Por dejar llorar a tu bebé, no aprenderá a dormir mejor
El llanto de un bebé o de un niño no es anodino. Y no, no quiere decir que seamos blandos, ni que nos dejemos manipular y cedamos; es que estamos biológicamente hechos para ser sensibles a las necesidades de nuestros hijos.
Es extraño que aborde el tema. Sé que es muy delicado y he podido observar muchas veces su densidad y cómo nos vemos obligados a justificarnos. Rara vez escribo sobre esta cuestión porque no me calificaría como "purista del fenómeno", porque no voy a la caza de brujas y porque he evolucionado mucho entre mis dos diferentes maternidades. Estoy completamente convencida de que se es el padre que se puede ser y que hay que tener cuidado.
Como me gusta hacer siempre, trato de cambiar la perspectiva, y estas son las conclusiones que saco.
Es muy raro que dejemos llorar a nuestros hijos por sadismo. Por este motivo, el tema es tan explosivo y difícil. Cuando dejamos llorar a nuestros hijos, es porque estamos hasta arriba de leer ideas, ensayos o alternativas, o porque no sabemos cómo hacerlo de otra manera.
Oír llorar a tu bebé no es ningún respiro. Nos duele, nos perturba, nos angustia. El llanto de un bebé o de un niño no es anodino. Y no, no quiere decir que seamos blandos, ni que nos dejemos manipular y cedamos; es que estamos biológicamente hechos para ser sensibles a las necesidades de nuestros hijos. No es cuestión de imponer nuestra autoridad. Es la naturaleza la que nos ha hecho así.
Cuando los padres utilizan los métodos de "dejar llorar" es o porque se lo han aconsejado personas supuestamente de confianza (de un cierto estatus) o porque no les queda otra manera de hacerlo.
Hay un montón de matices que aportar, escuchar y tomar en consideración. A mi hija nunca le he dejado llorar, ni una sola vez, pero era fácil: apenas lloraba y sólo por motivos que yo entendía al instante. Podía responder y reconocer sus necesidades y, al mismo tiempo, me sentía competente. En unos minutos se dormía en mi pecho con total tranquilidad.
Pero mi hijo, ese chillón de nacimiento que me ha llevado al límite, era de otro tipo. No sé cuántas veces me dije que era una mala madre porque, ingrato de él, nunca se calmaba pese a lo mucho que yo hacía para reconocerle, rodearle y llenarle de amor. Porque eran horas y horas de llevarlo en brazos, de mecerle, de darle teta y de cualquier verbo aplicable... Demasiado. Demasiado pesado, demasiado duro, demasiado injusto, demasiado difícil.
Lloraba como si no hubiera un mañana, horas y horas en las que no podía hacer más que estar a su lado susurrándole que no me iba a ir. Pero también hubo días en los que me iba de la habitación para llorar, cargar las pilas y tomar fuerzas para acompañarle mejor. No, no es tan sencillo, no es o negro o blanco. Para cada familia, dejar o no dejar llorar forma parte de su historia y de su esencia. No se puede meter todo en cajones etiquetados. Es mucho más complejo, frágil e importante.
Por otro lado, existen muchos métodos en los que dejar llorar forma parte del proceso y es necesario. Pero no por ello los padres se han sentido menos indefensos, indecisos entre el "es por su bien" y el "me duele hacer esto". He acompañado a familias que, con el corazón roto, pensaban que hacían bien, pensaban que había que pasar por ahí para que el niño aprendiera. ¿Y eran malos padres? Más bien, padres desbordados, agotados, desarmados. Tenían miedo a ser juzgados o a dar malas pistas a sus hijos y que adquirieran malas costumbres. Padres quemados por la fatiga que ya no tenían fuerzas ni recursos para escuchar a su instinto y entonces dejaban actuar a la naturaleza.
Estos métodos son peligrosos porque hay profesionales que los recomiendan, no porque una familia ceda a la presión o lo vea como la solución única.
En el fondo, cuando se les deja llorar, lo que queremos, lo que esperamos, es el momento de después, el de la calma reencontrada, el del ritmo que renace.
A todas esas familias que han oído a sus hijos llorar, que han sufrido esa tortura, espero que hayáis podido desahogaros de esa angustia en algún lugar sin ser juzgados. Deseo que hayáis encontrado soluciones alternativas que sean menos violentas para todos los miembros de vuestra familia. Espero que sepáis que os han aconsejado mal y que no sois culpables de haber intentado buscar ayuda en un momento en el que os sentíais atrapados, perdidos en los abismos del estrés y la incertidumbre.
Y para el ínfimo porcentaje de personas que piensan que hay que pasar por ahí para encontrar la armonía, os aseguro que un niño que llora y acaba callándose se resigna, no se calma. Os garantizo que un niño que acaba abdicando se cansa y no entiende por qué nadie le escucha. El simple ejercicio de ponerse en el lugar del otro os dará la respuesta. Si lloro, ¿qué es lo que quiero que hagan los demás? Por experiencia propia, cuando estoy triste quiero que alguien me mire a los ojos, quiero que me escuchen, quiero sentirme legitimada y reconocida en mi sufrimiento.
Dejar llorar a un niño no le enseñará a dormir, a gestionar sus emociones, a dejar de hacer tonterías. Eso le enseñará por la fuerza a no confiar más en sus sensaciones, y le enseñará que no puede contar con los demás, o que sólo puede hacerlo si no hace demasiado ruido.
Llorar es amar. Hace falta una dosis enorme de valentía para atreverse a pedir ayuda, un reflejo arcaico que tratan de hacer desaparecer para no molestar en esta vida que corre a toda velocidad...
Pero llorar es ante todo pedir ayuda a aquellos en quienes más confiamos, aquellos que se preocupan por nuestro mundo.
Podéis leer más textos de Chloé Boehme (en francés) en su web chloeboehme.com y en su página de Facebook.
Este post fue publicado originalmente en la edición de Québec de 'The Huffington Post' y ha sido traducido del francés por Marina Velasco Serrano