Flores en el mar
Hay empresas que organizan sentidos funerales en el mar, con sacerdotes, marineros de guantes blancos y capitanes uniformados que consuelan a los presentes mientras se entona la salve marinera. Previo pago, claro. El que no puede acceder a estas emotivas despedidas se deshace de los restos como puede, y lo más cercano al infinito mar, insondable e inmortal, es el malecón del puerto.
Flores en el mar, de Mayte Piera.
Recién abiertas las puertas de la marina entraba yo con el coche para dar las prácticas del fin de semana. Una mujer pasó a mi lado como un soplo, apretando un ramo de margaritas entre las manos. Se notaba que tenía prisa y que elegía esas horas tempranas de un sábado porque recelaba de la presencia de las pocas personas que estábamos allí en ese momento. Se cruzaron nuestros ojos; me vio y la vi. Ninguna dijo ni pío, pero esas miradas no necesitan palabras para intercambiar información. Yo sabía qué es lo que había venido a hacer esa mañana soleada. Ella supo que no era su enemiga. Durante la eternidad de un segundo dudó en decir algo; dudé en hacer algo por ella. Pero todo pasó como el viento y reanudamos nuestros caminos.
Los fines de semana se llena la bocana del puerto de flores; principalmente rosas, normalmente blancas. Nadie suele caer en el detalle, ni pregunta y, por lo tanto, no digo nada, pero me impresionan. Son flores tristes que arrojan personas muy afligidas a las que nunca llegas a ver. Cuando sales, las rosas están ya ahí, como si hubieran germinado, crecido en el muelle y la resaca las hubiera arrancado de su raíz con cortes limpios. La gente las tira a escondidas, como se tiran las basuras y las vergüenzas; pero solo son flores. Aquel sábado 1 de noviembre, navegábamos en un espejo pintado de colores, como un tapiz.
Echar las cenizas al mar es un rito muy antiguo, pero hoy está prohibido por el convenio MARPOL, un conjunto de normativas internacionales para prevenir la contaminación del mar. Las cenizas contaminan, según el convenio, y también las flores, pero no los pétalos o las flores sin tallo. Esta normativa se puede leer de muchas formas, incluida la edición de papel de fumar que tanto agrada a las autoridades españolas. Por esa fina lectura, en este país está prohibido arrojar las cenizas de tus seres queridos al mar, a no ser que lo hagas a tres millas de la costa y en una embarcación autorizada para este tipo de actividades, so pena de grave infracción. Hay empresas que organizan sentidos funerales en el mar, con sacerdotes, marineros de guantes blancos y capitanes uniformados que consuelan a los presentes mientras se entona la salve marinera. Previo pago, claro.
El que no puede acceder a estas emotivas despedidas se deshace de los restos como puede, y lo más cercano al infinito mar, insondable e inmortal, es el malecón del puerto. Allí se acercan los desconsolados amantes, los tristes familiares, los amigos fieles, al extremo del muelle con la vana ilusión de que esos capullos de rosas viajarán muy lejos, emulando al ser querido en su tránsito hacia la otra orilla. Pero si eres pobre y sin suerte, y si ese día sopla viento de fuera, con el contradique que impide la salida de las aguas y las olas que crean reflujo en la entrada, las flores siempre vuelven al punto de partida. Regueros de colores se extienden con las corrientes, transitan, se esparcen y arriban hasta el fondo de la dársena donde amarran los grandes yates de lujo. Flores de muertos humildes entre el fasto de los megayates. Tapones de champan que van a caer al mar entre hermosas rosas a la deriva. Los vivos siempre seguimos a lo nuestro.
Esas flores difuntas flotan con una tristeza incomparable, dando pequeños saltitos con las olas de las embarcaciones que salen y entran, mientras sus propietarios las miran alejarse con los ojos empañados. Muchas acaban trituradas por las hélices y se descomponen en pequeños pétalos. Eso ya sí que cumple MARPOL.
Pasé al lado de una rosa roja cuidadosamente introducida en una botella de grueso vidrio, tapada y sellada, que flotaba dando vueltas en el antepuerto y que nunca llegaría a cruzar el mar, ni llegar a ninguna remota ribera, ni nadie la encontraría tras años de vagar por las aguas. Su final sería indefectiblemente el muelle de enfrente. Miré hacia arriba, pero no vi a nadie a quien pedirle permiso para llevarla mar adentro.
El último grito en cenizas consiste en que nos fabriquen un brillante con los restos amados a base de extraer el carbono que queda tras la combustión. El resultado es un diamante de un tono muy azulado. EL precio de llevar a nuestros muertos en forma de pendientes o sortijas es elevado; desde unos 4.500 € hasta unos 36.000 €, según sean los quilates y el número de gemas. Los tanojoyeros incluyen un servicio muy personal y elaboran un perfil psicológico de los familiares para atenderles de la forma más genuina posible.
Vanitas vanitatum omnia vanitas. Vanidad de vanidades, todo es vanidad.
Cuando ya amarrábamos me encontré a las humildes margaritas sobrenadando en torno al pantalán. Había comenzado la oxidación de sus hojas que se reblandecían y el blanco de sus pétalos amarilleaba ya a esas horas. No lo pude evitar, salí corriendo de allí para que no me vieran. Me puse a llorar con un desconsuelo imaginado. Nunca sabré exactamente el porqué.
Este post fue publicado originalmente en el blog de la autora.