¿Quién tiembla ante el migrante?
Parece pertinente recordar aquí, siquiera brevemente y como mero acicate para una pequeña reflexión, ante el bochornoso espectáculo del gobierno italiano en materia de migración, ante la actitud europeo-occidental en realidad, el medido ensayo que Edward W. Said, crítico literario y cultural nacido en Jerusalén en 1935 y muerto en Nueva York en 2003, escribió hace ya algunos años, titulado Reflexiones sobre el exilio; ensayo que a su vez da título a un fértil volumen de textos que publicó la editorial Debate en 2005. Implicado amigo y activo defensor de la causa palestina, tenía el conocimiento y la sensibilidad suficiente, amén de su experiencia personal, para pensar con acierto y profundidad lo que supone para una persona tener que abandonar, forzosamente, y por distintos motivos, su hogar.
En un momento del ensayo Said escribe esto: Una vez desterrado, el exiliado vive una existencia anómala y miserable con el estigma de ser un extranjero. Es importante desarrollar y atender al contenido de esta frase: aunque existen diferencias formales entre lo que es un refugiado, un expatriado, un exiliado, etc., todos ellos comparten, en mayor o menor medida, y en tanto desterrados, un mismo sentimiento de desarraigo, de quiebra, de ruptura no cicatrizante que los separa irremediablemente de sus tradiciones, de sus antepasados, de los paisajes cada vez más nebulosos de su origen.
Ante esta constatación de la existencia anómala y estigmática de los desplazados (soslayada sin duda por tantos entusiastas del ombligo propio) debemos preguntarnos, ¿es así, acaso y en primer lugar, como vemos a todas estas personas, como seres humanos que pasan a vivir una existencia discontinua y desenraizada o, por el contrario, nos centramos en explotar la patética visión higienista y nacionalista en la que todo lo no material que proviene de fuera ha de ser rechazado y temido? Por mi parte, creo que si no asumimos desde el primer instante en nuestra reflexión como sociedad que las personas desplazadas sienten y sufren con la misma intensidad que cualquier otra, no se podrá realmente configurar una sociedad de la que merezca la pena formar parte, pues una sociedad que en el siglo XXI no sea hospitalaria, y no esté concienciada del dolor de las mareas humanas que se desplazan sin remedio por el mundo, siempre tendrá el sabor de la descomposición, cuando no el de la mismísima putrefacción que ancla al pasado y no remite al futuro.
Porque en la era de los refugiados (¿cómo podríamos llamar si no a este tiempo contemporáneo?) no se pueden ya sostener políticas de separación, exclusión y rechazado entre los habitantes legítimos de un territorio y los que no lo son. Sentir temor puede considerarse una respuesta natural ante lo desconocido, ante culturas y formas de vida diferentes, pero el análisis detenido de las condiciones en las que se desarrolla nuestra realidad global, planetaria, nos obliga moral e intelectualmente a comprender y facilitar la existencia del otro en un entorno compartido. Esa ha de ser nuestra elección, pues, ¿acaso no llenó Europa países de ciudadanos que huían de la guerra, que buscaban refugio y la posibilidad de una existencia libre de las opresiones, libre de regímenes fascistas o comunistas?
En su ensayo, Said profundiza en la mirada del exiliado, en su necesidad de hacerse oír para comunicar su angustia, en su posición excéntrica en una sociedad de vaivenes, atendiendo además al fruto artístico y al enriquecimiento cultural que proyectan y pueden generar los migrantes (por supuesto, no todos alcanzan altas cotas de creación e implicación en los asuntos de su nueva comunidad, pero tampoco todos los miembros propios de una sociedad concreta lo hacen). No basta, en ningún caso, y esto es importante, con tener en las calles de nuestras ciudades a todas estas personas y sentirnos "mejores" por ello, sino que hay que incorporarlas a los ritmos y al funcionamiento de nuestra compleja y proteica sociedad para que nos enriquezcan: al menos para mí, la integración será siempre un momento poderoso de la imaginación social, y una sociedad imaginativa siempre tendrá más posibilidades de alcanzar un mayor grado de libertad y justicia que una en la que sus ciudadanos se creen que tienen algo valiosísimo que proteger y preservar (generalmente su miedo ligado a su estupidez o ignorancia).
Además, del exiliado podemos aprender algo muy importante, que enfatiza Said en su ensayo: a tomar distancia de nuestro entorno para escrutarlo y analizarlo de una forma menos emocional y más incisiva, con la finalidad, no de recrearnos en nuestros males, como le gusta a tanto entusiasta de lo apocalíptico y de la pureza, sino de mejorar y cimentar nuestras conjuntas aspiraciones para cumplir con nuestros ideales democráticos. A veces, y esto nos sucede en nuestra vida personal, hace falta una voz cercana, pero distinta de la nuestra, para ver con mayor claridad los difusos y desenfocados problemas a los que nos enfrentamos y así poder solventarlos con mayor eficacia.