Mama y las mujeres luna
Quiera dios o la ciencia que se extinga la especie de las mujeres luna porque ya no necesiten disparar más flechas contra el cáncer. Y quiera dios y la ciencia que la luz femenina que irradiaban permanezca intacta sobre la tierra, para que las sombras del pesimismo inútil dejen de oscurecernos los ojos y de agriarnos la sonrisa.
Ilustración: Alfonso Blanco
Dormía de lado. Cara a la pared. Igual que de niña. Y antes que niña. Sin apenas moverse. Como un volcán muerto. Como una piedra viva. Hasta que un dolor intruso y punzante en su pecho izquierdo expulsó a los sueños de las profundidades. Al principio confundió aquel daño inesperado con un toro blanco que emergía del mar para fecundarla y engendrar un monstruo. Luego creyó que le florecían acericos bajo las sábanas. Y después, que una tormenta eléctrica le impactaba a un milímetro del corazón. Abrió los ojos. Asustada. Sudando. Se enfrentó al espejo. Desnuda. Con la yema del índice se presionó alrededor del pezón. Me duele. Abajo. Y activó sin quererlo una mina sin explotar. El oncólogo le dijo que era cáncer. Y que llegaba demasiado tarde para salvar el pecho, aunque justo a tiempo para conservar el resto de su cuerpo. Perdió peso. El pelo. Y el pecho. Pero no la luz de los ojos. Ni la sonrisa. Ni la esperanza. Ni la vida.
Si tuviera que hacer caso de la etimología convencional, esa que afirma que el flamenco proviene del holandés y jarana de ninguna parte, a y mazon equivaldrían a mujer sin pecho. De ahí nace el falso mito de las guerreras que se amputaban un seno para que no le estorbara al tensar sus arcos. Yo prefiero creer a Robert Graves, quien le atribuye origen armenio a la palabra amazona: "mujer luna". Como Pasífae. La mujer que brilla. La mujer que engendró al minotauro. El animal más humano. Más incluso que muchos hombres que matan y golpean a sus mujeres luna. Como ella. Hoy se ha vuelto a mirar al espejo. Se acepta. Distinta. Asimétrica. Y se siente luna blanca en mitad del cielo negro. Amazona. Guerrera. Viva. Mujer.
Milicias de mujeres luna se dejan la piel en las trincheras cotidianas para erradicar las secuelas que el cáncer de mama deja en otras mujeres luna. Y reclutan a más. Y más. Y más. Porque cada noche son más las que enferman y cada día más las que sanan. Son tantas que se han propuesto inundar de luces blancas el cielo negro que nos venden las cifras del desempleo y la cuenta corriente. Nada comparado con la vida. Qué hay más importante que el aliento para seguir amando al ser que más amas, sin esos tubos y cables y máquinas que cuentan cada sístole como si fuera el último.
Llamaron "niño medicina" al que ha salvado a su hermano con la sangre roja de su cordón umbilical. Qué alegría más grande para sus padres. Y para el niño enfermo que amará a su hermano como a su misma madre. Me niego a cuestionar esta ética que salva vidas humanas. Quizá juguemos a dioses. Y quizá, por una vez, merezca la pena. Quiera dios o la ciencia que se extinga la especie de las mujeres luna porque ya no necesiten disparar más flechas contra el cáncer. Y quiera dios y la ciencia que la luz femenina que irradiaban permanezca intacta sobre la tierra, para que las sombras del pesimismo inútil dejen de oscurecernos los ojos y de agriarnos la sonrisa. Porque nada hay comparado con la vida. Y la vida, como la tierra y la luna, como la paz y la esperanza, como la libertad, tiene nombre de mujer.