Pasión por McLuhan
Pocos conocen que la clave del pensamiento de Marshall McLuhan descansa en la obra de un desconocido filósofo de Cambridge, I. A. Richards: obsesionado con cómo nuestro sistema nervioso asimila la información suministrada por un autor, se dedicó a elaborar una gramática descriptiva de la respuesta literaria.
Quizá hablase como un clásico sin saberlo en medio de la populosa y desafiante sociedad estadounidense, que iba en la década de los años 70 camino de la era digital y la sobreestimulación marketiniana, y necesitaba esa refriega teórica que le proporcionó McLuhan. Él era la conferencia y el show televisual, el amigo de Woody Allen, Norman Mailer o Gore Vidal, que alcanzó una depuración de gracia y el escepticismo sonriente del canadiense que, lejos del esnobismo, siente la aristocracia. "Hay que empujar cualquier idea hacia un extremo, hay que sondearla", solía decir.
Pocos conocen que la clave del pensamiento de Marshall McLuhan descansa en la obra de un desconocido filósofo de Cambridge, I. A. Richards: obsesionado con cómo nuestro sistema nervioso produce y asimila la información suministrada por un autor literario, el maestro se dedicó a lo largo de su vida a la elaboración de una gramática descriptiva de la respuesta literaria. A partir de esa propuesta, McLuhan desarrolló una derivada muy sugerente: llevar esa aplicación a sus máximas consecuencias, a una vida espiritual saludable que él mismo, estrella de silente autobiografismo, encarnó con reserva, discreción y su mohín de secreto bajo el bigote cuidado.
En McLuhan encontramos distinciones románticas como la de lo caliente frente a lo frío, el ojo frente al oído, la cabeza frente al corazón, y fórmulas verdaderamente mágicas que siguen explicando todavía cómo funciona el sistema de medios: el medio es el mensaje. Parte de una idea casi surreal, la de la misteriosa influencia que ejerce en la mente humana el medio físico.
Pensar que, al igual que Umberto Eco o Roland Barthes, la pasión por la literatura universal le llevó a relacionar la metáfora con el periodismo y la comunicación, nos resulta digno y encantador, un esfuerzo por integrar la poesía y el reporterismo en un sistema, unidos por una red inagotable de analogías. Porque a McLuhan, al que seguimos enseñando en Periodismo, lo que en realidad le preocupaba era la función de la poesía: "Un poema, en sí mismo, funciona de una manera dramática, no estratégica o persuasiva. Es para la contemplación", escribió en 1944 en Sewanee Review.
Ya en 1936, en Dalhousie Review, pronosticó que "la complejidad externa ha producido una insensata simplificación de pensamiento, que devora la variedad personal y la expresión social espontánea". Lector de Pound, Yeats, T.S. Eliot y Joyce, McLuhan nos hace caer una y otra vez en la trampa cálida de los grandes, y nos enredamos.
De Tennyson escribe, por ejemplo, que su aportación principal fue la del paysage interieur o paisaje psicológico, la correlación objetiva de un estado de ánimo en el que la yuxtaposición de diversas cosas y experiencias adquiere un significado musical preciso que no se podría obtener a través de un discurso sistemático. "La sintaxis se convierte así en música", escribió en Essays in Criticism (1951).
Admirador de Edgar Allan Poe, escribió sobre él en Sewanee Review (1944): "No puede ser comprendido fuera de la gran tradición byroniana (que se retrotrae por lo menos hasta Cervantes) de rebelde lucha aristocrática en favor de los valores humanos en un caos infrahumano de apetitos indiscriminados".
Es precisamente del ámbito literario del que toma McLuhan su preferencia por las redes de analogías y, a la vez, adquiere su desprecio por los nexos lógicos. De Thomas Nashe, por ejemplo, sobre quien trata su tesis doctoral, decía que su "prosa polifónica ofende la armonía lineal". Y de Joyce destaca su perspectiva, más bien cubista que lineal, su mundo de presente "intemporal".
Gracias al juego de palabras, la paradoja y el mito, McLuhan reactiva las enriquecedoras conexiones de la literatura para aplicarlas al mundo más amplio de la comunicación, sus deslices y extravagancias, el drama sumergido del lenguaje humano. Para McLuhan, el sentido moral del antiguo Humanismo sólo podía florecer en el interior de las redes analógicas del presente intemporal.
Decidido a prestigiar lo antiguo conciliándolo con lo moderno, McLuhan puso en pie el pasado relacionándolo con el presente. Con un "presenten armas" ante el avance de la técnica y la aparición de los medios de comunicación de masas, fue McLuhan el primero en llamar la atención sobre las características formales y estructurales de los anuncios y la publicidad, relacionándolos estrechamente con lo mejor y más renovador de la poesía y de la pintura de vanguardia.
Así, en un anuncio de medias Berkshire de Time en el que aparecía un garañón encabritado junto a una recatada dama, postuló la yuxtaposición de objetos por contraste: la clase, el refinamiento y la distancia de la muchacha se oponían de forma dramática y aterradora a la sugerencia de la animalidad rabiosa e, incluso, la inminente violación. Este anuncio, para McLuhan, empleaba la misma técnica que Picasso en El Espejo: el contraste.
Lo suyo fue corazonal. McLuhan, que respiraba el viento de lo mediático, jamás perdió su pasión por los mitos y los cuentos de hadas; para él, la riqueza que aporta la literatura con su capacidad de crear referencias alusivas entrecruzadas es insustituible.
Y encuentra una analogía con los mass media en la urgencia de la imagen: "Los simbolistas franceses, seguidos en esto por James Joyce en su Ulises, vieron que en la técnica expositiva de los periódicos modernos venía contenido un nuevo tipo de arte de alcance universal. (...) Para el ojo avezado, la portada de un periódico es un caos superficial que puede guiar la mente hasta armonías cósmicas de un grado muy elevado", escribe en The Mechanical Bride.
El mcluhanismo es antes una doctrina que una teoría, un mito antes que un sistema, una crítica liberal y radical antes que un dogma. Su idea central gira en torno a la progresiva aceleración de la vida humana y a la idea de que esta aceleración se encuentra estrechamente ligada a los medios técnicos y se debe a la ley que imponen los medios tecnológicos a la sociedad.
Pero que su añoranza no nos equivoque: McLuhan es un integrado en la guerra digital, no un apocalíptico, y considera que el medio "tecnológico" con más velocidad es la luz, de una velocidad tan intensa que es instantánea, capaz de romper las barreras espacio-temporales. Enamorado de la televisión, McLuhan aseguró que ésta por fin rompió -como la luz- la estructura espacio-temporal y ofreció al espectador una imagen de las cosas unidas a su correspondiente sonido, proporcionando al espectador la coartada perfecta para que alivie su mala conciencia de consumidor de bazofia marketiniana.
La cultura "eléctrica" (inclusiva, mosaical e intuitiva) conduce para McLuhan a una antropología tecnologizada en la que los medios son prolongaciones de los órganos de los sentidos e incluso "los órganos sexuales de los hombres". El hombre conectado con su entorno con las terminaciones nerviosas que le proporciona la alta tecnología no es una idea de Isaac Asimov o de Arthur C. Clarke: es de Marshall McLuhan. El gentleman de Alberta paseado por Cambridge no se equivocó al anticipar que, a través de la innovación técnica, el hombre extendería el alcance de la mente y del cuerpo.
El homo tipographicus salta de la galaxia Gutenberg al ciberespacio, y McLuhan sabe que resistirse es ir contra lo inevitable: el saber moderno será compartido en la aldea global... o no será. Sagaz y habilidoso esgrimidor en mosaico, McLuhan practica una verdad expresada en argumentos encadenados y que se puede considerar tan imaginativa como estimulante: de Hamlet y don Quijote, al hombre-masa. Su confianza en la palabra hablada, capaz de reproducir el estado mental al que se supone le corresponde, es plena: su poder es irresistible y es un medio más caliente que el visual. Para él, las palabras son deidades momentáneas.
McLuhan creía en el socialismo agrario propio del noroeste de los Estados Unidos, que a lo largo del siglo XIX se fue endeudando con los banqueros de Nueva York al comprar nuevos equipos tecnológicos. A pesar de los programas de protesta rural que los granjeros emprendieron contra los banqueros del este, sólo en el oeste canadiense la política radical agraria obtuvo un estatus legislativo serio.
Esta añoranza por el antiguo orden natural frente al avance de la tecnología subyace en toda su obra, en especial en Comprender los medios de comunicación (Understanding Media, 1964). Para McLuhan, la tecnología crea ambientes a los que nos subordinamos sin darnos cuenta del precio que pagamos al hacerlo: el dinero es la carta de crédito del hombre pobre, idea recurrente fruto de sus vivencias infantiles.
En el envés descubrimos que McLuhan, amante de los dualismos, se entregó hasta mediados de los años 50 a una forma dramática de nostalgia que echaba de menos los elementos profundos de la cultura. El comercio sofisticado, la literatura de pacotilla y la publicidad eran, para su pasmo filológico, esos elementos del buen gusto universal. Y se adaptó: en lugar de la indignación, McLuhan recomendó una divertida vigilancia, que en el fondo es la que ejercemos los periodistas sobre nuestro entorno. En 1951, con la publicación de The Mechanical Bride, comienza a interesarse por la publicidad y los folletos comerciales, "sueños sintéticos que encontraban un público sonámbulo que los asumía de manera acrítica".
Adoraba la radio y, para él, el mundo del oído es caliente e hiperestético -cualquier mensaje codificado en términos de sonido lleva una bonificación intrínseca de experiencias colaterales-. La palabra hablada refleja mejor las experiencias sensoriales que cualquier otro tipo de comunicación humana y sucede en unas circunstancias que ponen en juego a los demás sentidos.
McLuhan se anticipó a la pantalla táctil en Understanding Media: "La imagen de la televisión no es una instantánea estática. Bajo ningún concepto es una fotografía, sino un contorno de cosas en constante formación trazado por el dedo explorador". La televisión presenta a los habitantes de una nación a los de otra, estableciendo así cierto grado de experiencia común: la red electrónica ha retribalizado al hombre moderno, ha sobrepasado la influencia de la imprenta y ha situado de nuevo a la raza humana en el lugar que le corresponde en la aldea global.
Decía que la electrónica moderna había exteriorizado el sistema nervioso del hombre tras diseccionar las diferentes dinastías de este leviatán sintético, tendiendo el puente que une la letra y el verso con la imagen múltiple de nuestro tiempo. Marshall McLuhan, detective de la comunicación mediática, jugó con las palabras y al irrumpir en escena el turbión de la actualidad pasó de ser el loco de la literatura al profeta de la comunicación... y perejil de todas las salsas del prime time en blanco y negro y la Telefunken "palcolor".
Algunos de los periodistas-filólogos que aún lo releemos "convivimos" con él apenas cinco años en el planeta. Pero, aunque no llegásemos a coincidir más que existencialmente, cuando aún pasábamos las páginas del Don Mikiy él publicaba City As Classroom -qué gran verdad de flâneur-, nos alegra y conforta pensar que McLuhan todavía es el gigante remoto al que releemos con idéntica pasión estudiantil. Seguimos en la misma galaxia, maestro.