Aprender a esperar y a desesperar (I): indefensión aprendida
La indefensión puede ir más allá del hecho concreto de una situación, que se puede aprender y se puede reproducir. Se puede aprender a perder, a no tener esperanza, a no ver soluciones donde existen potencialmente. No es que estén bien como están, es que han perdido la esperanza y tienen miedo de volver a sufrir.
Cuando ingresé en la Facultad de Psicología, los estudiosos del comportamiento llevaban décadas adiestrando a ratitas blancas de ojos rojos y a monitos Rhesus de ojos asombrados para que realizaran manipulaciones más o menos complejas a cambio de obtener un beneficio. En el caso de las ratitas, generalmente comida, pero en el caso de los Rhesus cosas menos tangibles como afecto y seguridad. Unas y otros habían aprendido a accionar palancas, recorrer laberintos y escoger colores. Anteriormente el perro de Paulov había segregado saliva no ante un suculento solomillo sino por efecto del sonido de una campana que precedía a la comida.
Esas asociaciones ya estaban establecidas con carácter científico cuando yo empecé a estudiar, y traté de imaginar cómo pudo ser la cadena de acontecimientos que dio lugar al concepto de la indefensión aprendida.
Mi hipótesis sería la siguiente: Los investigadores comenzaron a probar la posibilidad de no ofrecer beneficios a los animales del laboratorio sólo como parte de las condiciones de experimentación. A unos les aplicaban un programa basado en obtener beneficios o evitar un daño, y a otros no. Otra parte salía perjudicada hiciera lo que hiciera; pero no por maldad, sino para comparar resultados. Cosas de la Ciencia.
Un día uno de los ayudantes de laboratorio se quedó contemplando una ratita triste y preocupada en un rincón de su jaula. No sé si la llamarían Luci o sujeto R1, en cualquier caso, el experimentador comprobó que Luci -nosotros la llamaremos así- ya no se movía histérica ante la disyuntiva de qué camino elegir en su laberinto, ni tocaba alternativa y frenéticamente el botón rojo y el azul para ver si podía obtener su trocito de queso como en ocasiones anteriores. Ahora solo giraba los ojos en dirección a esas alternativas, pero sin moverse de su sitio. Tampoco deambulaba por la jaula ensayando, en el vacío, conductas que en algún momento habían tenido éxito y que contempladas fuera de contexto daban la impresión de que se había vuelto loca. No, ya no se movía del lugar donde se había agazapado mirando asustada a su alrededor.
Cuando el ayudante comprendió lo que ocurría se le empañaron las gafas. Con paciencia fue anotando cómo el grupo al que pertenecía Luci iba pasando por una serie de fases entre el frenesí y el atolondramiento para culminar en un estado de apatía y depresión que años después, el Dr. Seligman, denominaría como indefensión aprendida.
Efectivamente la indefensión aprendida es la consecuencia de creer que nuestra conducta no tendrá ninguna influencia sobre los resultados. Esa creencia se aprende y tiene importantes consecuencias sobre nuestra conducta y nuestro estado de ánimo. Técnicamente se ha descrito como una expectativa que produce tres efectos: a) déficit motivacional para emitir nuevas respuestas, b) déficit cognitivo para aprender que las respuestas controlan los resultados y c) reacciones afectivas de miedo y depresión. El sujeto -nuestra Luci- aprendió a creer que estaba indefensa, que no tenía ningún control sobre la situación en la que se encontraba y que cualquier cosa que hiciera sería inútil. Como consecuencia permanecía pasiva frente a una situación desagradable o dañina, incluso cuando disponía de la posibilidad real de cambiar esas circunstancias.
El fenómeno se ha denominado de distintas maneras a lo largo del tiempo: desesperanza, indefensión e incluso pereza aprendida, arrojando esta última una sombra de culpa sobre la víctima.
Hoy el término indefensión está en boca de todo el mundo relacionado con las consecuencias más duras de la crisis económica: desempleo, desahucios y pobreza. También con los efectos de las políticas adoptadas por los gobiernos para hacer frente a la crisis caracterizados por sucesivos recortes de sueldo, de prestaciones y de derechos que recaen sobre los ciudadanos que nada han tenido que ver con sus causas, y que no entienden lo que ocurre.
En estos tiempos la palabra acude una y otra vez a nuestra mente cuando contemplamos a esos ciudadanos probando conductas que ya no tienen el menor efecto sobre la realidad como buscar trabajo o protestar por su pérdida. También cuando sucumben ante la perplejidad o la desesperación y se les exhorta a ser optimistas y emprendedores culpándoseles de su desánimo, de su falta de iniciativa y hasta de su pereza. Cosas de la política.
Es cierto que los medios de comunicación suelen emplear la palabra indefensión en el sentido estricto de estar indefenso ante una determinada situación o en el sentido jurídico de haber sido desposeído del legítimo derecho a la defensa, pero no podemos evitar pensar también en los significados psicológicos del término.
Ahora sabemos que la indefensión puede ir más allá del hecho concreto de una situación, que se puede aprender y se puede reproducir. Se puede aprender a perder, a no tener esperanza, a no ver soluciones donde existen potencialmente. Esto explica, al menos en parte, situaciones tan graves como las que experimentan las mujeres que son víctimas de violencia de género sistemática; por qué es tan difícil revertir la pobreza cuando se vuelve crónica -aun cuando las condiciones económicas hayan cambiado-, o por qué muchas personas sin hogar se resisten a reintegrase socialmente. No es que estén bien como están, es que han perdido la esperanza y tienen miedo de volver a sufrir.
Se avecina un panorama muy sombrío sobre las consecuencias de esta crisis si se prolonga demasiado en el tiempo.