El escándalo de los papeles de Panamá: crónica de un crimen
En conclusión, incumbe a la sociedad la obligación de dotarse de las herramientas necesarias y suficientes para hacer frente a uno de sus mayores retos: el fraude fiscal. Quiero pensar, quizá con razón, que recurrir al derecho penal debe ser el revulsivo de los estados democráticos y de derecho cuando el de las élites económicas consiste en agrandar aún más la brecha de la desigualdad. Es una cuestión de decencia.
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Si bien no me atrevería a sentenciar, bajo ningún concepto, que el escándalo de los papeles de Panamá es la crónica de un «crimen organizado», no tendría ningún reparo en señalar que se trata, a todas luces, del resultado de un innegable flirteo entre las élites económicas y políticas; todo ello ante los ojos de una ciudadanía incomprensiblemente pasiva. Es más, hasta podría reseñar la existencia de cierto beneplácito por parte de los poderes públicos, que no abordan esta compleja problemática con toda la seriedad que requiere. En este sentido, la implicación de casi dos mil españoles en este escándalo debe llevarnos, como mínimo, a reflexionar sobre las siguientes consideraciones.
Recordemos, en primer lugar, que la Constitución española prevé que todos los ciudadanos contribuyan al sostenimiento de los gastos públicos en condiciones de igualdad, de acuerdo con su capacidad económica. Ello impone a los poderes públicos el deber de promover las condiciones requeridas para que la igualdad de los ciudadanos sea real y efectiva. Es más, en las primeras afirmaciones de la Carta Magna se destaca la necesidad de garantizar la convivencia democrática conforme a un orden económico y social justo. Es por ello por lo que los papeles de Panamá importan, y mucho, porque evidencian la injusta quiebra, por parte de algunos, de una igualdad imprescindible en la contribución al sostenimiento de los gastos públicos, con una carga consecuentemente mayor sobre quienes menos recursos económicos tienen. Y lo que es peor: perjudica a los servicios públicos garantes de bienes jurídicos tan importantes como la educación y la sanidad pública, que hace aún más deficientes en una situación de crisis económica grave con recurrentes recortes millonarios. Es obvio que si los impuestos sirven para garantizar los gastos públicos, eludir su pago implica, en términos prácticos, el desmantelamiento de los servicios públicos. Además de hacer pagar a los más pobres una parte sustancial de lo que corresponde a los más ricos: el sumun del sinsentido.
Si eludir las responsabilidades tributarias tiene un impacto tan nefasto tanto en la igualdad entre los ciudadanos como en los propios servicios públicos necesarios en un estado de bienestar, el estricto cumplimiento de las normas deviene una imperiosa urgencia. Frente a una situación similar, un Estado de derecho debe recurrir a su mejor aliado, que son las normas que garantizan el cumplimiento de otras. El Código Penal español, en su exposición de motivos, reconoce que puede contribuir a la igualdad real y efectiva entre los ciudadanos. Y eso es justo lo que se ha de exigir: que el Código Penal, en la medida de lo posible, ayude a avanzar en este camino. Por ello, los delitos económicos deberían ser castigados con penas de cárcel no sustitutivas por multas económicas, a fin de disuadir a cualquier persona de sustraerse de sus obligaciones tributarias.
En conclusión, incumbe a la sociedad la obligación de dotarse de las herramientas necesarias y suficientes para hacer frente a uno de sus mayores retos: el fraude fiscal. Quiero pensar, quizá con razón, que recurrir al derecho penal debe ser el revulsivo de los estados democráticos y de derecho cuando el de las élites económicas consiste en agrandar aún más la brecha de la desigualdad. Es una cuestión de decencia.