Buscar trabajo
Cuando hablamos por Skype, mis padres me preguntan invariablemente por el estado de la economía estadounidense y sobre todo por la tasa de paro. Cuando les digo que en todo el país es del siete y medio por ciento y en el estado de Washington ronda el siete, se siguen sorprendiendo.
A lo largo del año, cuando hablamos por Skype los sábados por la mañana, mis padres me preguntan invariablemente por el estado de la economía estadounidense y sobre todo por la tasa de paro. Cuando les digo que en todo el país es del siete y medio por ciento y en el estado de Washington ronda el siete, se siguen sorprendiendo aunque ya se lo haya dicho muchas veces. Experimentan lo que yo llamo una especie de delectación masoquista, muy española y muy propia de la generación de los que rondan los ochenta, que consiste en el placer que nos produce que nos repitan una y otra vez un dato, una afirmación dolorosa que confirme nuestra inferioridad ancestral.
Podría entrar en detalles, en matices, pero prefiero ahorrar crueldades innecesarias. Podría contarles que los políticos de la gran potencia siguen considerando que un nivel de paro semejante se considera intolerable, que los economistas andan preocupados porque el desempleo estructural en Norteamérica después de la crisis vaya a pasar del 4,5 al 6 por ciento, que se habla de una generación perdida que percibirá de por vida salarios inferiores a los de sus padres e incluso de que ir a la universidad ya no aporta un adecuado retorno de la inversión a las familias y eso a pesar de que un universitario, alrededor del 35 por ciento de los jóvenes estadounidenses, gana alrededor de un 150 por ciento más de salario que el que no lo es.
Sin embargo, lo que más me sigue llamando la atención de la situación española no es tanto el porcentaje de desempleo, que mucha gente olvida que 20 años atrás alcanzó cotas relativamente similares, sino las condiciones casi humillantes en que la gente tiene que buscar trabajo.
El otro día, mientras esperaba en una tienda de Movistar a que me atendieran, veo a un chico de unos 20 años entregar un currículo casi con desidia. Llevaba un taco de ellos y se notaba que estaba realizando un reparto industrial por todas las tiendas del centro comercial. Me sorprendió la naturalidad con que entregaba aquel folio con una foto por membrete. Le pregunté a la dependiente que me atendía si Movistar requería fotos en los currículos y me miró con asombro.
En realidad, mi ingenuidad no tiene límites ya que hacía solo unos meses que me había encontrado un anuncio de una universidad privada española, que se dice católica para más señas, que buscaba profesorado internacional en el extranjero y que también exigía foto, al parecer una característica de gran relevancia en la docencia. Recuerdo que, indignado, envié un correo electrónico a la persona que figuraba como contacto señalando que esa es una práctica que en Estados Unidos y otros países se considera gravemente discriminatoria. Tengo que decir que no me sorprendió demasiado que no contestara mi correo ni me diera las gracias.
Me vienen a la cabeza imágenes de una nueva España negra, silenciosa, asumida por el común de los mortales. Recuerdo el caso de la todavía prestigiosa cadena de supermercados Sánchez Romero cuyos evaluadores de recursos humanos juzgaban hace no tanto el color de la piel de los candidatos en función de su proporción de "café o leche". Aparte de una reprimenda mediática, lo cierto es que la sociedad española no castigó (sí, a veces el castigo es una buena cosa) demasiado la reputación de Sánchez Romero que sigue vendiendo con éxito su imagen de supermercado premium.
También me vienen a la memoria recuerdos un poco más gozosos. Cuando disfrutaba leyendo las desventuras de Henri Chinaski, aquel alter ego bukowskiano, en aquel Los Angeles de los años 50. Recuerdo que lo que más me sorprendía del personaje no era tanto que siendo feo, pobre y falto de higiene se acostara continuamente con mujeres o que tuviera la energía para escribir hasta altas horas de la madrugada después de una larga jornada de trabajo físico en compañía de un transistor y bebiendo continuamente. No, lo que más me sorprendía era la vitalidad del mercado de trabajo norteamericano donde Chinaski encontraba un trabajo tras otro en fábricas de bombillas, de pepinillos o de tuercas (llegue a contar más de 50 trabajos en la novela Factotum). Aquel mundo en que ningún supervisor explotador te pedía currículo con foto o tenía en cuenta tu edad.
Para muchos debe ser curioso que el país del susodicho capitalismo salvaje nos dé lecciones de civismo a la hora de buscar trabajo. Las empresas equivalentes a Telefónica o a la Universidad Católica de Murcia en Estados Unidos se habrían buscado un lío que les hubiera costado unos cuantos millones de dólares además de una caída considerable de su reputación.
Debería hacernos pensar que un mercado laboral como el norteamericano que visto desde aquí resulta casi salvaje, desregulado, en el que existe un tipo de contrato prácticamente único, indemnizaciones por despido bajas o casi inexistentes sea, aunque tampoco ideal, en muchos sentidos más humano y amable con el que busca trabajo.
También que las sucesivas reformas laborales españolas se limiten siempre a regular las modalidades contractuales o las indemnizaciones por despido y no otros aspectos capitales como la discriminación por el físico o la edad en un país de servicios como España en que una gran cantidad de trabajos son de cara al público.
Sí, debería hacernos pensar.
A todos.