La soberanía peatonal
Ha bastado año y medio de alcaldesa Carmena para que la gente ocupe el carril-bus desde la periferia del centro y se quede con el centro mismo del espacio público. El manifiesto de Carmena se lee muy bien: el centro es para los ciudadanos; no para los coches. La ciudad es para vivirla; no para sufrirla.
Vista de la Gran Vía de Madrid (Foto: Getty Images).
Tras la "conjura de los bolardos" que se ciñó sobre Madrid en los 'años de plomo' de Gallardón y Botella (años de CO2 y DEUDA, en dióxido de carbono y dióxido de azufre embalsamados), ha bastado año y medio de alcaldesa Carmena para que la gente ocupe el carril-bus desde la periferia del centro y se quede con el centro mismo del espacio público.
El manifiesto de Carmena se lee muy bien: El centro es para los ciudadanos; no para los coches. La ciudad es para vivirla; no para sufrirla. El espacio público es de todos; no sólo de los vehículos. No hace falta bando de Alcaldía; el centro es para pisarlo.
No obstante, parece que no hay nada más difícil de definir que el espacio público, una vez que se lo han apropiado todos, desde los científicos sociales hasta los marxistas científicos, pasando por los físicos teóricos, los teósófos tertulianos, los saduceos urbanos y los pensadores, libres o a sueldo, de cada concejo. El espacio público se define dentro y fuera de las redes, se delimita por los urbanistas y los planes generales. Se toma hasta por ideología o se vuelve una suerte de ironía si se califica de "lugar en el que se materializan diversas categorías abstractas como democracia, ciudadanía, convivencia, civismo, consenso, etc., y por el que se desearía ver transitar a una ordenada masa de seres libres e iguales que emplean ese espacio para ir y venir de trabajar o de consumir y que, en sus ratos libres, pasean despreocupados por un paraíso de cortesía" (Manuel Delgado 2011).
Cuando se comprueba por la vía de los hechos que el peatón es el ser libre por excelencia, - como paseante o como sedentario en asiento libre -, se acrecienta la idea de que el espacio público es un andar y sentirse libre. Así, crece la libertad, en cualquier sitio al que se pueda acceder caminando, o en el que sentarse libremente (cosa que ya no se puede hacer ni en los vestíbulos de RENFE y ADIF, aunque lo propio del viaje sea el cansarse). Lo más restringido de la ciudad son los carriles de circulación donde el espacio público se privatiza solo para gente en coche oficial. Los peatones deben pues reclamar su espacio a base de pisarlo o de sentarse encima; o de sentirse libres en él, lo que no suele ocurrir si hay que pagar para disfrutar del asiento. Según los psicólogos urbanos, la fatiga perceptiva impide fijar imágenes que nos liberen de las preocupaciones cotidianas y cambiarlas por ilusiones mucho más beneficiosas para la salud.
Sin darnos cuenta, hemos dejado que nos usurpen gran parte de nuestro propio espacio. Hemos contribuido a hacer pensar que lo peatonal es importante, sí, pero la peatonalización no siempre conlleva la soberanía del peatón. Cuando nos contagiamos del apresuramiento de los paseantes ansiosos dejamos de ser soberanos de nuestro propio reino. A veces el peatonalizar sirve de excusa para privatizar el paso, deslindar los pasajes, obstruir la memoria, reproducir iconos falsos del deseo reprimido. Limitar imperceptiblemente el acceso o la estancia en los espacios recién pavimentados es cerrarlos a la pisada. El pavimento que no se pisa, sino que se cerca y se convierte en barrera, debe ser lo que se llama espacio privatizado. Es decir, la acera es como el Bosque de Sherwood, si no se puede cruzar más que para consumir, ¿para qué pasar? ¿para pagar?
Por eso la soberanía del peatón es importante. Con el ciclista constituyen el tándem en el que las personas grandes y pequeñas son solidarias con una ciudad más accesible a lo saludable, lo dialogante, lo fraterno. Cuando el peatón ejerce la soberanía, el automóvil se ve reducido a lo que es: un instrumento necesario pero secundario. Los semáforos dan más tiempo al paso natural y los peatones hacen de su reino una evolución libre de ataduras. Cuando un centro se declara de soberanía peatonal es porque el pueblo que anda es soberano y los carruajes de los príncipes deben respetar las reglas de los viandantes, que son algo así como los propietarios de la respiración urbana. Los que garantizan que el aire se puede tomar más limpio y la calle más en serio.
Tomarse la calle en serio es hacer que los ciudadanos nos creamos que la ciudad es nuestra. No de los consumidores abuelitos, padres, madres, jóvenes, adolescentes y niños comprando, sino de seres humanos decidiendo su camino, su ritmo, sus paradas, su descanso y su ocio, al suave compás del movimiento, de su acceso a las cosas, a la belleza urbana, a la limpieza de las perspectivas de las plazas, a la ilusión de las luces y la razón de sus emociones. A la Ilustración.
Cuando caen las barreras del tráfico, cuando los carritos, los cochecitos, las sillitas y los pequeños vehículos de movilidad responsable son los que gobiernan, se levantan los puentes peatonales, los castillos pierden sus fosos. Parece entonces que siempre hay alguna princesa dispuesta a dejarse cantar por trovadores, en lugar de sucumbir al trotar de los carromatos y los caballos. Hasta el frío se disfruta más si es más sano; si el olor a castañas asadas predomina sobre el del gasoil y otros humos poco reconocibles, como variada gama de contaminantes casi invisibles que abarcan desde los óxidos de azufre y nitrógeno hasta hidrocarburos, partículas de monóxido de carbono, ozono, metales pesados, etc.
No existe más libertad que la que se ejerce con cuidado. Para no dar pisotones hay que saber qué aceras, calzadas y suelos pisamos; dónde y por qué nos sentamos; por qué somos más libres cuanto más nos movemos por nosotros mismos y cuando, al movernos, hacemos mejor sitio a los demás.
Debe ser por eso que los relatos navideños de senderos urbanos recién descubiertos, de repente hollados al azar, nos pisan la parte emocional con más delicadeza.