Perros y política
Uno no puede entender que la perrera de una localidad que recoge una media de 600 perros al año, con las instalaciones desbordadas, casi colapsada, tenga más novias que un pisito de lujo en el centro que haya salido a concurso de acreedores. Cuando terminas de sumar dos y dos, te das cuenta de que SÍ pueden salir seis si la persona o entidad que se hace cargo de la perrera tiene pocas ansias de velar por el bienestar animal.
Por mucho que algunas personas se empeñen en decir que no soportan a los animales, me atrevo a afirmar que a nadie deja indiferente un perro vagabundo. Bien sea por ese escozor que acabamos identificando como remordimiento por no haber detenido el coche, o preocupación por el posible accidente de tráfico que cause, hasta el menos sensible hacia los seres no racionales dedicará unos minutos a pensar en él.
Si vamos más allá, al límite de la psicoterapia, podemos extrapolar a ese cánido, casi siempre famélico, las debilidades del sistema político que ponen en evidencia la falta de compromiso con los dependientes, sean humanos o no.
Existen muchos ayuntamientos sensibilizados con los animales desvalidos que tienen la desgracia de campar por ciudades y pueblos de la geografía nacional. Destinan el presupuesto que buenamente pueden permitirse al asunto, y ponen al frente de la gestión de los albergues (que no perreras) a entidades protectoras, que al margen de las filias y fobias que generan en su afán proteccionista, tratan de proporcionar una vida o muerte dignas, según las circunstancias y necesidades, a los animales que acaban en sus instalaciones.
Es obvio que todos los gastos que conlleva recoger animales abandonados -alimentarlos, proporcionarles cuidados veterinarios y buscarles un hogar- son una labor tediosa, poco gratificante en muchas ocasiones y cara. Muy cara. Por ello, las asociaciones protectoras que concursan para hacerse cargo de un albergue municipal necesitan contar con un respaldo económico más allá de la subvención anual que proporciona el Ayuntamiento. Mercadillos, socios, apadrinamientos, donaciones, voluntarios... todo ayuda, y aun así, las cuentas no terminan de salir el mes que aparecen demasiados atropellados. O que se pretende alimentar a diario.
Pero el problema viene cuando la concesión de la gestión del albergue sale a concurso y, de repente, hay peleas por hacerse con él. Uno no puede entender que la perrera de una localidad que recoge una media de 600 perros al año, con las instalaciones desbordadas, casi colapsada, tenga más novias que un pisito de lujo en el centro que haya salido a concurso de acreedores. Cuando terminas de sumar dos y dos, te das cuenta de que SÍ pueden salir seis si la persona o entidad que se hace cargo de la perrera tiene las mismas ansias de velar por el bienestar animal, que yo de conocer la cara sensible, profunda y espiritual del presidente que no nos ha quedado más remedio que tener de moda.
Si el Consistorio consiente, lo cual sucede a menudo, hará la vista gorda con tal de que el antiestético problema de los perros o gatos callejeros sea alejado de las aceras. A partir de ahí, podemos imaginar que se den casos como el de la perrera de "X" (sí, esa, todos hemos leído recientemente alguno, solo hay que cambiar esa letra por el nombre de la localidad ). En muchos lugares ocurre de forma más discreta, y este país, tercermundista para demasiadas cosas aún, mira para otro lado, o disculpa a quienes tengan la concesión de la perrera cuando expone que la actividad no genera beneficios con los que mantener a los animales. Lo cual suele ocurrir tras un par de denuncias y la constatación del lamentable estado en el que se encuentran hacinados los animales.
Empezando porque la recogida y alojamiento de los animales abandonados es una actividad que conlleva déficit per se, algunos no terminamos de ver sentido a la excusa. Equivale a pedir un préstamo y negarse a pagar las cuotas mensuales, alegando que no sabíamos que había que abonar intereses.
Las comparaciones siempre son odiosas, sobre todo cuando se sale perdiendo, pero en el norte de España tenemos dos claros ejemplos de diferentes criterios de gestión de perreras en un radio de 30 km.
Por un lado, el Ayuntamiento de Gijón pone como requisito que la entidad que se haga cargo sea un protectora , frenando el paso a las empresas multiservicios, que alegan en méritos poseer una incineradora propia (por ejemplo...). En los últimos años, dejó atrás el nombre de perrera para convertirse en albergue, se llevan a cabo inspecciones periódicas en las que se comprueba que los animales están identificados, vacunados y esterilizados, cuenta con una plantilla de trabajadores que, caigan mejor o peor, aprecian a los animales, y no cierra sus puertas a cal y canto evitando la entrada de miradas curiosas, como haría quien tuviese algo que esconder.
Por el otro lado, el Ayuntamiento de Oviedo está intentando solucionar el desastre que ya en tiempos del programa de televisión Caiga Quien Caiga hiciera famoso su depósito de animales. Para mal. La capital de la región, elegida ciudad más limpia de España en su momento, escondía la basura debajo de la alfombra en lo que a tema de recogida de animales se refería. La gestión le correspondía a alguien que, por desgracia, tuviese buenas intenciones o no en un principio, sufría bastantes carencias en casi todos los aspectos.
La entrada de personas ajenas, con cuentagotas, dificultaba en gran medida la adopción de los animales (o encontrar al que se le había perdido a alguien), la difusión era nula, los animales estaban sin identificar, o peor, llegaron identificados allí y nadie había leído su número de chip para devolverlos a su dueño; y las hembras y machos mezclados garantizaban una nueva generación de usuarios de las jaulas... si no se ponía remedio de alguna otra forma primero, claro. Las polémicas entre policía local y gestores de la perrera eran vox populi.
Algo cambia a veces para bien, aunque nos sorprenda a los cínicos crónicos, y recientemente un grupo de clínicas veterinarias se han hecho cargo de la concesión de lo que, esperemos, se pueda llamar albergue en unos meses. A marchas forzadas, difunden perros (algunos han encontrado a su dueño después de 11 meses esperando allí), los identifican y esterilizan a contrarreloj con la esperanza de llegar a tiempo.
Es evidente que lo ideal es enemigo de lo posible, y nunca se puede ayudar a todos los animales, ni actuar conforme a los criterios de todo el que te rodea. La petición de un margen de confianza por parte de esta empresa veterinaria llega al alma, ante las críticas de quienes no están de acuerdo con que no sean una fundación o sociedad protectora, sobre todo para los que sabemos sobradamente que a final de año, llorarán de alegría si la cifra negativa es de menos de tres dígitos.
Y entre perros callejeros, gente sin escrúpulos, personas que los tienen (pero mal organizados), radicales de la protección y radicales de las desprotección... aparece la figura del que critica esa insistencia enfermiza en hablar tanto de los perros apaleados o abandonados, en darles la misma importancia que a un ser humano, y en destinar recursos a "eso" en lugar de emplear el dinero en "temas sociales".
Yo, como observadora no implicada, vivo haciendo equilibrios entre los mal llamados animalistas (el diccionario lo define como una corriente artística, a unos les da por pintar bodegones, y a otros, podencos y caballos) y los pasotistas, pero no encuentro motivos para criticar una actitud de defensa de los intereses de los que no tienen voz, aunque prefiera mantenerme al margen.
Como tampoco critico la recaudación incansable de fondos de familiares para la investigación de síndrome de Asperger, y créanme, quienes lo sufren serán igual de invisibles en la sociedad que ese perro-problema, salvando las distancias interespecíficas.
Como tampoco creo que haya que cuestionar si mis compañeros hacen bien en poner algo de su bolsillo para una fiesta de cumpleaños de algún niño de los hogares infantiles de acogida con los que tienen una estrecha relación.
Como tampoco puedo poner objeción alguna a las sabias palabras de mi madre, cuando me respondió a la pregunta que le hice hace años sobre por qué cuidaba a mis animales, si no le gustaban en absoluto: " Ya están aquí, y hay que hacerse cargo de todos los que no se valgan por sí mismos". Podríamos pensar que es la mentalidad de una abnegada progenitora de familia numerosa. Pero a mí me pareció una reflexión de una persona con integridad moral, más allá de la nula afinidad que le 'des'unía a los mamíferos, quelónidos y aves que llevaba a casa cada vez que se descuidaba. Y se descuida.