Ito togarashi
El mundo de la cocina está lleno de emprendedores, probablemente porque no hay ningún cocinero que no sepa de las dificultades de contar con un socio capitalista. Javier Aranda ya tenía La Cabra, un grande y bonito local lleno de espacios diferentes; pero, como al emprendedor solo le basta emprender, se ha embarcado en un nuevo y más ambicioso proyecto.
La omnipresente moda de los emprendedores llega hasta aquí. Quizá la moda sea solo por el nombre, porque un emprendedor no es más que un empresario, alguien que emprende, arriesga e innova. Quizá por la desconfianza latina en estos pioneros, hemos tenido que cambiarles el nombre. O quizá sea por esta manía reciente de la neolengua de Orwell, osea, no llamar a nada por su nombre: desprivatizar por expropiar, ciudadanía en lugar de ciudadanos, esférico en vez de pelota o balón, etc.
El mundo de la cocina está lleno de emprendedores, probablemente más que en otros porque ya no hay ningún cocinero que no sepa de las dificultades e incomprensiones de contar con un socio capitalista. Por eso los Roca esperaron a ahorrar unos millones antes de reformar completamente su restaurante y David Muñoz (entonces aún no se llamaba Dabiz Muñoz) se instaló en un primer local indescriptible empeñándose hasta las cejas.
Javier Aranda ya tenía La Cabra, un grande y bonito local lleno de espacios diferentes en el que servía su cocina más compleja y creativa junto a otra más informal. A esta parte, demasiado humildemente, la llaman tapería a pesar de no servir tapas y ser de un refinamiento y calidad muy superiores a la media. A la media de los buenos, claro está. Con estos mimbres se construyó una buena reputación que le valió conseguir una estrella Michelin bastante antes de los 30. Pero como al emprendedor solo le basta emprender, se ha embarcado en un nuevo y aún más ambicioso proyecto, Gaytán. Eso sí, manteniendo el anterior.
La propuesta es novedosa en Madrid, al tratarse de un espacio diáfano -decorado tan solo por enormes columnas escultóricas y una festiva y colorida instalación de verduras multicolores- presidido en el centro por una gran y brillante cocina. Parece un altar alrededor del cual colocar a unos fieles que se distribuyen en mesas de sólida madera con forma de riñón y situadas alrededor de esa cocina-escenario. Solución divertida pero arriesgada porque obliga a olvidar almuerzos de negocios o cenas románticas. Claro, que la gastronomía-espectáculo aguanta eso y mucho más.
La cocina que se ve no es la única, por supuesto, pero es en ella en la que se elaboran algunos platos y se rematan otros, permitiendo que observemos la maestría de Javier y la pericia de sus ayudantes, sea con un wok que parece la espada flamígera de un arcángel o con un pequeño sifón transformado en varita mágica. Para el resto ha sido lampedusiano porque lo ha cambiado todo (el menú y la decoración) para que todo siga igual (la calidad, la creatividad y el servicio).
Lo primero que llega a la mesa es una delicada miniatura: hamburguesa de ternera, un buen bocado que sabe a tradición renovada porque el pan es merengue de tomate, crujiente y sabroso, el filete está crudo y los aliños son más aromáticos.
El taco de caballa a la llama y jalapeño mezcla los crujires de un taco, que los mexicanos llamarían tostada, con un pescado maravillosamente temperado y con las alegrías de un suave picante que se completa con pequeños trozos de aceituna gordal y un buen caldo de lo mismo.
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Sin embargo, la mayor audacia llega con el plátano y chorizo de montaña que agrega, a esta de por sí arriesgada mezcla, los toques cítricos del yuzu. Y además, queda muy bien. Un bocado delicioso y nada convencional.
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El buñuelo de panceta juega con los recuerdos de un buñuelo de chocolate aunque no lo es. El panecillo de trigo al vapor se rellena de panceta y se rocía, en el culmen del plato, con una salsa densa y golosa con algo de dulce. Como se come con la mano, pedí una cucharilla, porque tanto sabor era de aprovechar.
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Lástima que el arrojo naufragara en pasión y bacon, un bocado demasiado graso y empalagoso porque el sabor del bombón de fruta se baña en una espesísima reducción de bacon solo apta para los muy amantes de las grasas duras.
Tampoco la ensalada de quisquillas y berberechos está entre las grandes recetas de Aranda. Conceptualmente nada que objetar, además el plato es vistoso y la espuma de limón lo remata bien, pero los sabores carecen de equilibrio y la textura de la pasta no es la más agradable.
Y hasta aquí las objeciones, porque las tripas de bacalao es un plato sobresaliente y por eso hasta les hice un vídeo gastronómicomusical. Se trata de una especie de pil-pil revisitado al que se añade un golpe de aceite para que tome un cierto aire de fritura. La gelatinosidad de las tripas se mezcla con sopa y crujiente de tripas, cebolla holandesa crepitante y unos filamentos de ito togarashi. ¿Cómo se quedan? Todo el plato es una explosión de sabores excitantes e intensos.
Del risotto de celeri también me gustó todo. Escondido bajo una piel de leche, es en realidad un falso risotto de colinabo sumamente suave y además muy aromático gracias a las deliciosas trufas de verano.
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El salmonete y azafrán es un gran plato de pescado, sobre todo por el punto del salmonete, que se hace al wok pero no a la oriental, sin que las llamas toquen el pescado, sino a la peruana, exponiéndolo a las llamas, lo que permite un sellado perfecto que mantiene un interior jugoso y poco hecho. Es un acierto combinarlo con leves toques de aire de naranja, crema de azafrán y colinabo porque no le restan un ápice de sabor sino que lo realzan.
También goza de un punto certero el ciervo y remolacha. La carne está jugosa y, sobre todo, tierna, cosa que no siempre sucede con estas piezas de caza. Se acompaña, además de con la remolacha, de un chispeante tomate de árbol, de cacao y ruibarbo.
Para hacer un buen menú degustación, no solo vale trufarlo de buenos platos. El equilibrio entre ellos y un cierto sentido de conjunto es fundamental. Por eso, optar por el frescor después de este festival de sabores intensos es un acierto. La piña, anís y melocotón es una composición fresquísima y llena de frutas sabrosas que se enriquece con apio y algo de chile, en un juego de texturas y contrastes sumamente logrado.
El gazpacho de fresa y frutos rojos cumple la misma función pero, esta vez, con los más intensos sabores de los frutos rojos mezclados con granizado de malvas y aire de pimiento rosa que, además, nos devuelven al bosque, a la caza y al plato del ciervo.
Javier Aranda ha vuelto a arriesgar porque, junto a este Gaytán, mantiene La Cabra intacta y con sus dos propuestas; pero de seguir así, habrá ganado. Además, tras una efímera pero poderosa fascinación por Oriente, ha recuperado sus más intensos sabores, perfeccionando su gran cocina manchega pasada por la vanguardia y trufada con técnicas y sabores de todo el mundo.
Así que vengan a Gaytán, donde este menú cuesta 70€, y no pierdan de vista a Javier Aranda que, a fuerza de tesón, humildad y creatividad, está lleno de futuro.