El malentendido de la gran coalición italiana
Existe en Italia una crisis económica y fiscal que los Gobiernos de gran coalición como el actual, o el que le precedió del senador Mario Monti, pueden solo parcialmente aliviar con medidas a corto plazo. Existe, sin embargo, una crisis todavía más profunda que es la decisional.
Muchos observadores, tanto en Italia como en el exterior, saludaron con ilusión la formación del gobierno de larghe intese (gran coalición) presidido por Enrico Letta, que resolvía la grave crisis política generada por los resultados electorales de la pasada primavera. La común esperanza era que el Gobierno conjunto de los partidos principales de izquierda y derecha pudiera ofrecer al país la estabilidad política necesaria para hacer frente a la crisis y terminar con la llamada "guerra de los veinte años" entre berlusconianos y la anti-berlusconianos.
El fin de esta contraposición, que en algunos momentos fue tan áspera como para justificar la imagen bélica, podía eliminar la razón principal del fracaso de la Segunda República y del impasse permanente de la política italiana: la deslegitimación absoluta y recíproca entre las dos principales fuerzas políticas y sus respectivos electorados. Por un lado, el centro-derecha, encarnado por la figura de Silvio Berlusconi y tachado por sus opositores como la "Italia de los evasores fiscales"; por otro, el centro izquierda, acusado por los del otro bando de nostalgias comunistas y de representar a la "Italia de las burocracias parasitarias". En la visión de los analistas más optimistas, el alcance de la tan anhelada "pacificación nacional" podía propiciar las condiciones para llevar a cabo, después de veinte años de debates y continuos fracasos, una reforma profunda del sistema político.
Tras poco menos de medio año, los buenos auspicios han dado paso al pesimismo y las esperanzas han mostrado su carácter ilusorio. Mientras que países más afectados por la crisis económica pero políticamente más estables, como es el caso de España, están dando señales de recuperación, a Italia le sigue costando más que a nadie volver a la senda del crecimiento.
Los modernos sistemas políticos tienen como objetivo fundamental organizar y estructurar los procesos de toma de decisiones dentro de procedimientos e instituciones que garanticen a la vez representación democrática de la diversidad social y capacidad de acción y solución de problemas. Un sistema político es eficaz cuando responde adecuadamente a las aspiraciones de sus ciudadanos (responsiveness) y cuando es capaz de exhibir de forma clara las responsabilidades de sus éxitos y fracasos, de manera que los ciudadanos puedan premiar o castigar a los gobernantes a través del voto (accountability).
El sistema político italiano, en su estado actual, no responde de manera eficaz a ninguna de estas dos funciones principales. Por un lado, no muestra claramente a sus ciudadanos las responsabilidades de la política y no ofrece instrumentos eficaces para evaluar y sancionar las acciones de la misma. Por otro, es un sistema escasamente productivo: las leyes aprobadas son pocas y a menudo insatisfactorias en cuanto resultado de compromisos entre improvisadas coaliciones electorales que, buscando satisfacer a todos (o no descontentar a nadie), terminan por tener poca efectividad.
Dicha situación responde a complejas razones históricas y culturales. El Estado y los gobernantes han sido a menudo entendidos por los italianos como entidades ajenas y amenazadoras para los intereses de la sociedad y de sus partes. Según esta lógica, se ha considerado mejor, antes que una parte imponga su voluntad sobre las otras, que no gobierne nadie (como en el caso de los muchos gobiernos débiles y de breve duración) o que gobiernen todos juntos (grandes coaliciones). Este raciocinio se ha traducido en un sistema institucional bizantino y disfuncional, que pudo funcionar solo hasta que existió una amenaza externa como el comunismo soviético y una abundancia interna de recursos que los partidos políticos podían repartir entre sus clientelas. Dicho sistema sirvió durante muchos años para estabilizar un país atravesado por grandes fracturas, pero hoy, en un contexto tanto interno como externo totalmente cambiado y enormemente desafiante, representa la razón principal del bloqueo institucional y por tanto de la incapacidad de la política de hacerse cargo y dirigir el país en medio de los mares agitados de la globalización.
Resulta evidente que solo un giro mayoritario podría generar los incentivos necesarios para la creación de coaliciones unidas y no solo de simples carteles electorales que se deshacen nada más llegar al Parlamento y formar el Gobierno. De la misma manera, la limitación de la contienda a dos partidos principales permitiría reducir el poder de veto de las corrientes internas y de las formaciones políticas más pequeñas a las cuales el actual sistema entrega un excesivo poder de chantaje, sobre todo en las decisiones que implican mayor riesgo político y autonomía decisional. Hasta que el sistema político italiano no sea capaz de autorreformarse en dirección mayoritaria, las decisiones públicas van a ser rehenes de intereses particulares, sean estos de los partidos políticos menores o de las burocracias sindicales, industriales o administrativas. El caso de la decenal imposibilidad de reducir de manera eficaz el gasto público representa quizás el mejor de los ejemplos de esta situación: hoy, en Italia, la relación entre la deuda pública y el PIB supera el 130%. Pero muchos otros ejemplos nos dirían lo mismo, piénsese sino en los tiempos bíblicos que requiere la justicia civil para resolver un conflicto, o al eterno problema del sur de Italia.
A la debilidad y fragmentación del esquema institucional ha contribuido de manera determinante el sistema electoral, no casualmente bautizado por sus mismos extensores con el apodo de Porcellum (puercada). El mismo, caracterizado por la lógica proporcional y por un incoherente sistema de premios, ha representado una verdadera desgracia para el sistema político al determinar una representación que fotografía la extrema fragmentación de los partidos, favorece fenómenos de transformismo y sobredimensiona la capacidad de veto de los partidos menores.
La creación de un Gobierno de larghe intese, que en otros contextos, como el alemán, representa un remedio excepcional para momentos de particular inestabilidad, en Italia, por el momento, no parece poder ofrecer una solución a tan graves problemas. La razón principal de ésto reside en el hecho de que los partidos políticos que lo componen no han encontrado un mecanismo eficaz de legitimación recíproca. Según una idea malentendida, pero profundamente radicada, para éstos pacificación significa compartir el poder y no generar las condiciones para que una parte pueda alternarse con la otra. Ésto no solo denota una falta de cultura mayoritaria, sino que facilita a los partidos políticos el desentendimiento de las decisiones impopulares y la evasión, en consecuencia, de sus responsabilidades. El estado del sistema político italiano, bloqueado, ineficiente e irresponsable, y la sociedad en general, no pueden permitirse que la idea de pacificación se afirme en este sentido. Esta idea debe adquirir otro significado, inédito en la cultura política italiana, es decir: que partidos diferentes puedan alternarse al poder y gobernar con plena capacidad de tomar decisiones vinculantes para la totalidad, sin que las fuerzas momentáneamente en la oposición pongan el grito en el cielo o sientan amenazada su misma existencia.
En el caso italiano, crisis económica y crisis política, más que en cualquier otro caso, están estrechamente relacionadas. Por ello, o el Gobierno Letta es capaz de generar las condiciones para que se puedan llevar a cabo algunas imprescindibles reformas en lo que se refiere a las reglas del juego, ante todo la reforma del sistema electoral, o su existencia pierde sentido y puede hasta ser contraproducente, al provocar ulterior desafección y frustración en el electorado. Es evidente que no puede haber incentivos para participar en un sistema que no produce decisiones y que hace tan complicada, en ámbito político, la asignación de méritos y culpas.
Existe en Italia una crisis económica y fiscal que los Gobiernos de gran coalición como el actual, o el que le precedió del senador Mario Monti, pueden solo parcialmente aliviar con medidas a corto plazo. Existe, sin embargo, una crisis todavía más profunda que es la decisional, sin la resolución de la cual resultará muy difícil para Italia enfrentarse a los desafíos que el futuro plantea y volver a ser un actor creíble y escuchado frente a los partners e instituciones europeas. La afirmación de una lógica mayoritaria, hoy más que nunca necesaria, difícilmente podrá surgir de grandes coaliciones. Al contrario, tendrá lugar solo si existe un liderazgo claro que sea capaz de imponerse sin deslegitimar o atemorizar a sus oponentes.