"Bella, recatada y doméstica"

"Bella, recatada y doméstica"

El problema para cierta moral es, lisa y llanamente, la mujer en el poder, como si fuese un lugar ilegítimo. No se explica de otra manera que las críticas, sean ideológicas o a la gestión, suelan ir acompañadas de una alusión de género. Como si la vía regia de una mujer para acceder a lo fálico -el bastón de mando- fuera ser lo suficientemente atractiva para que le ensarten la tripa masculina.

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Foto: EFE

Así definió la revista brasileña Veja a la nueva primera dama de su país. "Bella, recatada y doméstica". Adjetivos invocados como una especie de lema, de triunvirato de la virtud. Y por si no bastara con eso para dictaminar el ideal femenino, de manera majadera se ha puesto a circular una foto en que Marcela Temer, la ex Miss Sao Paulo y esposa del presidente interino, aparece triunfante junto a su marido, y en el extremo de la escena una saliente Dilma, literalmente en retirada. Una imagen que pone las cosas en orden: sale de la cancha la mujer apócrifa, la que quiso llevar por su cuenta el bastón del poder, la de pelo corto y formas toscas; entra al juego una mujer como Dios manda, con culito trabajado de miss, un tatuaje sadomaso en la nuca con el nombre de su macho -para que cuando él la tenga ahí en cuatro apoyos olvide que está bajo los efectos del viagra y sienta la erección mental que todo tío poderoso requiere para excitarse-, mientras que en su rol público se la describe como más bien discreta: "Aparece poco, le gustan los vestidos a la altura de la rodilla y sueña con tener otro hijo con el vicepresidente".

No se trata de un revival cincuentero de los cariocas. La misma comparación se hizo también en Argentina entre la Sra. K y la esbelta y sonriente Sra. Macri. O en la polémica caricatura que ilustró a Michelle Obama robusta y con un insinuante bulto entre las piernas, y a una curvilínea Melania Trump acompañada del lema: "Las primeras damas volverán a ser como antes". O bien una de la últimas columnas del chileno Sergio Melnick en el diario La Tercera, donde hace un recorrido comparativo entre Dilma y Bachelet, escudriñando los rasgos en común que habrían provocado la debacle política. Y la primera similitud que encuentra, tras un esfuerzo intelectual que debió dejarlo extenuado, es que ambas son mujeres, y no de cualquier tipo, sino con un pasado político activo y, además, ¡combativo!

El problema para cierta moral es, lisa y llanamente, la mujer en el poder, como si fuese un lugar ilegítimo. No se explica de otra manera que las críticas, sean ideológicas o a la gestión, suelan ir acompañadas de una alusión de género. Como si la vía regia de una mujer para acceder a lo fálico -el bastón de mando- fuera ser lo suficientemente atractiva para que le ensarten la tripa masculina.

Tal moral sigue existiendo en cada curva de la ciudad. Quizás lo nuevo es el revival de este discurso en lo público de manera impúdica. Y no sólo por boca de los hombres, sino también de nuestras congéneres, volviendo inevitable la pregunta de por qué, frente a nuestras nobles intenciones de justicia de género, aparecen estas traiciones; sentimos lo mismo que debe sentir una izquierda progresista cuando su pueblo amenaza con votar por Donald Trump.

Marcela Temer cumple la fantasía pornográfica de la idealización masculina: puta en la cama, dama en el salón y sirvienta en la cocina. ¿No es eso lo que quiere decir "bella, recatada y doméstica"?

El artículo de la revista brasilera sobre la chica Temer fue duramente cuestionado por grupos feministas, aclarando, eso sí, que su crítica no apunta a Marcela sino a la línea editorial de la publicación. Quizás sea por defecto profesional de psicoanalista, pero sospecho que tal aclaración es similar al desplazamiento que hacen los pacientes en el diván: "mi problema no es A, es B", para que luego a la vuelta de la esquina descubran que el asunto siempre se trató de A. Y en este caso, soy capaz de afirmar que el problema sí es ella, la mujer que lleva el nombre del marido marcado con sangre en la nuca y su apellido impostado para circular en lo social. Básicamente porque cumple la fantasía pornográfica de la idealización masculina: puta en la cama, dama en el salón y sirvienta en la cocina. ¿No es eso lo que quiere decir "bella, recatada y doméstica"?

A mi juicio, la falta de la mujer Temer es su adecuación a un imperativo que no le es propio. Trabajar el culo, que no es ningún pecado, para luego recalcar -porque por algo nos enteramos, le interesa que nos quede bien claro- que es mojigata. Supongo que debe ajustar cuentas con el hecho de ser una modelo 43 años menor que el señor con el que se casó, para que nadie piense lo que todos sabemos de tal transacción: poder por carne. Sabemos que él no la elige por ser la señorita de San Nicolás, esa que sabe coser y bordar. Transacción que suena políticamente incorrecta, pero que existe, sobre todo porque las mujeres hemos tenido que elaborar estrategias más sofisticadas, como la seducción, en un mundo históricamente dominado por el garrote. El problema de la moral de la mosca muerta es que traiciona a su género en la medida que confirma la fantasía nefasta de que somos ganado tatuado con el nombre de nuestro amo. Y por cada Marcela Temer que accede al poder por esa vía, hay cien que quedan en el campo de batalla, empobrecidas, denigradas, y en el caso extremo, muertas.

Pero pese al consenso que generan estas reivindicaciones, algo pasa con la causa. La resistencia de la lógica masculina es comprensible, nadie quiere perder su poder. Pero deben existir otras razones para que a las mujeres se nos desarticulen las filas. Arriesgo un par de hipótesis. La primera es que algunas voces con el volumen más alto caen en el mismo defecto que ciertos movimientos animalistas, veganos u otros progresismos, el de la superioridad moral. Instalando un deber ser feminista, excolmulgando a demasiadas bajo el cargo de "regalonas del patriarcado". Discursos altaneros y agresivos que asustan e imponen condiciones que desconocen la infraestructura del deseo humano, por ejemplo, despreciando a la mujer que asume su deseo de jugar a objeto de deseo.

La segunda hipótesis es que hay muchas que se refugian en el terreno de lo privado para justificar su existencia, como está ocurriendo con esos discursos de las hipermaternidades que proponen una revolución del amor; revolución que tiene muy poco de subversión y mucho de individualismo del hijo propio. ¿Y para qué, si ese hijo amado y sobreestimulado saldrá al mismo mundo de mierda (si es una mujer, claro)? Es una situación similar a la de quien invierte en las tecnologías del yo -esos autoerotismos de encontrarse a sí mismo- para salvarse solo, pero la diferencia es que las mujeres, como género, tenemos una deuda con nosotras mismas. El mundo todavía no se estructura de una manera justa, y ahí tenemos una responsabilidad política y ética.

Poco importa si una mujer quiere jugar moviendo la cola o haciendo pasteles (muffin se llama ahora, por alguna razón) en la cocina; si quiere tener muchos hijos o si quiere leer a Judith Butler. Nos compete la misma responsabilidad. No es una obligación salir a gritar a una marcha, pero al menos hacerlo cuando reconozcamos una injusticia. Al menos, interesarnos por la realidad, al menos leer el diario, al menos conversar sobre nuestras condiciones en el mundo.

Hace poco tuve que presentar el análisis de una película de Tarantino llamada Death Proof. Mala, el mismo director lo reconoce, pero tiene un gesto muy interesante. La película se divide en dos, como dos versiones de la misma historia: mujeres bellas perseguidas por un psicópata, misógino y femicida. Las primeras son víctimas, y se trata entonces de una película de horror; mientras que en la segunda versión, las chicas se defienden y se transforman en las protagonistas de un filme de acción. En parte, es nuestra responsabilidad definir qué historia será la nuestra.

"Interesante, desfachatada, pero sobre todo republicana". Al menos a mí me gustaría que nos nombraran así con orgullo.

Este artículo fue publicado originalmente en The Clinic