El alma de Lisboa
No diría yo que Alma es un restaurante de vanguardia, ni siquiera contemporáneo, pero sí que es decididamente moderno para los usos portugueses. Su elegancia revela también un enorme amor por la gran cocina de siempre. Hay que mejorar algo el pretencioso servicio, pero haga lo que haga, Alma ya es un muy notable restaurante y una bocanada de aire fresco en el desértico panorama portugués.
En el Chiado hasta las mismas piedras son piedras poéticas. El más literario de los barrios de Lisboa rezuma poesía. Prosa también. Allí el amarillo pálido, el rosa pastel o el azul celeste que colorean las fachadas de toda la ciudad se tornan también blanco marfileño y gris perla. Dos rotundas y lóbregas iglesias cierran la plaza que preside el gran vate portugués Luís de Camões y ambas abren paso a la plazoleta en la que Pessoa muestra su soledad perpleja. No es para menos porque la estatua del más refinado y huidizo de los poetas ha sido colocada en medio de la terraza de un café para que los turistas lo profanen cada día con sus cámaras impías.
Todo es tan culto que los más renombrados escritores, los que poblaron este barrio en el XIX, crearon un club que no era taurino, ni militar, ni de amantes de aeroplanos o velocípedos, sino de la literatura y he ahí el Gremio Literario, el club más lírico que imaginarse pueda.
Apenas dos calles más arriba, en la de Anchieta, se ha instalado con su Alma, uno de los más famosos chefs de Portugal, Henrique Sa Pessoa, estrella de la televisión y creador de proyectos más comerciales. Ahora lo vuelve a intentar (ya hubo un Alma) con un restaurante refinado que ocupa un hermosísimo local que recuerda los almacenes de las casas burguesas de hace un siglo.
Manteniendo los suelos de piedra rústica, los imponentes arcos y la rugosidad de las paredes, se ha decorado con sencillez y con tan solo un puñado de adornos: espejos que lo agrandan, un gran botellero que lo llena de chispas y pizcas de luz y dos grandes tapices blancos y rojos, como única nota de color. El aire semiindustrial se completa con mesas desnudas y una pequeña cocina abierta que se divisa desde algunas.
Los aperitivos comienzan con un crujiente de tapioca con mayonesa de ostras y un gazpacho clarificado con gel de aceite de poleo. La rústica presentación recuerda las de Central, el gran restaurante peruano del momento. Ambos bocados realzan los sabores extrayendo su esencia, el primero con esa intensa mayonesa de ostras y el segundo convirtiendo el gazpacho en infusión.
La almeja con puré de cilantro y crocante de pan es toda una sorpresa por ser una esfera. Envuelta en una leve gelatina que le da forma, mantiene todo su sabor y la mezcla con el muy aromático cilantro recuerda la gran receta portuguesa, las ameijoas a bulhao pato.
También original y de gran intensidad es el pimiento rojo en tempura de verduras (sobre todo apio) y salsa de pimientos y vinagre ahumado. Los palitos de pimiento, que parecen quemados y utilizan el carbón vegetal para conseguir ese efecto, aumentan su sabor con la deliciosa salsa consiguiendo además un bello contraste de color. Recuerdan mucho una gran obra de Quique Dacosta.
Empieza la comida con la mantequilla de sal ahumada, un buen aceite de Évora y tres tipos de pan: de Mafra, un clásico portugués, de maíz y patata dulce al que esta no añade nada y más bien empeora la clásica y excelente broa de milho y de algarroba, otra originalidad francamente olvidable.
Y basta de críticas, porque las zanahorias asadas es un gran plato verde que combina éstas con otros vegetales, también baby pero esta vez glaseadas. El bulgur de frutos secos es abundante en pistachos y pasas sultana. Otros toques de puré de espinacas y aceite de cominos dan complejidad a un plato en apariencia simple. Además es una bonita composición por lo que es incomprensible que una rodaja de queso de cabra se coloque de cualquier manera quebrando la armonía del conjunto de un modo francamente vulgar.
El escalope de foie gras tiene un enunciado que lo hace parecerse a un desayuno: granola, manzana y almendras pero tiene mucho más que eso y todo combina bien con el excelente hígado del pato, concretamente una espuma de café y una crema de pistachos que además de embellecerlo lo redondean.
Sin embargo, la gran sorpresa de este almuerzo llega con la calçada de bacalhau que no es otra cosa que una elegante y excelente reinterpretación del bacalhau a brás (o dorado como generalmente lo llamamos en España) que mejora el original. Sobre la base tradicional se coloca una yema que se esconde bajo un velo de carpaccio de bacalao envuelto en aceituna negra y de ahí el nombre, porque esa estética lámina blanquinegra lo asemeja a los suelos de esta ciudad, la bella y ondulante calzada portuguesa a la que cada nueva pisada bruñe como un espejo. La mezcla de todo eso hace que el plato sea mucho más sabroso y envolvente que la receta original, sin traicionar ninguno de sus sabores.
El cochinillo confitado está también asado a baja temperatura y la piel dorada y crujiente de modo perfecto. Se acompaña de los deliciosos jugos del asado, perfectamente clarificados y desgrasados, un aromático puré de batata y romero, un toque de mantequilla de jengibre y algo de naranja, elementos todos que contribuyen a contrarrestar la inevitable dosis de grasa del cerdo.
Los postres son también muy buenos. Las texturas de mango se enriquecen con fruta de la pasión y coco y para rematar el conjunto y dar un toque crocante a las ternuras de helados y pastelitos se usa el sésamo negro quemado en forma de crujiente.
La bomba de chocolate esta llena de sorpresas. La cobertura de negro cacao contiene varias texturas de chocolate y un corazón delicioso de caramelo salado y derretido, una combinación arriesgada y elegante. Los suaves contrastes con la avellana apuestan, eso sí, por lo seguro.
Aún faltan tres delicias que llegan con el café, el profiterol de regaliz, la trufa y sobre todo, un bombón de pastel de nata recubierto de migas de galleta que estalla en la boca esparciendo su interior líquido y que es puro pastel de nata concentrado y deconstruido.
No diría yo que Alma es un restaurante de vanguardia, ni siquiera contemporáneo, pero sí que es decididamente moderno para los usos portugueses. Su elegancia revela también un enorme amor por la gran cocina de siempre. Por eso no le arrebatará el cetro a Avillez pero mostrará que se puede hacer una cocina personal y diferente, al menos hasta que aquel no deje de inspirarse tanto en la de otros (solo en presencia de mi abogado diré cómo le llaman los chefs que se sienten copiados).
Hay que mejorar algo el pretencioso servicio, que se cree por encima del cliente hasta el punto de discutir con arrogancia la frialdad del vino o la presencia de algún ingrediente -para después reconocer su error-, e ir arriesgando poco a poco pero, haga lo que haga, Alma ya es un muy notable restaurante y una bocanada de aire fresco en el desértico panorama portugués.
Este post fue publicado originalmente en la página Anatomía del gusto