¿La culpa? La culpa es del sol que nos da la vida
En Insolación, lo humano aparece escapándose por esas grietas que dejan las convenciones sociales y las legislaciones. Lo que tanto asusta y por lo que toda sociedad se empeña en marcar claramente sus líneas rojas. Líneas que se deja traspasar a muy pocos. Pocos a los que se los hará pasar canutas
Foto proporcionada por el Centro Dramático Nacional - ® Luis Malibran
La vida teatral da agradables sorpresas. Insolación, obra que se puede ver en el Teatro María Guerrero de Madrid hasta el 24 de enero, es una de ellas. Teatro reposado en formas que cuenta, no sin humor, una historia de pasión amorosa, la que nace al calor primaveral de Madrid, en el siglo XIX. Contada de la mano de populares rostros televisivos que, frente a lo que viene siendo habitual, saben decir y tienen presencia en escena.
Historia que permite plantear varias preguntas sobre nosotros, los españoles, que siguen vigentes todavía hoy en la segunda década del siglo XXI. ¿Somos los españoles, y las españolas también, unos salvajes a diferencia de los europeos que viven al norte de los Pirineos? Y esa diferencia de comportamiento, ¿tiene que ver con la educación? ¿Varía en función de la clase social? ¿Y del género (sexo)?
De nuevo, lo humano escapándose por esas grietas que dejan las convenciones sociales y las legislaciones. Lo que tanto asusta y por lo que toda sociedad se empeña en marcar claramente sus líneas rojas. Líneas que se deja traspasar a muy pocos. Pocos a los que se los hará pasar canutas y, a lo mejor, viendo que persisten en la situación, se los acepta de nuevo. Siempre que muestren algo de arrepentimiento o representen una cierta vuelta al redil para que el resto del rebaño no se desmande.
En esta obra, la díscola protagonista es una aristocrática y adinerada viuda gallega que cae rendida a los pies de un señorito andaluz, también rendido a los pies de ella. La primera, interpretada por María Adánez. Papel en el que sorprende por su saber estar, moverse y decir en escena. El segundo, interpretado por José Manuel Poga, que partiendo de los tópicos del andaluz (verborrea fácil, ripio en boca, gracia, arte y ceceo) compone un personaje humano, es decir, frágil y vulnerable, de carne y hueso. Y que juntos son capaces de construir sobre el escenario eso tan difícil de atrapar, que hace que una pareja sea más que las suma de uno y uno.
A su alrededor se mueven amigos aristocráticos, que marcan el estatus. Pues no es esta una obra que pudiera suceder entre las clases menos afortunadas económicamente. Amigos de salón que discuten de lo malo o lo bueno de lo español siempre frente a lo extranjero. Ya sea para condenarlo, ya sea para celebrarlo.
Un amor que, en este caso, sitúa a los amantes en el mundo. Representado por el bullicio de la Pradera de San Isidro durante las festividades del santo madrileño y por las populosas Ventas del Espíritu Santo. Allí donde Asís, el personaje de María Adánez, sentirá, por fin, el sofocante calor que da el verdadero sol español. Ese que invita a refrescarse y a aligerarse de ropa. Donde encontrará un discurso de libertad, en boca de una vulgar mesonera, que conoce bien su condición de clase y género, en la que está atrapada, que Pepa Rus dice como las inolvidables, populares y clásicas secundarias de la escena, al igual que el resto de personajes que le toca interpretar. Personajes todos ellos que se abanican.
Una realidad y una libertad que condenará más que nadie su clase y esos asimilados en ideas que son sus criados. Más, los más liberales. Los que considerándose educados miran hacia fuera de nuestras fronteras para señalar nuestros males. Reflejo no solo de aquella época que retrata Emilia Pardo Bazán, la autora de la novela en la que se basa la obra, sino de la nuestra. Cuando nuestro mal no es otro que el sol. El sol que todo lo ilumina. El sol que nos da la vida, que la hace correr libre por las venas para que llegue a nuestros cuerpos y a nuestras mentes. El mismo sol que también quema y mata por insolación.