La perversidad de nuestra sociedad
La mayoría de las culturas han protagonizado relatos casi permanentes de rapiña, codicia y perversidad. Los valores que admiramos como la misericordia, la compasión, la generosidad y el altruismo suelen restringirse a momentos fugaces. ¿Por qué no emerge el bien más a menudo?
Ha sido un año de significativos retrocesos políticos para los ciudadanos de España, de injusticias amparadas por la violencia del Estado, y de un aumento consciente de la desigualdad al relegar los derechos de la ciudadanía a las exigencias del sistema económico y financiero. No queriendo ser un pesimista histórico, hoy entiendo mejor la concepción de Marx de considerar que todavía estamos en la prehistoria, puesto que la distorsión que nuestras instituciones ejercen sobre cómo debemos efectuar la comprensión de la realidad y admitir el significado de la condición humana, impide inaugurar una auténtica historia colectiva, una historia donde la vida de las personas se desarrolle en condiciones igualitarias, en plena libertad y sin que exista la explotación; una historia que aunque no logre progresar materialmente sin haberse privado por completo de la presencia del mal, sí lo haga sin causas racionales para provocar sufrimiento en los demás.
¿Nos hemos acostumbrado al exceso de una vida política donde predominan los impulsos violentos, corruptos y opresivos hasta el punto de que hemos abandonado todo signo de sorpresa y curiosidad por querer entender las razones por las que tal catástrofe persiste?
La mayoría de las culturas han protagonizado relatos casi permanentes de rapiña, codicia y perversidad. Los valores que admiramos como la misericordia, la compasión, la generosidad y el altruismo suelen restringirse a momentos fugaces, aflorando de vez en cuando de una manera breve y precaria. ¿Por qué no emerge el bien más a menudo?
Lo que he aprendido de este ciclo histórico, desde 1978, es que esa imposibilidad se debe mayoritariamente al modo en que funcionan las estructuras, las instituciones y los procesos de poder. Pero luego queda un residuo marginal, que pese a su apariencia finita y reducida, resulta ser trascendental. Y tiene que ver con las consecuencias de las decisiones individuales que tomamos, con las ideas que decidimos analizar y con las ideas que descartamos sin reflexión, y en última instancia, con las creencias a las cuales les permitimos un cierto gobierno sobre nuestra conciencia y devenir.
¿Cómo analizar este residuo que termina de precipitar y naturalizar la no-realización del bien? Comenzaré repasando los prismas disponibles para que cada uno pueda utilizar el que considere más conveniente:
Una visión conservadora del ser humano, cómoda con los mecanismos de represión, asociaría el defecto de que el bien sea una práctica escasa a que las personas, en general, son proclives a la corrupción, a la indolencia, a la falta de empatía y a los sentimientos que les permiten elevarse subjetivamente sobre la chusma. Por consiguiente, establecen la necesidad de una autoridad que nos imponga un orden, una disciplina férrea para sacar lo mejor de todos nosotros.
La síntesis de este planteamiento es que los márgenes para la mejora humana son muy reducidos. La reinserción y la redención absolutas nunca pueden converger sustancialmente, puesto que siempre permanece la sospecha del pecado. Como ejemplo, fijémonos en la compulsión que siente un sector de nuestra sociedad por regular hasta en el más mínimo detalle todas las conductas que se oponen a lo disciplinario, sin dejar hueco para los cabos sueltos: ya sean los servicios mínimos de la ley de huelga, los supuestos de la ley del aborto, la mendicidad, las licencias por concurso para los músicos callejeros, etc. Esta obsesión por ordenar y que, en apariencia, todo esté limpio, es un síntoma de la desconfianza que el conservadurismo siente hacia los instintos naturales, prefiriendo el pragmatismo de vivir en el sistema menos malo posible en vez de buscar la plenitud de la virtud.
Una segunda visión, opuesta a la anterior, la comparten aquellos que se ven a sí mismos como activistas comprometidos con el progreso, que esperan siempre lo mejor de cada persona. Son inmunes al desencanto o la decepción, y echan mano de una retórica convencional que idealiza a los hombres y a las mujeres. Su optimismo cristaliza en optar por pequeñas regulaciones del sistema, por consentir y mimar sentimentalmente a la humanidad, negando la catástrofe permanente de la historia. Su rama más ingenua prefiere refugiarse en una isla de potencialidades virtuosas que desafortunadamente, nunca llegan a ser materializadas en el continente, pero lo que en su caso es lo peor, es que en el momento decisivo de realizarlas, deslumbrados por el brillo del poder, las traicionan o las olvidan; después se conforman con obtener el perdón para recomenzar de nuevo con el mismo relato.
Otra visión, la del libertarismo, probablemente la menos entendida y distorsionada por la derecha radical española (lo que me hace pensar en su preocupante profusión de legos), concibe que los hombres y mujeres si se esfuerzan con pundonor y entrega, pueden salir adelante, sobreponerse a cualquier circunstancia, pues no hay obstáculos lo suficientemente descorazonadores en su propia condición que les impidan ser lo que realmente desean. Es decir, si no somos libres es porque hay una barrera externa que lo impide y que por tanto hay que combatir inmediatamente. Una vez somos libres, todo depende de la voluntad de cada uno. Esta premisa ha sido utilizada torticeramente para responsabilizar al individuo de su incapacidad para mejorar sus condiciones materiales y espirituales, y en otros casos para deslizar la culpa enteramente hacia la naturaleza intrínsecamente maliciosa de las instituciones del Estado.
La última visión tiene que ver con atacar a la raíz, es decir, con la perspectiva que denomino aquí como radical y que a la vez es genuinamente realista. Para empezar, estos "radicales" reconocen la matrícula de honor vitalicia que ha obtenido el hombre en corrupción y crímenes contra sí mismo. Y precisamente, la amenaza de ese dominio tan brutal que ha alcanzado para fines destructivos, es la que utilizan para apremiar a que se realice un cambio profundo en la sociedad. El filo de su posición es evitar tener que sucumbir a la idea del conservadurismo de que la transformación del hombre y de la sociedad resulta ser altamente improbable. Y a la vez, distanciarse de la postura progresista de que no es necesario ningún cambio en profundidad, dado que la situación no es tan sombría, siendo suficiente con pulir y perfeccionar las instituciones ya creadas.
El radicalismo al que aludo (etiqueta que utilizo con positividad para designar a la tradición materialista histórica) estaría conectando el residuo marginal con la naturaleza material de las barreras que impiden a diario la realización del bien. De manera que su análisis concluye que la inmensa parte de la violencia y la injusticia fluyen de los efectos provocados por las fuerzas materiales de la sociedad y no por la disposición viciosa del individuo. La explicación es sencilla: la virtud florece con el bienestar material. Si paso hambre o siento pánico, las relaciones con mis iguales probablemente no serán aceptables, y caeré en actos violentos o injustos hacia ellos. Un moralista, en cambio, considera que los actos buenos y malos de las personas son plenamente independientes de los contextos materiales en las que éstas viven. Ellos, los infractores, los criminales, los inmorales, deben asumir toda la responsabilidad por las vulneraciones que cometen. Sus actos les pertenecen y les definen.
Es evidente que el Estado del Bienestar no produce hombres perfectos, pero el radical, dentro de esta línea de razonamiento, se convierte en un realista, ya que su objetivo no es producir y distribuir la pureza o la bondad absolutas, sino la mejora de la vida para, al menos, un amplio número de personas, disminuyendo la intensidad del dolor y adelgazando el volumen de calamidades. En paralelo, este realista radical tratará de desenmascarar las falsas interpretaciones de la realidad (las que no han sido científicamente comprobadas): demostrar la artificialidad de que los recursos son escasos para cubrir las necesidades esenciales, de que la solidaridad con los débiles debe estar limitada por las reglas del mercado, de que la clases sociales son necesarias para que exista libertad; también que hay que negar (o, en su defecto, dosificar) el reconocimiento humano a los inmigrantes y a las minorías étnicas o religiosas para garantizar nuestra seguridad. Si estos argumentos hubieran sido interpretados como falsos, absolutamente inasumibles por las instituciones políticas, claramente la humanidad se hubiera ahorrado muchas de sus atrocidades y ahora sería otra.
Mi postura es que la política, la moral y el poder no operan por separado; por tanto, deben analizarse y juzgarse como un todo. De este modo seremos capaces de reconocer cómo, en muchas ocasiones, nuestra sociedad actúa de un modo perverso, y tomando conciencia de lo que ello implica podremos despertar de la falsa ilusión de que estamos siempre practicando el bien y combatiendo el mal. Es decir, de nuestra falsa conciencia. A continuación, intentaré explicar con detenimiento este argumento.
El filósofo lituano Emmanuel Levinas consideró con acierto que "la libertad no es heroica". O dicho de otra forma, cuando ejercer la libertad se convierte en un acto heroico, la sociedad está en graves problemas. Si la "libertad formal" existe en unas circunstancias donde lo que predomina es la privación, la amenaza por transgredir valores impuestos por la ideología dominante, o el riesgo de exclusión y abandono si no se alcanzan determinados estándares económicos, puede deducirse fácilmente que el individuo nunca será capaz de desarrollar su potencial. Esto es: la falta de libertad material se impone a la libertad formal. Es aquí cuando el peso de la política sobresale por encima de la moral. Lo que, en definitiva, significa reconocer que de nada sirve tener buenos sentimientos con el prójimo, con tu esposa y con tus hijos, si después impulsamos o permitimos que las instituciones que nos gobiernan no respeten esos mismos sentimientos morales.
Esta proposición me lleva a la siguiente: cuando se produce un acto malvado es porque una persona lo ha llevado a término, pasando desde ese momento a ser un sujeto que ha actuado de una manera maligna. Pero puede darse el caso de que esa persona no actúe siempre de un modo cruel, y en otros momentos diferentes se comporte como un buen samaritano. Esta reflexión asume que las buenas acciones son más importantes que las personas que las llevan a cabo, sin embargo, las malas acciones y sus autores son indivisibles. Entonces ¿Qué es el mal?
En general, el mal es algo que no guarda relación con nada, salvo con sí mismo, luego es un acto sin causa, o bien, es su propia causa. En principio, la razón es incapaz de explicarlo, así que si se logra explicar, entonces el acto enjuiciado pasa a ser un acto perverso pero logra escapar del territorio ocupado por el mal absoluto. Es por ello que para muchos marxistas el mal no existe, dado que, a su juicio, las razones que impulsan la malicia se esconden y fundamentan en aspectos estructurales, culturales y políticos.
El pensador inglés Terry Eagleton tiene otra forma de concebirlo. En su caso, el mal es tanto una condición del ser -potencialmente presente en cada uno de nosotros- como una cualidad de nuestra conducta, sujeto a condiciones eminentemente materiales. Al final, el mal trasciende en parte a lo racional y se acopla con el impulso de muerte freudiano. Su objetivo es que no exista futuro, es negar el sentido de la vida, destruir el significado del mundo y sustituirlo por la nada.
El materialismo dialéctico de Hegel y Marx ha ido unido a la importancia que ambos daban a la ética. Por ende, la economía política hegemónica siempre establece una relación directa con la influencia social que ejerce la moral en cada época. Hoy en día, resulta crucial asumir que el pensamiento político no puede ser autónomo del pensamiento moral y viceversa. Si lo ético se preocupa de la virtud, lo político asume la misión de establecer unas instituciones que promuevan conductas virtuosas, un espacio público donde éstas puedan tener lugar, donde puedan ser reconocidas como los valores para obtener el éxito social. Es por ello que el rigor político que mantenemos atañe también al modo de actuar en nuestra vida privada. Y del mismo modo, la ética personal que nos aplicamos desbordará el ámbito de nuestra intimidad para exponer con transparencia sus compromisos en la esfera pública. Si no nos conformamos con los males que en un determinado momento pueden afectar a nuestras vidas personales ¿por qué sí nos solemos conformar con instituciones que no funcionan para el cometido para el que fueron creadas?
Tomemos ahora el paquete de normas introducidas por los dos últimos partidos encargados del Gobierno de España, como puedan ser las reformas sobre la Constitución, sobre la ley hipotecaria, las normas laborales, las pensiones, educación, copagos sanitarios, o las leyes de seguridad ciudadana y de seguridad privada. En todas ellas se articulan efectos devastadores para el bien: no resuelven el sufrimiento de muchas personas, y no solucionan los fenómenos que multiplican la desigualdad, sino que los perpetúan. Y en última instancia, convierten al Estado en un depredador en vez de en un garante del bien común.
No tengo duda de que las personas que han diseñado y aprobado esas reglas no son malvadas, porque desde su subjetividad, equivocada o no, tienen sobradas causas racionales para actuar de ese modo, aunque por pudor las omitan o las disfracen. Por consiguiente, son conscientes de lo que hacen y tienen su porqué; es por ello que también son responsables de los efectos desatados por sus decisiones, incluido cuando éstas producen situaciones perversas, al igual que cuando producen efectos benignos.
Ha sido revelador observar estos últimos meses como el expresidente Zapatero practicaba, probablemente sin saberlo, un hábito tan cristiano como la teodicea (justificar a Dios), y lo hacía con la misma convicción a la que nos tiene acostumbrados el actual presidente Rajoy para también justificar sus políticas. La similitud entre ambos mandatorios se ha hecho carne. Así, Zapatero ha justificado la reforma que realizó de la Constitución en el 2011, e incluso algunos de los retrocesos que experimentamos actualmente, como un mal que traerá un bien mayor. Haciendo uso en su razonamiento de la visión de conjunto, el expresidente ha tratado de convencernos, y convencerse, de que el mal puede no ser tan pernicioso, pues puede tratarse de un bien que no sabemos apreciar; para percatarse de tal hecho hay que adquirir una elitista virtud que permite entender que, en ocasiones, sin un determinado mal presente, el todo no puede funcionar correctamente. Por supuesto, es una virtud sólo al alcance del hombre de Estado: "El Gobierno siempre tiene los datos", afirmó en varias entrevistas.
Por su parte, Rajoy y muchos de sus ministros usan esta misma lógica argumental, absolutamente teológica, para enseñar a la ciudadanía, como si fuéramos niños de miras cortas, que los esfuerzos, los sacrificios y las pérdidas que hemos de afrontar son males necesarios de los cuales surgirán bienes. El salto de fe al que nos obligan es el mismo que hizo Job: amar a Dios a cambio de nada; dicho de otra forma: ¿Qué sabemos nosotros de la responsabilidad con los intereses generales del Estado?
Llegados a este punto, quizás convenga reflexionar sobre la frase falsamente atribuida a Maquiavelo de que "El fin justifica los medios". Adelantándose casi cuatro siglos al marxismo, Maquiavelo ya describió cómo en la base del conflicto social hay dos espíritus difícilmente reconciliables: el del pueblo, y el de los grandes hombres que desean gobernar al pueblo.
En el ejercicio de ironía que supone su obra El Príncipe, vino a insinuar que el problema para resolver el conflicto no viene dado por su propia dificultad intrínseca, sino de la forma en que se lleva a cabo el ejercicio del poder. Su política teorizada, aunque cargada de contradicciones, ha conformado buena parte de la política moderna occidental. ¿Existe algún medio para mantener el propio poder sin ejercer la violencia?
Para Maquiavelo la única forma de legislar en una situación de conflicto (real o potencial) es mediante el uso de la fuerza. En consecuencia, de los principios del Estado deben quedar excluidos aspectos que tengan que ver con la moral, es decir, con la discriminación entre acciones y conductas buenas o malas. Lo que parece indudable es que la supervivencia en un gran número de ocasiones acarrea la aniquilación de los otros y la explotación de una gran mayoría, dejando por el camino a miles de víctimas inocentes.
Los suicidios en España durante el año 2011 supusieron un promedio de 9 personas diarias que se quitaron la vida. A la espera del recuento de 2012, lo que es evidente es que la desesperación de esas personas les llevó finalmente a acabar con su sufrimiento. El relato que trataría de explicar cada caso permanece opaco para los datos que al respecto ofrece el INE, tan sólo se da cuenta de algunos sesgos demográficos y del modo utilizado para llevarlos a cabo (ahorcamiento, salto al vacío e ingesta de sustancias y pastillas aparecen como las formas mayoritarias), heredando la tradición estadística de Durkheim. Analizar si algunas de esas muertes se deben a injusticias sociales, a las consecuencias de leyes institucionales, o por actos maliciosos es un proyecto por hacer.
Marx, en 1846, se preocupó en varios de sus artículos por las causas del suicidio, un fenómeno que era creciente en las principales ciudades industriales inglesas y alemanas así como en grandes urbes como Paris, y que comenzaba en aquella época a provocar una alarma social que estuvo presente en las revoluciones de 1848. Para Marx, lo importante era analizar los síntomas de cada caso de suicido para diagnosticar con detalle las causas sociales que lo habían provocado o permitido. Su conclusión, adelantándose a Freud, fue que en la inmensa mayoría de ellos se había producido una desvalorización del individuo para sí mismo. La incertidumbre y la angustia del trabajador que se suicidaba era no haber sido capaz de saber cuanto valía, cuál era su valor. Al descubrir que carecía de valor en la sociedad a la que pertenecía, su vida perdía sentido. A veces sí sabía lo que su vida valía pero simplemente no podía demostrarlo, el sistema no se lo permitía. La visión del mundo que fue extendiéndose desde entonces ha consistido en que el valor del ser humano queda representado por su precio, determinado por el comprador, no por el vendedor. El valor sustituye así a lo que anteriormente se llamaba virtud.
Volviendo al presente, todavía podemos reconocer reminiscencias de aquella época documentada por Marx. Así, una perversidad del sistema actual que nos gobierna deriva de lo que la Comisión Europea concibe como proceso de convergencia. Pondré un ejemplo relacionado con las políticas salariales: imaginemos que los trabajadores alemanes menos cualificados ven recortados sus salarios en un 10%, acorde con las directrices de la doctrina de la reforma laboral. Si los trabajadores españoles menos cualificados se comparan a partir de ese momento, ocurriría que en un vis à vis, habrían perdido competitividad con su contraparte alemana. De modo que, si España quiere seguir atrayendo inversiones de empresas alemanas porque sus costes salariales unitarios resultan ser más bajos, al haber perdido una parte de los atractivos beneficios que ofrecían, tendrán que aceptar una reducción salarial para que ese grupo de trabajadores pueda mantener la posición relativa con Alemania. En suma, si en nuestra hipótesis España optará por reducir dichos costes salariales, se encadenaría que Italia, Grecia, Portugal o Polonia también se verían obligados a realizar una bajada similar.
Esta lógica provoca lo que el economista James K. Galbraith define como proceso de divergencia, de manera que los países más pobres tienen pocas opciones de mejorar sustancialmente y de un modo igualitario el nivel de ingresos de sus ciudadanos, ya que para seguir siendo competitivos ante los países más ricos, necesitan salvaguardar las características de su competitividad diferencial (si el rico baja su nivel de vida, el pobre también debe hacerlo). Galbraith considera esta paradoja como el auténtico origen de la parálisis del ideal europeo, ya que verdaderamente ningún miembro entre los más ricos está dispuesto a pasar a una macro-región auténticamente igualitaria, donde por ejemplo, las pensiones, los salarios o el nivel de vida converjan para ser prácticamente los mismos en todos los países.
La falsa conciencia se produce entre lo que dicen los ideales europeos y la ejecución de sus políticas, dado que es reconocible la benevolencia de estas últimas con la presencia de un cierto grado de desigualdad social, hasta el punto que se ha convertido en un factor de cohesión, es decir, es un mal necesario para que el todo funcione. En este caso, la Realpolitik consiste en gestionar hasta un umbral en el que tal grado de desigualdad no resulte brutalmente tóxico, librando al sistema de sufrir una catástrofe económica o política.
Nuestro mayor temor debe fijarse en los actos perversos de origen institucional, es decir, aquellos que están amparados por el funcionamiento del sistema, por la legalidad o que se valen de ella para actuar impunemente. Los individuos que sirven a ese tipo de sistemas puede que no sean malvados pero tampoco son inocentes por completo, aunque seguramente habrá un porcentaje de ellos que no será plenamente consciente de la gravedad de sus decisiones. El lado esperanzador es que a esos hombres y mujeres se les puede despertar de su estado de conciencia para que reconozcan la monstruosidad de sus actos.
Desde mi punto de vista, el residuo marginal que impide la realización del bien consiste precisamente en no ser capaz de escapar a la mentira de la Realpolitik, en la imbecilidad de las personas que mutilan y explotan a otros semejantes sin saber lo que hacen o que se sienten libres de culpa al creer que sirven a un bien superior; éstos son a los que Eagleton denomina como unos banales mediocres morales.
El malvado, por el contrario, es quien proyecta su desesperación y frustración sobre el mundo, y al hacerlo disfruta contemplando el sufrimiento y la muerte que provoca en otros seres humanos, unas veces judíos y otras musulmanes, otras pobres y débiles, otras mujeres y niños.
En definitiva, lo que provoca de manera sostenible la desigualdad social no son las acciones perpetradas por los malvados, que por suerte son pocos en número, sino los actos que realizan los mediocres morales incrustados en el funcionamiento de unas instituciones que han terminado por incumplir con su contrato social o que si lo cumplen, lo han basado en una realidad distorsionada. No podemos perder de vista que la dignidad de una sociedad es cognoscible también por las victimas que provoca.
La percepción que tengo al termino de este 2013 es que una gran parte de las instituciones que hemos creado no conocen realmente los detalles y los síntomas que determinan cómo es la realidad cotidiana de nuestra sociedad y el sacrificio de vidas humanas que se produce a diario en ella. Para muchos responsables políticos es preferible seguir con una máscara, respetando a rajatabla sus creencias aun cuando no sean capaces de explicarlas en términos morales y, en cualquier caso, seguir justificando a Dios.
Mientras, la bondad, enamorada de lo imperfecto estéticamente y abierta a compartir la virtud con cualquiera que lo desee, se nos escapa cada día un poco más, transformada en un capital social que pese a ser verdaderamente escaso, apenas adquiere valor, más bien parece que seguirá devaluándose hasta la extenuación. En su lugar, la perversidad crece y se contagia por medio de las políticas económicas que articulan las reglas de la globalización.