La argucia de Cervantes
La argucia de Cervantes no es otra que la de la locura de un empeño: el de escribir la obra total. Y una manera de fugarse y abstenerse ante el duro golpe que el Concilio de Trento asestó a la literatura de la imaginación al condenar en bloque a los libros "lascivos", en una condena indiscriminada del tema amoroso.
Vio venir antes que nadie la nueva era poética que Góngora y sus huestes andaluzas traían consigo. Leyó El Guzmán de Alfarache de su amigo Mateo Alemán, y cuando la escritura comenzaba a abrirse al público, Cervantes se hizo escritor mayoritario. La argucia de Cervantes no es otra que la de la locura de un empeño: el de escribir la obra total. Y una manera de fugarse y abstenerse ante el duro golpe que el Concilio de Trento asestó a la literatura de la imaginación al condenar en bloque a los libros "lascivos", en una condena indiscriminada del tema amoroso. Cervantes tuvo que convivir por azar generacional con la Contrarreforma, pero sin dejarse coaccionar, en medio de una época recia y complicada.
Afortunadamente, lo conocido sobre Cervantes es mucho si lo comparamos con Shakespeare: si nosotros no nos cuidamos demasiado de nuestros clásicos -hasta el punto de perder sus huesos-, los ingleses directamente no saben dónde tienen la cabeza... del bardo de Avon, que dicen ahora que la robaron de su tumba en la Holy Trinity Church de Stratford en 1794. Si el autor de Hamlet vivió del fruto de su pluma, Cervantes no lo hizo de la literatura, sino de sus negocios... y hasta en cercanía de asentistas y banqueros portugueses -en su mayoría conversos-.
La recepción de la obra cervantina comienza curiosamente con Ludwig Tieck y sus traducciones alemanas, a través de Friedrich von Schlegel, de Cervantes y Shakespeare. Y en España, cosa que no se ha dicho mucho -o si se ha dicho, ha sido de rondón-, empezó con El Quijote anotado por Diego Clemencín (entre 1833 y 1839). Además, los deudores de Cervantes en el siglo XIX se vieron en la tesitura de hacer cervantismo o anticervantismo -como les enfants terribles de París, que se emborracharon de modernismo-: así, entre los militantes del genio de Alcalá de Henares tenemos a Balzac, Stendhal, Dickens, Turguénev, Flaubert y Dostoyevski.
Cervantes fue una consecuencia del Renacimiento hispánico, una adaptación distinta a lo que ocurría en Italia y en el resto de Europa. En él se dan cita el platonismo de León Hebreo, la religiosidad libérrima de Erasmo y la poesía de Garcilaso de la Vega -que lo arraigaba en el humanismo clásico de Nebrija-. Cervantes fue hábil porque no tomó partido en las batallas entre conceptistas y culteranos, algo que para un viejo garcilasiano como él era una cuestión... resuelta a favor de la integración. Él se aparta porque sabe descender a la esencia y claridad de las cosas, abriendo a la vez camino a la novela entre el (siempre) difícil público español. Cervantes es el joven y anciano filósofo que promisea con el mundanismo y las letras todas. Por El Quijote se entran la vida y los cuadrilleros de la Santa Hermandad y Cervantes es el poeta que se hace a un lado, elegantemente, ante la torrentera de Góngora y Quevedo buscándose un gran número de provocación marketiniana.
Miguel de Cervantes, el superviviente de otra era después de la bisagra del año 1600, tiene ese aire epocal ya en su tiempo, de hombre ejemplar y solitario, santo laico y mito viviente: él era Cervantes, el que sabía que para filosofar hay que vivir; y vaya si lo hizo, a lo largo de varias vidas y al mismo tiempo. A ojos de sus contemporáneos, Cervantes pudiera parecer viejo, pasado, y precisamente ese encanto es el que tiene. Pero su aire de época no proviene del estancamiento, sino de su capacidad de situarse más allá de los Lopes y los Argensola. En lugar de subirse al carro del heno de los cambios y las novedades que vio desfilar ante sí, él prefirió ahondar en solitario en sus propios abismos... y se retiró a tiempo, como casi todo intelectual.
El Quijote es una novela llena de forzosidad, hecha a espada y a sueño, con el aplazamiento elegante de los caballeros andantes, de contenida violencia, como es el caso de un gran apasionado como Alonso Quijano. El bello experimento de La Galatea (1585) es un disfrute conceptual, un quiebro ante los grandes indiferentes del Manierismo, la última gran novela pastoril y junto a las Novelas ejemplares y el teatro, el gran abrasivo para la historia universal, pregnado de corral de comedias, lanzas herrumbrosas y armaduras oxidadas. Y vuelve a la vida al caballero enamorado, toda una provocación.
La gola y el rostro que bien pudiese haber pintado El Greco le hacen a Cervantes, mejor que guapo, interesante: él, acendrado en su literatura pura, nos afinó a todos el pelo de la dehesa literaria, desde Henry Fielding a Luis Landero. Fue Cervantes más listo que el hambre: nos demostró que la literatura no es una cuestión de actitudes, sino de individuos. Por los siglos de los siglos.