¿Quién teme a Virginia Woolf? La teme San Valentín
Hay en Madrid una sala pequeña y excéntrica (por encontrarse lejos del circuito habitual) llamada Arte y Desmayo que se atreve. Una osadía que seguramente es la responsable de que hayan elegido representar un texto difícil, clásico y de premio como es ¿Quién teme a Virginia Woolf? de Edward Albee. Autor que en vida insistía en que su obra era una comedia. Descripción a la que siempre se le añadía y se le añade el adjetivo de negra pues se parece más que otra cosa a una terrible tragedia. Aunque, según cuentan, en su última reposición en el West End londinense era abrirse el telón y el público se partía.
El planteamiento no es nada del otro jueves. Una pareja cuarentona, invita, después de una fiesta, a una pareja de casi treintañeros a continuar la velada en su casa. Una fiesta de alcohol llena de reproches, confesiones, insinuaciones, verdades y mentiras. Frente a la costumbre, los sobreentendidos y los malentendidos de los que ya llevan muchos años, los de otros que están comenzando. Parejas cultivadas de entornos universitarios, donde ellos, por la época en la que se escribió, son los ambiciosos profesores anhelando una cátedra, y ellas las ambiciosas consortes, anhelando una cátedra para sus maridos.
Velada que se alarga hasta la madrugada. En la que lo conseguido por los más mayores, esa bonita casa y ese buen trabajo, contrasta con los sueños y objetivos reales de los más jóvenes. Ilusiones que los mayores muestran en qué se concretan o las concreta el tiempo. Habitualmente en derrotas. Unas derrotas que son personales antes que materiales, que rara vez se ven pues acaban encerradas dentro de casas de las urbanizaciones de estilo americano que se extienden por todo el mundo.
Un trayecto que va desde amar lo que el otro quería ser hasta llegar a amar lo que el otro acaba siendo. Un trayecto construido por el juego del ensayo y el error, ese que se llama experiencia, en el que se han encontrado no pocas soluciones imaginativas para continuar jugando, jugando a dos. Sobre todo, cuando se descubre en el otro o en la otra un partenaire con el que envidar en el mus y continuar ganando partidas a la vida.
Historia que exige unos actores que, primero, den el tipo (físico), y, segundo, tengan todas las herramientas a punto para ser usadas. Ambos aspectos se han cuidado en esta producción al máximo, y brillan de manera especial en el caso de Mélida Molina. Una actriz cuya imagen recuerda a las del cine clásico de Hollywood y en concreto a Bette Davies. Su interpretación de Martha, la mujer del matrimonio cuarentón, es de las que impiden ver o imaginar que se pueda hacer de otra forma.
Con todos estos materiales, su director, Fernando Sansegundo (el mismo que firma el texto de la versión de El ángel exterminador que se puede ver en el Teatro Español) toma decisiones y la monta a lo clásico, ofreciendo un juego trágico. El mismo descarnamiento de los personajes, el mismo sufrimiento, que coloca a esta obra en el antecedente concreto de las abstractas y muy contemporáneas Cuarteto de Müller y Demonios de Lars Noren.
Director que consigue su objetivo, ofrecer la obra cubriendo unas expectativas de acuerdo al canon. Aunque, tal vez hubiera sido mejor que se saliera del camino trillado y jugara la baza del humor, ese humor que el propio autor le ve a la obra, como se la ven los londinenses una tarde sábado o una matinée de domingo. El humor, pongamos por caso, de la comedia tonta al estilo de Zoolander, igual que Sanzol fue capaz de encontrarle el humor y la diversión a Esperando a Godot de Beckett en las películas de cine mudo.
Un humor absurdo y ajeno a los extraños. El humor que, hay que recordarlo, acompaña a eso que tan románticamente se llama amor. Encontrarse de humor para seguir jugando con otro o con otra el juego del amor y que no dependa tanto de un calendario comercial, sino de tener un espacio propio para jugarlo. Una habitación propia que diría Virginia Woolf, en el que quiere entrar el comercio y el cine de palomitas para falsificarlo, convertir este juego en otro tediosos producto de consumo más.
Sí, uno piensa esto y mucho más viendo ¿Quién teme a Virginia Woolf? de Albee. Mientras, en el patio de butacas, las parejas se agarran o se separan, se acomodan o se mueven incómodas, mantienen la respiración o resoplan, pero no se quedan indiferentes. Y al final, ante tanto dolor y tanta tragedia, aplauden mucho y se les nota aliviados gracias al efecto catártico del teatro.