Diego Costa y La Roja en nuestros tiempos
La selección nacional, ya sea española, catalana, inglesa o de Burundi, representa una misma cultura e idea deportiva, y contar con nacionalizados deforma esta comunión. Sobre todo si no han sido formados en el país de acogida. La FIFA debería regularizar con más celo los requisitos.
Si Diego Costa finalmente forma parte de la Selección española en el Mundial de Brasil, se podría vivir una situación algo extraña en caso de un enfrentamiento entre ambos equipos. Su caso reabre el debate sobre las nacionalizaciones deportivas.
Es una evidencia que Vicente Del Bosque tiene dudas. O al menos, indecisión. No es una cuestión de estilo o concepto, tan en entredicho después del batacazo de la Confederaciones, sino de posiciones. De delantero centro, concretamente. Desde que Villa se partiera la pierna en el Mundial de Clubs de 2011, la posición de nueve ha sido la más inconstante. Torres, Soldado, Negredo, Llorente, ahora Michu... ninguno de ellos ha conseguido afianzarse en el once, e incluso Cesc, Pedro y Silva han participado como falsos nueves.
Un nuevo panorama se abre para la delantera de la Roja. Diego Costa, delantero brasileño del Atlético de Madrid y actual pichichi de la Liga por delante de Messi y Cristino, se nacionalizó español el pasado 5 de julio, por lo que podría ponerse a las órdenes del seleccionador si así lo desea. Y parece ser que así es. Del Bosque quiere al jugador colchonero para seguir buscando la última pieza de su puzle.
El único problema, si es que se le puede llamar así, es el origen de Costa. Nació en Lagarto, Brasil. Su inclusión en las futuras listas de la selección abre el debate sobre si es justo o no incluir deportistas de otro país en las competiciones internacionales. A nivel deportivo, el nivel del delantero es excepcional y su participación con España estaría fuera de cualquier duda. A nivel moral, ya es otra cosa. No solo porque el concepto de combinado nacional se disuelve, sino porque las propias competiciones se desvirtúan. No son del todo reales.
Lo vivió España en su Europeo de baloncesto de 2007. La tropa de los Gasol y compañía había ganado el Mundial un año antes, y se enfrentaba a Rusia en la final para confirmar su supremacía continental. JR Holden, un jugón americano nacionalizado ruso por decreto de Putin meses después de fichar por el CSKA consiguió la canasta decisiva a falta de dos segundos. Y ni una palabra de ruso hablaba, por cierto.
La gracia de las selecciones nacionales radica en reunir a los mejores de un país bajo la misma bandera y competir contra el mundo. Sin escudos ni colores, todos unidos. Con esta filosofía, por ejemplo, Mandela se apoyó en los Springboks para acercar posturas en una Sudáfrica dividida en el Campeonato del Mundo de Rugby de 1995. Evidentemente, fue la máxima expresión de patriotismo deportivo, algo que queda ya muy lejano de nuestros días y realidades identitarias. Por cierto, el concepto patriotismo también suena arcaico.
Diego Costa está en pleno derecho de jugar con la selección española. Así lo marcan las leyes y reglamentos federativos. El seleccionador lo quiere y el jugador parece estar por la labor a pesar de los últimos cantos de sirena brasileños. Todo cuadra. El único pero de ver a Costa de rojo es la sensación que con su inclusión se deteriora el sentimiento de pertenencia de la selección. Sin caer en los purismos nacionales, tan casposos como actuales, Diego Costa no deja de ser un deportista que llegó hace cinco años a España para jugar al fútbol. Y como dijo hace poco en la SER, se habría ido a Turquía de no haber sido por una lesión. Así pues, ¿llevar cinco años en España le convierte en español y apto para representar al país? Quien habla de España, también habla de Inglaterra o cualquier lugar del mundo. ¿Cuándo un jugador foráneo puede formar parte de un combinado nacional? Jack Wilshere, internacional inglés del Arsenal lo tiene claro: Nunca. Sus declaraciones coinciden con la aparición mediática de Januzaj, el joven delantero del Manchester llamado a marcar época y por quién la Football Association (los ingleses ni especifican el país, fíjense como se quieren) ha mostrado interés. To be or not to be, ser o no ser, como diría Shakespeare. Español o brasileño. Esta es la cuestión de Costa.
Escogió lo segundo hace unos meses al enfundarse la verdeamarelha en un amistoso días después de haber dejado entrever la voluntad de jugar con la Roja. Fue un poco raro. Como también lo es el tira y afloja que las dos federaciones nos regalan día sí día también. Costa no floreció ayer, que digamos.
Es imposible que las leyes sean capaces de delimitar las mejores circunstancias para que un foráneo dispute como nacional cualquier competición. Imposible. Por muchos años que pasen, solo la predisposición del jugador para integrarse es determinante para ser o no ser. Si ya es difícil conseguirlo, hacerlo en tiempos de reivindicaciones nacionales (sí, hablo de Catalunya), parece una quimera.
Sentir o no sentir lo que representa una camiseta más allá del profesionalismo, incluso cuando no signifique nada, es algo que el aficionado agradece. A Xavi y Puyol ya les acusaron tras la polémica de sus medias, y en la capital escoció verles celebrar el Mundial de 2010 como locos con una senyera entre manos. Los dos forman parte del club de los cien y han sido capitales en la construcción de la mejor selección de la historia, pero aun así, su catalanidad les sigue pasando factura en algunos rincones mesetarios. ¿Son españoles? Por identidad, sin duda. Por sentimiento, habrá que preguntárselo. Como a Diego Costa. Puede que el delantero atlético se sienta más español que alguno de la Roja. O puede que no. Un sentimiento no es algo numérico ni evaluable y, al fin y al cabo, la cuestión es que la pelota entre. Así de simple.
La selección nacional, ya sea española, catalana, inglesa o de Burundi, representa una misma cultura e idea deportiva, y contar con nacionalizados deforma esta comunión. Sobre todo si no han sido formados en el país de acogida. La FIFA debería regularizar con más celo los requisitos para representar otras nacionalidades y alejar la idea que las competiciones internacionales puedan convertirse a medio o largo plazo en algo parecido a una competición de clubes. Sin ir tan lejos, en atletismo, a Qatar y Bahrein ya se les conoce como "los compradores de medallas" por contar con keniatas y etíopes en sus filas. El fútbol no puede degradarse tanto.
Que Costa aterrice en la Roja no será un sacrilegio. Para nada. El mundo está demasiado globalizado como para poner reparos a alguien que cumple las normas establecidas para ello. Simplemente, para aquellos románticos que aprendieron más de geografía hojeando álbumes de cromos que en cualquier libro de texto, entender que Lagarto también está en España, cuesta.