Por qué nos gusta tanto 'La guerra de las galaxias'
George Lucas rediseñó en 1977 el arquetipo durée de la aventura. La trilogía fundacional de la saga galáctica jamás perderá su eficacia ni su capacidad de hacernos soñar. Por eso amamos su universo de acuñación poética, de cruceros interestelares que viajan más deprisa que la luz y de romances inciertos
Porque es un romance tan bien bordado, una novela en fotogramas que bien hubiese podido cantarse en verso y después en prosa, por eso la amamos. La saga de Lucas es la prehistoria legendaria y del futuro que a muchos nos queda. Nuestros recuerdos han sido culturizados, colonizados por escenarios, personajes y situaciones que pertenecen a otra galaxia muy, muy, muy lejana. Los suyos son seres tan irreductibles como imposibles a los que queremos parecernos -si es que no lo somos ya-. No nos importaría pilotar un caza imperial o el Halcón Milenario junto a un felpudo con patas, ni haber sido condenados a muerte en doce sistemas solares. La inmensidad de su universo dentro del universo nos hace comprender, irónicamente, que estamos a dos pasos de la ciencia ficción y que esta se encuentra, a su vez, en el arte y en la vida. Y, de paso, el niño prodigio fue capaz de reescribir el folletín de Dumas, Verne y Stevenson.
Pero no nos gusta la última trilogía, somos cautivos puristas de la selva estelar de los tres primeros largometrajes, a la vez que de su campo gravitacional y metafórico, cuando la animación por ordenador todavía no había hecho estragos en la realidad del celuloide. La Estrella de la Muerte, ese satélite tangible, nos provocaba una desazón porque sabíamos que en cualquier momento un destacamento de tropas de asalto nos podía apresar o podíamos caer en una trituradora de residuos radioactivos, con una criatura sideral y submarina rozándonos nuestras piernas. Y era tan de verdad que mirábamos por debajo de los asientos del cine: uy, era el roce del abrigo de nuestros primos. Entonces nos enamoramos del maudit galáctico, del trasterrado planetario, del reino de las figuras y la propulsión, de la guerra de guerrillas con el fusil láser calado, rodeados de ositos de peluche que tan pronto nos iban a sacrificar como a reconocer como a sus dioses.
La guerra de las galaxias está llena de grandes hombres, de espías, de emperadores abisales que a ritmo de una sinfonía del maestro John Williams -ay, ese temazo de amor que nos habitará para siempre-, tratan de robarse unos a otros el secreto de unos planos o de la fuerza que une y da sentido al mundo. Porque fuimos criogenizados en relieve y colgados como un Tàpies en el salón de la cueva de un repugnante mercenario que devoraba renacuajos hasta que una chica enmascarada vino a descongelarnos con las microondas de sus besos en una calle del Madrid de los Austrias. Ocurrió aquella noche que jamás olvidaremos... tan lejos y tan cerca.
Porque aventurero es aquel que está fuera de la ley quisimos ser ese Han Solo sexy y after shave que está presto a sacar el arma antigua -pero tan del futuro- y, con mueca burlona, a dispararle en una cantina de mala muerte a un marciano contrabandista de ademanes torvos y ojos saltones. Fuimos un cazador de recompensas que descifraba el sentido de las razas y las especies y dibujaba el fantasma albo de una princesa de largas pestañas porque "No hay recompensa que compense esto, Alteza". Hicimos el recorrido Kessel en menos de doce parasegundos superando a los cruceros imperiales.
- Te gusto porque soy un sinvergüenza. ¿No quieres un sinvergüenza en tu vida?
- Me gustan los hombres decentes.
También fuimos el adolescente rubio e ingenuo con kimono y nos enfrentamos en un duelo terrible y freudiano a nuestro oscuro y bronco padre... y, finalmente, lo "matamos" para poder seguir creciendo y para descubrir cuánto nos amaba. Aprendimos también a resistirnos a través de nuestra fuerza mental a la autoridad.
Y tuvimos a nuestros mejores amigos en los androides parlanchines de protocolo y los de servicio doméstico o de auxilio en la batalla: oteaban el horizonte de nuestra habitación desde una balda cercana, vigilando la llegada inminente de Darth Vader, que anunciaba con metálico aliento, acaso el personaje más fascinante de la historia del cine espacial y del otro. Fuimos a la vez maestro y discípulo porque tuvimos la suerte de conocer esa progresía ilustrada de los caballeros Jedi, encabezada por Obi Wan Kenobi con el rostro de Alec Guinness, con el alma templada como una espada láser: los Amadises de las estrellas. Luchamos al lado de un general republicano que tenía una enorme testa de besugo, escapado de una novela de Lewis Carroll, pero que empatizaba más con nosotros que muchos humanos.
Recordemos con Proust que solo la metáfora hace perdurable un estilo. George Lucas rediseñó en 1977 el arquetipo durée de la aventura. La trilogía fundacional de la saga galáctica jamás perderá su eficacia ni su capacidad de hacernos soñar. Por eso amamos su universo de acuñación poética, de cruceros interestelares que viajan más deprisa que la luz y de romances inciertos: bienaventurados los que creen que sí es posible romper, tanto en el tiempo como en el espacio, con esta cotidianidad de urna prenavideña y de debate soporífero y se suban de un salto a la nave tras guiñarle un ojo a su R2-D2. George Lucas reconcilió categorías y resolvió el misterio del universo, haciendo del heroísmo modesto símbolo y mito: la última frontera, la de la imaginación, solo es apta para valientes. Nos vemos en el muelle de embarque 94.