conservar el apoyo de la Turquía profunda- instrumentada vía decretos y leyes, que tiene por objeto obligar a la mujer a renunciar a ser dueña de su destino y gestora de su propio cuerpo. La postura del Estado turco sobre los derechos reproductivos de la mujer (control de natalidad, aborto) es reaccionaria y atávica, y persigue controlarla y hacerla dependiente de la autoridad del Estado, de la de sus padres y de la de sus maridos.
De ahí la sarta de manifestaciones arrogantes y despectivas, carentes de toda sensibilidad, de un cúmulo de ministros, jueces y fiscales leales al presidente. Manifestaciones que incluyen desde cuántos hijos debe tener cada mujer y en qué circunstancias, hasta el aborto y el parto mediante cesárea. Veamos algunas. Erdogan, marzo 2008: "Cada mujer debe dar a luz al menos tres hijos". Consejo Supremo de Jueces y Fiscales, septiembre 2011: "Las mujeres violadas pueden contraer matrimonio con sus violadores". Ministro de Sanidad, Recep Akdag, 30-5-2012: "Si es necesario, el Estado se hará cargo de los hijos de las mujeres violadas". Ayhan Ustun, presidente de la Comisión de Derechos Humanos de la Asamblea Nacional, 31-5-2012: "El aborto es un delito peor que la violación. Las mujeres violadas deben parir a sus hijos". El propio Erdogan ha llegado a decir que "los abortos son parte de planes secretos para detener el crecimiento económico". Y hace apenas diez días proclamó en Estambul: "Es imposible situar a hombres y mujeres en los mismos puestos. No es natural porque su naturaleza es diferente. Nuestra religión fija el papel de la mujer: la maternidad. Es imposible explicar esto a las feministas porque no aceptan el concepto maternidad". Es fácilmente entendible la reacción de los miles de mujeres que no forman parte del ejército femenino sumiso a padres y maridos de la Turquía profunda que no entregó su papeleta a Erdogan.
Unas líneas sobre el carácter megalómano del presidente (que, unido a su misoginia, constituye un cóctel de difícil digestión en una sociedad democrática): ha inaugurado un palacio mayor que la Casa Blanca, Buckingham o el Kremlin. Mil habitaciones. Coste: 615 millones de dólares. Ha construido en una área forestal declarada protegida en 1932, es ilegal. No importa. He aquí la justificación del presidente: "Turquía ya no es la vieja Turquía. La nueva Turquía necesita manifestarse de determinadas maneras. Necesitamos enviar el mensaje de que Ankara es una capital selyúcida. Hemos prestado atención a temas otomanos en el interior y añadido elementos que reflejan el mundo moderno. Hemos construido un edificio inteligente. Todo ello son requisitos exigidos para ser un gran Estado".
El presidente turco (¿habrá a estas alturas que hablar del sultán otomano?) parece tener especial predisposición a destruir espacios bellos, protegidos o no. Él mismo impulsó en 2013 la destrucción de un hermoso parque en Estambul, el Gezi, para erigir en su lugar un centro comercial de estilo otomano. La protesta ciudadana fue espectacular. Miles de personas se enfrentaron a la policía. La brutalidad de esta (11 muertos, 8000 heridos, muchos graves, 5000 detenidos) llevó a que de ambiental la masiva protesta deviniera política (falta de derechos, ausencia de genuina libertad de prensa, expresión y reunión y contra el acoso del Gobierno al carácter laico del Estado).
Un dato relevante. De los cinco mil detenidos, el 50% eran mujeres. Mujeres que resistieron la violencia policial, hastiadas de soportar un entorno legal y consuetudinario que las somete a una dictadura patriarcal y conyugal y a un poder estatal masculino y machista. Muchas de ellas, en tiempos de menor cólera, probablemente habrán cambiado impresiones con Cemal Ozay, de 68 años, y durante veinte jardinero jefe del bello Parque Gezi, recinto condenado por un presidente autócrata a convertirse en un repelente centro comercial estilo otomano. Como dice Cemal, jardinero jefe que ha mimado a sus plantas durante dos décadas, "¿de dónde diablos le vendrá al Gobierno este amor por el cemento?".