¿Cuál será la herencia de Ayotzinapa?
A dos años de la desparición de los estudiantes, Ayotzinapa es portador de venganza y descontento; de frustraciones y hartazgo. No existe un autodistanciamiento y, por lo mismo, el análisis que se hace es acalorado y cortoplacista. Más que una herencia, se busca un resultado inmediato: para muchos, la renuncia de Enrique Peña Nieto.
Foto: YURI CORTEZ/AFP/GETTY IMAGES
La historia de México está repleta de pasiones que no expiran; son debates que trascienden al paso del tiempo y parecen estar engranados en nuestro ADN social: el Porfiriato, la expropiación petrolera, Tlatelolco, la caída del sistema del 88... nuestra historia es una de héroes y villanos.
Se trata de episodios que la nostalgia y la distancia han maquillado en nuestras memorias; son capítulos de la historia que se han escrito e interpretado de mil maneras pero que, de una forma u otra, rasgaron el tejido social tan profundamente que siglos o décadas después no ha terminado de cicatrizar.
Cada uno de estos momentos, sin embargo, representa en la historia de México (o al menos, en la historia oficial), el inicio de una transformación. Son cenizas de las que surgió algo nuevo; algo positivo que, en su momento, no se podía ver, pero que años más tarde fue evidente: del Porfiriato emanó el sufragio efectivo; de la expropiación petrolera, el desarrollo económico sostenido; de Tlatelolco, la exigencia de que el Gobierno rinda cuentas ante sus ciudadanos; y de la caída del sistema, la consolidación de la democracia y, como se produjo años más tarde, la alternancia del Ejecutivo federal.
Sin duda, la noche del 26 de septiembre de 2014 se ha sumado a esa larga lista. Desde entonces, hay una nueva palabra que quedó tatuada en el inconsciente colectivo: Ayotzinapa. Se trata de un sustantivo que contiene tantos significados como pasiones. Lo que quizás aún es demasiado pronto para entender, sin embargo, es qué queremos que permanezca de ese trágico episodio. ¿Cuál va a ser la herencia de Ayotzinapa?
Y es que el tema, a apenas dos años de ocurrido, sigue tratándose en al marco de la coyuntura. No existe un autodistanciamiento y, por lo mismo, el análisis que se hace es acalorado y cortoplacista. Más que una herencia, se busca un resultado inmediato: para muchos, la renuncia de Enrique Peña Nieto.
A dos años, Ayotzinapa es portador de venganza y descontento; de frustraciones y hartazgo. Es depositario de un deseo colectivo de desentenderse de la responsabilidad ciudadana y culpar a un individuo o a una institución de todo lo que le ha ocurrido a este país.
No digo que ello sea injustificado ni erróneo, pero sí creo que es un tanto miope. Porque mientras el resultado de nuestras crisis nacionales sea siempre un deseo de purgar las penas sociales linchando a personajes públicos, los cambios estructurales se seguirán posponiendo. No queremos hacer la tarea, sólo nos interesa lavar las heridas... y esperar a que suceda la próxima tragedia.
Si queremos que Ayotzinapa deje una verdadera herencia; es decir, que se convierta en un punto de inflexión positivo, es momento de avanzar; de ver este caso, no a la luz de lo que sucedió, sino de lo que queremos que suceda. Insisto, no me refiero a abandonar las investigaciones, ni mucho menos a las víctimas, sino de trasladar la conversación nacional a un nivel más estructural.
Propongo que ese análisis se lleve a cabo en cuatro áreas:
- Primero, en cómo blindar a las instituciones del Estado de intereses externos y de amenazas que hoy son evidentes. La frase "fue el Estado" nos debe guiar más bien a ¿cómo hacemos para que el Estado no sea? Porque de nada servirán las exigencias de renuncia o las recomendaciones de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) si antes no resolvemos ese dilema. Sin un Estado autónomo, no hay un Estado de derecho.
- Segundo, terminar con la impunidad. México lleva ocho años en un proceso de transición hacia un nuevo sistema de justicia penal; pero a la par, debemos acompañar estos esfuerzos con una recuperación de la legalidad como valor público. Los cambios estructurales requieren ser acompañados de cambios culturales, y ello no está ocurriendo.
- Tercero, es imperante una nueva reforma de Derechos Humanos; la de 2011 fue clave para ponerlos en el centro de la agenda, pero no existen hoy las instituciones que garanticen su protección efectiva. La perspectiva sigue siendo reactiva y pone al Estado en el centro, algo que ya no puede seguir ocurriendo en el 2016; es menester hablar de corresponsabilidad y proactividad de todos los actores que directa o indirectamente están involucrados en su respeto: el sector privado y las organizaciones de la sociedad civil, por mencionar algunos.
- Y cuarto. Debemos repensar la rendición de cuentas de las instituciones y los actores locales. No debato aquí si el ejército tuvo o no una participación u omisión en Ayotzinapa; ni analizaré si el Gobierno federal debió haber actuado antes y no lo hizo; lo que sí es cierto es que no podemos, como sociedad, seguir atribuyendo la responsabilidad pública solo (énfasis en "solo") al presidente de la República.
Si estos cuatro puntos se atienden, Ayotzinapa habrá dejado una herencia. De lo contrario, seguirá siendo lo que hoy es: una herida que no cicatriza.
Este artículo fue publicado originalmente en la edición mexicana de 'El Huffington Post'