Un día de verano en la universidad
Una facultad de cuyo nombre no quiero acordarme. Un día canicular, treinta y ocho grados a la sombra, de calor casi caribeño si no fuera por la sequedad del ambiente. Cuesta atisbar la hierba en los alrededores de uno de los edificios más feos del mundo. Los feísmos no terminan aquí.
Una facultad de cuyo nombre no quiero acordarme. Un día canicular, treinta y ocho grados a la sombra, de calor casi caribeño si no fuera por la sequedad del ambiente. Cuesta atisbar la hierba en los alrededores de uno de los edificios más feos que hay en el mundo (me dicen que la universidad está quebrada y el cielo y el suelo cada vez se ven más marrón).
Los feísmos no terminan aquí. Restos mugrientos de carteles de formaciones políticas de izquierda correspondientes a elecciones ya pasadas, pintadas con mensajes politicos muy básicos y grafitis 0,0 reciben al visitante.
Al entrar al oscuro edificio, el bochorno no se atenúa tanto como debiera. Compruebo con angustia que nada ha cambiado en los últimos 20-25 años. Sigue la librería en la que a uno le atienden en ventanilla, como si se tratara de uno de los entrañables quioscos de pipas de mi infancia, o peor, una parodia de oficina de un ministerio de antaño. Los libros se exhiben como en un tenderete.
No se ve a nadie. Si acaso algún bedel que se complica la vida tratando de demostrar su utilidad. Quizás lo justifique el que nos encontremos a primeros de julio. Más luces fluorescentes de nave industrial, mortecinas. En el bar de profesores, el mismo mobiliario de cuando la facultad fue construida, suelos de terrazo acribillados, la misma bollería industrial, el mismo café cargado que termina de sopetón con los casos más extremos de estreñimiento. Los precios, populares, eso sí. Parece que de eso se trata todo.
La cafetería de estudiantes es, en cierto modo, un descenso a los infiernos. Paredes gris oscuro, casi negro. Restos de algo por todas partes. Penumbra, oscuridad. Compruebo que la única innovación desde mis tiempos de estudiante es la instalación de unos microondas comunitarios.
Al comedor de profesores se llega por una puerta semisecreta. Más precios populares. Por seis euros, un profesor come con servilleta y mantel de tela, vino pendenciero si uno gusta, y un menú, eso sí, de tiempos de Carpanta. Una rosada que válgame Dios.
Cuartos de baño con paredes recubiertas de azulejos hospitalarios de país en vías de desarrollo. Más luz de fluorescente. Fuerte olor a Ajax cuya asepsia no te hace olvidar la decrepitud de inodoros, cisternas, lavabos y espejos. Mucho calor. Uno siente que faltan las cucarachas.
Ausencia de jóvenes. No hay estudiantes y ninguno de los profesores, camareros o funcionarios que me encuentro cumplirá los cuarenta.
Uno sólo escucha hablar de profesores que se jubilan y que nunca serán reemplazados. Me dicen que hace falta que se jubilen diez para que uno sea contratado. Supongo que debe tratarse de una exageración a las que tan dados somos los profesores universitarios.
Uno de mis colegas me dice que a esta universidad, nido de rojos, la han marginado. No como a otras de la misma región que son socialistas o del PP. Pero inmediatamente me cuenta un ejemplo de buena gestión en una de esas otras universidades. El ejemplo de un rector que, cuando veía un graffiti, llamaba a que lo limpiaran y no se iba de allí hasta que la pared quedaba impoluta. Me congratulo de que todavía exista, o existiera, ya que ese rector ya falleció, gente así.
Dificultad de entender que no se entienda algo tan básico, como sucede en otros países incluso mucho más progresistas que el nuestro, que la estética de un campus comunica respeto al alumnado y la profesionalidad de los docentes, transmite que hay expectativas, que pasan cosas positivas, quizás importantes.