Dos hermanos gemelos tenían por nombres Yosí y Yonó. Ambos nacieron en la misma familia, compartieron el mismo momento y espacio en la Historia, tuvieron las mismas oportunidades y durante mucho tiempo hicieron todo juntos: se criaron juntos, fueron juntos a los campamentos de verano, asistieron a la misma escuela primaria y estudiaron juntos en el instituto. Pero hubo un momento, justo después del instituto, en el que sus vidas tomaron rumbos distintos y dejaron de hacer las cosas juntos. Sucedieron una serie de hechos que desviaron sus trayectorias. Todos a favor de Yosí, y todos aparentemente milagrosos: recibió una beca de una prestigiosa universidad, montó su propia empresa basada en una exitosa idea y acabó convirtiéndose en uno de los hombres más ricos del mundo y ayudando a millones de personas. Mientras tanto, Yonó llevaba una vida mediocre en la que apenas subsistía.
¿A qué se debía todo ese éxito?
Yosí había descubierto la fórmula contra la calvicie.
El día que lo supo, Yonó exhortó una exclamación de injusticia.
«Dios mío. Hay que ver la suerte que tiene mi hermano. Solo por una idea. Ojalá se me hubiera ocurrido a mí. A él todo le sale bien. Qué injusta es la vida. Es inexplicable cómo puede tener tanta suerte. Es como si fuera un milagro.»
¿Milagro?, ¿Suerte?, ¿Injusto?... ¿Seguro?
Rebobinemos.
En el verano de su décimo cumpleaños, fueron a pasar unos días de campamento al lago. El monitor les propuso varias actividades. Yosí eligió aprender inglés y le dijo a Yonó: «¿Te apuntas?». Yonó respondió: «La verdad es que estaría genial, pero me da un poco de pereza». Optó por no hacerlo y los veranos siguientes prefirió la playa al campamento. Yosí repitió tres veranos seguidos, más un cuarto en Inglaterra.
Cuando eran adolescentes, en su último año de instituto, el jefe de estudios les informó de que se acababan de convocar unas becas para formar parte de unos miniproyectos de investigación en la universidad estadounidense de Harvard. A Yosí le apasionaba la biología y acababa de recibir el primer premio en un concurso académico para adolescentes por un trabajo de investigación científica. Ambos quisieron presentarse a las becas, pero a Yonó le faltaban varios requisitos, entre ellos un expediente brillante y un dominio del inglés.
Yosí fue seleccionado y durante su estancia consiguió trabajar con un científico de renombre que le inculcó pasión por la biología.
Yonó continuaba con sus veranos en la playa disfrutando de numerosas y divertidas fiestas entre amigos. De vez en cuando, colgaba sus mejores fotos en sus redes sociales y Yosí las contemplaba receloso y con nostalgia, tentado a dejarlo todo y volver con su gente, a lo seguro, a lo divertido, a lo fácil. Pero al final siempre conseguía recolocar su mirada en su objetivo, llenarse de determinación y coraje, dar alas a su pasión, remotivarse y continuar su cometido, dedicado en cuerpo y alma a estudiar con obsesión sobre un único tema: la regeneración capilar.
Acabó la carrera, inició su doctorado y durante su segundo año, Yosí ya estaba impartiendo clases en Harvard. Ilusionado por que su hermano progresase y mejorase su currículum, lo llamó por teléfono y le brindó la posibilidad de que pudiese ser alumno en una de sus clases. A la propuesta, Yonó replicó: «Muchas gracias, hermano. La verdad es que me encantaría estudiar en Harvard, pero me da un poco de pereza dejar todo e irme a vivir ahí».
Un par de años después, Yosí terminó su tesis doctoral, en la que asentó las bases de la fórmula que unos años más tarde hizo crecer el pelo de millones de personas que lo habían perdido y que le dio su éxito como investigador y emprendedor.
El éxito de uno y el fracaso del otro hizo más patentes sus diferencias de actitud, pero curiosamente las diferencias entre Yosí y Yonó ya se remontaban a su infancia cuando ante cada opción que requería un mínimo esfuerzo o sacrificio, Yosí vencía esa pereza y Yonó se dejaba consumir por ella.