Un perro feliz
Llegué a mi tierra de diseño, con autopistas, aeropuertos y trenes galácticos que no se pueden mantener, de gasolineras palaciegas con empleados autómatas y silenciosos, de restaurantes acristalados y clonados; un país donde desde el primer momento que entras eres sospechoso y estás inquieto.
Foto: Mayte Piera
Siempre que subo al ferry de Igoumenitsa para volver de Grecia, pasando por Italia, tengo presentimientos aciagos. Siento iniciar un viaje, como Odiseo, lleno de Lestrigones y Cíclopes maléficos que complicarán mi retorno y me borrarán el camino de regreso. El zumbido de las hélices y el comienzo de la maniobra me desasosiegan tanto que me sumerjo en algún libro para no pensar demasiado. No importa en qué época vaya, siempre es un sufrimiento, pero este dulce otoño del Jónico se queda prendido en las ropas tal que una fragancia venenosa. Durante algún tiempo me durará el encanto y la imagen, al cerrar los ojos, de los arboles dorados, las manzanas encarnadas, los flamencos rosados en las marismas de Lefkada que no tienen mucha prisa de partir este año, el azul interminable y la blanquecina tranquilidad en el que se sumerge la isla para reposar del fatigoso verano.
Cuando llego a mi país, después de tantos meses, normalmente no entiendo nada, normalmente me falta el aire y normalmente me enfurezco; el resto del tiempo notaré solo manos anónimas que intentan estrangularme a base de normas y leyes venidas de muy lejos, pero aplicadas con rigor en esta tierra de papistas más rigurosos que el Papa. Ya no me acordaba que aquí te vigila un helicóptero en la carretera que sabe todo de ti; que si aparcas mal la grúa aparece a velocidades cuánticas; que un coche no puede estar sin ITV aunque no circule; no sabía que ya no se pueden comprar las bombillas de toda la vida porque contaminan, a pesar de que la ciudad está iluminada como un lucero; me enteré de que han prohibido a las pulpeiras cocer el pulpo en cacharros de cobre, a los perros correr sueltos por los parques y que en el país vecino, a los gondoleros de Venecia les van a obligar a llevar chalecos reflectantes y GPS.
Llegué a mi tierra de diseño, con autopistas, aeropuertos y trenes galácticos que no se pueden mantener, de gasolineras palaciegas con empleados autómatas y silenciosos, de restaurantes acristalados y clonados; un país donde desde el primer momento que entras eres sospechoso y estás inquieto. Y dejé atrás un estado mísero y empobrecido, sin infraestructuras ni diseños, pero donde es infinitamente más fácil la existencia y donde te sientes tranquilo, donde un gasolinero igual te prepara un café que te arregla un pinchazo o te llama a la estación de autobuses para averiguar el horario, mientras comenta el partido de ayer.
Es entonces cuando me llegan retazos de Lefkada, con sus bicicletas sin candar, con sus policías que escuchan tus disculpas y te rebajan la multa, con los niños ayudando en las tabernas de sus abuelos, con el mecánico que te lleva en su coche porque a ti se te ha estropeado el tuyo, con la señora que acompaña al turista que se ha perdido. Y sobre todo me acuerdo de un perro, al que nunca me da tiempo de hacerle la foto cuando pasa, subido con las cuatro patas juntas en la moto de su dueño y apoyando la cabeza en su hombro mientras sus orejas vuelan al viento. Su cara de felicidad es inolvidable.
Este post fue publicado originalmente en el blog de la autora