Veranos diferentes
Hay gente que decide invertir su tiempo de veraneo en otras historias, chavales que se apuntan a vivir experiencias en ONGs, médicos que invierten sus días de asueto en operar de forma altruista en lugares inhóspitos sin apenas acceso a la sanidad, o universitarios, como los que he acompañado este verano, que pasan sus vacaciones viviendo una experiencia transformadora de su mundo interior y exterior.
Aunque las temperaturas parecen decir lo contrario, para la mayoría de nosotros ya han terminado las vacaciones de verano y estamos en pleno proceso de reincorporación a la monotonía, si bien, como escuché en alguna emisora de radio, muchas personas viven con más monotonía durante las vacaciones que durante el resto del año, y algunas incluso están deseando volver a currar para vivir emociones fuertes y descansar de la tranquila vida familiar de toalla y sombrilla.
Durante un mes y medio he ido visionando en las redes sociales las vacaciones de la mayoría de mis contactos, o al menos la parte del verano que ellos han querido exhibir. Esas fotos maravillosas de los pies con el mar al fondo, que tanto aborrezco, seguidas de los primeros planos de sangrías, mojitos y gin tonics que daban paso a las instantáneas de sardinas, paellas y desayunos pantagruélicos y que parecían sacadas de la carta visual de un restaurante para guiris. Imágenes compartidas que demuestran a todo aquél que se atreva a hacer un análisis de nuestros hábitos exhibicionistas en las redes que, para la mayoría de nosotros, las vacaciones bien entendidas consisten en comer, beber y tumbarse a la bartola y que, cuanto más comemos, bebemos y plantamos nuestro hermoso culo en una toalla, más felices somos o, al menos, más se lo demostramos a los demás, produciendo en ellos esa envidia insana para la que tanto juego nos da Instagram o Facebook.
No negaré que a alguna de esas actividades he dedicado parte de este verano, no negaré que algún litro de cerveza he ingerido, que algún mojito he probado e incluso preparado, y que algún homenaje culinario me he pegado. Lo de tumbarme en la playa he logrado evitarlo casi por completo, aunque finalmente tuve que ceder por algún imperativo. Pero también os contaré que otra parte de mis vacaciones la he dedicado a asomarme a otras formas de vacacionar mucho más constructivas, productivas y transformadoras que me han enseñado, una vez más, que hay gente buena, que hay tiempo para todo, y que siempre hay oportunidad de seguir creciendo.
Hay gente que decide invertir su tiempo de veraneo en otras historias, chavales que se apuntan a vivir experiencias en ONGs, médicos que invierten sus días de asueto en operar de forma altruista en lugares inhóspitos sin apenas acceso a la sanidad, o universitarios, como los que he acompañado este verano, que pasan sus vacaciones viviendo una experiencia transformadora de su mundo interior y exterior.
Este verano he participado, de forma desinteresada, por tercer año consecutivo en una experiencia llamada Ruta Siete, un programa sin ánimo de lucro que fomenta la formación en valores y la convivencia, tratando de dejar una huella positiva en el entorno. Un recorrido por las Islas Canarias de cuarenta y cinco universitarios que deciden no quemar sus vacaciones en una discoteca de Ibiza, en una playa de Levante o en el sofá de un apartamento. Cuarenta y cinco universitarios que se levantan durante más de un mes a las seis de la mañana (cuando los de la discoteca se están acostando) para cocinar, recorrer senderos adaptados con personas con diversidad funcional, limpiar playas, componer música, visitar ancianos o realizar todo tipo de talleres creativos. Cuarenta y cinco universitarios con inquietudes más allá de su futuro profesional y con ganas de dejar esa huella positiva en el camino que pisan. Cuarenta y cinco jóvenes que me dieron la oportunidad de convivir con ellos, de descubrir su mundo y de aprender que hay gente que sí que quiere un futuro mejor para todos, sin malos rollos ni pataletas, que hay un montón de gente joven con ganas, con ilusión y con capacidad para hacer grandes cosas. Cuarenta y cinco personas cuyo talento es infinitamente mayor que el de un servidor y que el de muchos de los que pretendemos enseñarles cosas, y peor aún, infinitamente mayor que el de muchos de los que dicen, desde una tribuna o desde un despacho, que les preocupa este país y que ellos tienen la solución que necesitamos.