¿Qué fue de la primavera ibérica?

¿Qué fue de la primavera ibérica?

Al norte, los indignados de Sol no se enfrentaban a dictadura alguna, como sí habían hecho algunos de sus padres. Clamaban por la regeneración de un sistema democrático poco maduro al que la crisis había alumbrado sus debilidades

La frustración ante la fallida primavera egipcia nos ha recordado lo vacía que se ha ido quedando nuestra Puerta del Sol, hasta hace no mucho fuente de expectativas y también de esperanzas nacionales y extranjeras. El 19 de mayo de 2011 el Washington Post dedicó su portada a una imponente fotografía de Sol abarrotada de manifestantes, bajo el título "Una primavera de frustración en España". El diario norteamericano incluso comparaba los sucesos de Madrid con las protestas de la Plaza Tahrir que solo unos meses antes habían logrado derrumbar a Mubarack.

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Portada de El Washington Post del 19 de mayo de 2011

Al sur del Mediterráneo los indignados querían conquistar la libertad contra su dictadura. Con el paso del tiempo descubrirían que derrumbar a su tirano sólo era el primer paso de una compleja y delicada transición democrática. Al norte, los indignados de Sol no se enfrentaban a dictadura alguna, como sí habían hecho algunos de sus padres. Clamaban por la regeneración de un sistema democrático poco maduro al que la crisis había alumbrado sus debilidades. Fracaso en las dos orillas del Mediterráneo.

En España, casi todo lo que causaba indignación aquel mayo de 2011 se encuentra hoy mucho peor. Comenzando por los recortes sociales, que nunca cesaron y ahora evolucionan hacia un plan para desmantelar servicios públicos para favorecer, en algunos casos, empresas privadas del entorno del Partido Popular. Siguiendo por el empeoramiento del desempleo, cuyas cifras entre los jóvenes son más próximas a los países del norte de África que a la de los socios europeos. Por no hablar de las toxinas de la corrupción, de las que no se libra ninguna institución. Y sin embargo las plazas están cada vez más desiertas.

La protesta de los indignados y del 15-M, con sus lemas más o menos cargados de utopía, por un sistema democrático mejor, con demandas variadas, muchas veces complementarias, se ha ido fragmentando para dar paso a sectorializadas mareas ciudadanas. Es legítimo que cada colectivo defienda sus intereses -sobre todo cuando se trata de servicios públicos- pero la unidad hace la fuerza. Sin una marea multicolor, la presión es más liviana y fácil de sortear por el poder. No se ha conseguido que la defensa de cada uno sea la defensa de todos.

Como en El Cairo, las redes sociales jugaron un papel fundamental. Las redes no eran la causa de la protesta, sino un valioso medio para organizarla. La información estaba en la red y la acción en las plazas. Con el tiempo, sin embargo, se ha ido desvirtuando el uso de la red hasta convertirse en una suerte de foro de desahogo. Algo comprensible, por otro lado, ya que ante el cansancio de ocupar una plaza siempre resulta una opción atractiva hacer unos tweets y actualizar Facebook.

No podemos confundir el medio con el fin; las redes, sin contenido, sin propuestas, sin movilización y estructuración de los reclamos, adquieren una cadencia monótona y tediosa. Terminan por formar parte del paisaje sin cambiar la meteorología de nuestra existencia.

El desinfle de los indignados era previsible, como les ha ocurrido a otros movimientos como #Yosoy132 en México u Occupy Wall Street en Estados Unidos. Protestar o acampar puede ser ingrato y desesperanzador si no se producen resultados. En Italia el éxito electoral de Grillo fue seguido del caos interno en su movimiento, evidenciando las virtudes que tienen los partidos tradicionales para organizar la representación política.

En España, ni los partidos han tomado de verdad en serio sus demandas ni el gobierno ha modificado su agenda para apaciguar los ánimos. El paso del tiempo ha hecho su trabajo. La paradoja consiste en que los partidos acumulan desafección pero no son capaces de realizar las reformas que les devolverían genuinamente el papel vertebrador de la vida democrática. Tienen miedo a los cambios porque cercenarían los privilegios de sus dirigentes y abrirían el control a los ciudadanos perdiendo el papel determinante y hegemónico de sus élites.

Se equivocaban quienes exigían al 15M un programa de medidas concreto, como si se tratara de un partido político. Su labor era la de alertar sobre el deterioro del sistema cuando éste se alejaba de sus esencias, algo que, por cierto, les convertía en los mayores defensores del mismo. Igualmente erraron los jóvenes indignados que pensaron que esa labor de alerta masiva de sus manifestaciones haría tomar nota a unos desconcertados partidos políticos para precipitar su cambio. Confiar en eso era y es desconocerlos.

Los partidos tienen una sorprendente capacidad de hermetismo incluso aunque su permeabilidad social sea la mejor clave para frenar su deterioro. Ninguno se ha abierto a la sociedad como prometieron, ni tampoco han tomado medidas radicales contra los casos de corrupción que con mayor o menor intensidad les afectan. No mejoran su limitada democracia interna. Por si fuera poco, sus dirigentes corren el riesgo de agotar sus energías por mantenerse en el timón, aunque sea al frente de un barco hundido por la peor tormenta que ha asediado su país.

Ante este panorama, es comprensible que los indignados se sientan tentados por las mieles de la antipolítica, pero esa estrategia de negación sólo ha facilitado la perpetuación de las prácticas que más detestan en las instituciones. La realidad es que los partidos necesitan ayuda directa para poder cambiar porque sus heredadas inercias son demasiado pesadas y los ciudadanos -jóvenes y mayores, indignados y dormidos- necesitan unos partidos mejores para que el país salga adelante.

Esta es la dura lección para los jóvenes indignados: no les queda otro remedio que ocupar los espacios de la política. Tomar los partidos o fundar otros nuevos. Votar masivamente. Pueden elegir la razón por la que hacerlo: para defender sus intereses como colectivo joven, que es además quien está cargando mayormente con los costes de la crisis. O hacerlo por una suerte de responsabilidad histórica con su país, como la que tuvo la generación anterior de transitar a la democracia. Tiene la palabra la generación perdida para encontrar su propio camino.