Excelencia igualitaria e integridad para recomponer España

Excelencia igualitaria e integridad para recomponer España

Nunca acaba el movimiento, nunca cesa el cambio. Quizás, alguien piense que a sus 35, 45 o 55 años, ha agotado todas sus posibilidades, que no le queda nada por explorar. Que no se engañe, porque los desafíos nunca dejan de llegar, continúan viniendo a tu encuentro.

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"Sinergia es la única palabra en nuestro lenguaje que designa que el comportamiento de las totalidades no se puede predecir observando los comportamientos de sus partes".

Richard Buckminster Fuller (1967).

Cuando el arquitecto, inventor y pensador estadounidense R. Buckminster Fuller reutilizó y ensanchó el significado y las aplicaciones de la palabra sinergia en sus estudios sobre la teoría de sistemas, estaba haciendo toda una declaración política de intenciones alrededor de lo que terminó siendo el esfuerzo intelectual y científico de toda su carrera: desafiar la capacidad humana para transformar -materia, organizaciones humanas, entornos medioambientales, y al conjunto del planeta- con el objetivo de ensalzarla, acelerarla y llevarla hasta el máximo grado de desarrollo imaginable.

Para él, la clave para lograr sinergias desencadenantes de progreso dentro de un sistema, una empresa, o el conjunto de la sociedad, radicaba en la integridad. Esta es la distancia para completar el significado que me interesa comunicar: una persona íntegra es alguien que se desliza por varias esferas de conocimiento, que rota por una multitud de actividades distintas, que persigue hacer lo correcto y que, al final del camino, ha sido capaz de orientar los resultados de su esfuerzo para que formen parte de un todo más grande y trascendente que si éstos quedaran aislados y comprimidos dentro del mero interés individualista. Y además, en el transcurso de su devenir, esta persona ha tenido el coraje de volar por sí mismo, de auto-impulsarse, de prodigar la verdad y controlar el miedo.

A finales del siglo XIX, el 95% de la población mundial era analfabeta. Hoy, se calcula que aproximadamente el 80% de la población mundial ha sido alfabetizada, aunque si aplicamos como filtros ciertos criterios de calidad en el propio proceso de alfabetización, es probable que ese porcentaje sea bastante menor. Con esta llamada quiero incidir en que actualmente, un ser humano alfabetizado funcionalmente está más capacitado que en ninguna otra época histórica para procesar la información que necesita para entender una situación y actuar del modo correcto, por consiguiente, ya no es tan influyente lo que un líder político o un líder religioso dicen que hay que hacer. Y es por ello que la integridad de cada individuo, ahora, cuenta más que nunca, al igual que la concienciación y la responsabilidad con la que cada cual se dirige en su vida.

Actuar con integridad puede ser algo tan sencillo y sofisticado al mismo tiempo como no comer aquello que sienta mal a tu salud o que te hace engordar. Puede ser algo tan aparentemente sin importancia como no consumir contenidos de entretenimiento vulgares o esforzarse para no dejar de leer obras literarias exigentes o artículos "profundos". Y puede ser algo tan personal como querer seguir siendo útil para los demás pese a los logros alcanzados o la veteranía acumulada, ya sea enseñando, diseñando, escribiendo, curando y, en definitiva, sin dejar de ayudar de diferentes maneras a tu entorno.

Cuando Buckmisnter Fuller daba conferencias por EEUU y Europa en los años sesenta y setenta, al terminar siempre fue recompensado con cerradas ovaciones. Y a continuación, lo habitual era que la gente se le acercara para comentarle lo mucho que les había entusiasmado con su optimismo vital. Sin embargo, Fuller siempre se quejó de que ante las reacciones que le transmitían los asistentes, en muchas ocasiones no estuvo seguro de si habían comprendido correctamente su mensaje cuando manifestaba que tanto la humanidad como cualquier persona, siempre tendrían a su alcance una opción para solucionar un problema, grande o pequeño, cualesquiera que fueran, aunque la mayor parte del tiempo las soluciones se mantuvieran invisibles.

En su visión, estaba ensalzando la capacidad del hombre para, a través de la Ciencia aplicada al dominio de la Naturaleza, poder modificar la realidad material. Pero para poder tener esa opción, primero, había que adquirir los conocimientos necesarios, y para adquirirlos, no se trataba de ser más o menos optimista o más o menos pesimista, se trataba de trabajar disciplinadamente y con perseverancia en el seno una sociedad sin privilegios. Si de pronto quieres cruzar navegando el océano, la cuestión principal no es tirar de optimismo con la presunción de que lo vas a lograr, antes de tomar la iniciativa, el sentido común ha de llamar tu atención para evaluar si sabes navegar con solvencia (y por supuesto, siempre que hayas tenido la opción de aprender el arte de la navegación).

Así, el coraje, la integridad, la disciplina, el discernimiento, el autodesarrollo y el autodescubrimiento, todos ellos los concibo, al igual que Fuller, como los ingredientes de partida para que cualquiera de nosotros sea capaz de confrontar con el poder, con la intransigencia, con la ignorancia, con la superstición y con la pobreza de ideas y espíritu. En definitiva, capaces de acelerar la aceleración, como la descubrió Galileo y después Newton, pero trasladándola como metáfora a un sentido de evolución tecnológica y social.

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Cúpula Geodésica diseñada por Fuller. Foto: AGP.

Tras este planteamiento introductorio, lo que quiero tratar en este artículo se recoge en dos ideas principales: la primera se centra en si es necesario que los miembros de una sociedad y sus instituciones se planteen la excelencia como meta esencial en la vida, siempre y cuando ésta se desenvuelva y gestione dentro de un sistema igualitario. Y la segunda, profundiza en la responsabilidad individual para ser íntegro, para poder entender en qué consiste la excelencia y cómo te compromete. Desarrolladas ambas ideas, al final, las pondré en relación con algunos de los elementos en crisis dentro del modelo socioeconómico español.

Empecemos designando qué es la excelencia: la concibo como un tipo de actividad en la que predomina lo intelectual, donde la pericia física la puede acompañar en mayor o menor proporción, y que desemboca en una nueva teoría, en una nueva máquina, en una transformación de materia, en la creación de nuevos significados, o en la resolución precisa de un problema complejo. Para cualquiera de estos ejemplos, el requisito previo consiste en adquirir un dominio magistral de la técnica necesaria, y eso significa aprender y entrenar mucho, a veces demasiado. Además, la excelencia incorpora la capacidad y la destreza para comprender símbolos abstractos, matemáticos y verbales, en multitud de variaciones, así como en la conjugación fluida de todas las combinaciones existentes y de nuevas, ya que es sabiendo reproducirlas cuando vuelve a manifestarse lo excelente. Una vez acotado el campo de las definiciones pasamos a la acción.

¿Todo el mundo quiere ser excelente? ¿Todo el mundo quiere alcanzar ese tipo de dominio avanzado así como el consiguiente reconocimiento público y lo que ello implica?

Cada uno puede hacer su propia deducción a partir de uno mismo, así como recorriendo la cadena de personas que tenemos a nuestro alrededor y a las que hemos conocido a lo largo de nuestra vida, en el colegio, en la universidad, en el trabajo. Y la realidad suele arrojar que no todas las personas quieren alcanzar la excelencia aunque las posibilidades materiales se lo permitan. Los motivos pueden ser diversos, quizás porque no están dispuestas al volumen de inversión personal para lograrla, ya sea demasiado tiempo, o demasiados sacrificios y disciplina. Si una persona no sólo se siente libre sino que lo es, para optar por un rendimiento regularizado, parecido a la mayoría, el suficiente para transaccionar con lo que a priori quiere para su vida, a mi modo de ver, una situación así no implicaría una conducta ni censurable ni tampoco estaría alejada de la integridad.

Sin embargo, podría haber otros dos escenarios posibles a los que se les debe prestar atención: ¿Qué ocurre si la persona no es libre, aunque se sienta libre, para no querer ser excelente? Y ¿qué ocurre si la cultura y el modelo de sociedad que nos rodea, instituciones y empresas, no se preocupan de la excelencia como un ingrediente real, protegido y necesario para la cohesión social y la riqueza moral?

Ambas preguntas se encuentran conectadas, ya que en su perímetro de significado está aflorando el mismo entorno político, uno donde la excelencia no sería un estado de evolución abierto para cualquier ciudadano que lo quisiera explorar o poner en práctica y, por lo tanto, donde no estaría establecido e incentivado como un objetivo común, ni estaría orientado para ser parte de la mayoría ni acuñado como un fin de progreso ético además de material. Y ahí, a mi juicio, se halla una clave del acertijo, es decir, para optar a lo que uno quiere entre varias opciones posibles, primero es necesario entender en qué consiste cada una, y para discernir con libertad es vital haber recibido previamente los estímulos correctos, y no me refiero a la simplificación distorsionada de querer ser el mejor en algo ni a la construcción de un ego de superioridad sobre los demás, ni tampoco a la debilidad de carácter del que hace trampas para apropiarse de algo que no le corresponde. Se trata de algo mucho más trascendente, más fino y delicado, que asocio con la idea de servicio a los demás y de auto-perfeccionamiento. El hilo que estoy tirando se dirige a intentar discernir cómo deben los miembros de una sociedad y sus instituciones plantearse la excelencia como valor fundamental e igualitario.

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Putrefactionem. Sociedad en declive. Gráfico: AGP.

Una de las cuestiones que más exploro y que más me apasiona, es entender por qué unas sociedades en algún momento empiezan a flojear, hasta llegar a un punto de disolución absoluta. Y por qué otras sociedades, tras cierto declive, logran renacer. Entenderlo es más complejo que intentar aislar el sentido de un grupo de elementos esenciales o bien tratar de resumirlos en una hipótesis totalizadora. Se trata de un puzle tan grande como el que se te presenta cuando tratas de averiguar por qué hay hombres y mujeres que con el paso del tiempo van adormeciéndose, mientras que, por el contrario, otras y otros mantienen su vitalidad y su curiosidad prácticamente intactas a lo largo de toda su vida.

De la misma forma, me preocupa observar que en nuestra sociedad, en las empresas e instituciones, un porcentaje significativo de personas que se esfuerzan, que acumulan méritos, y que son percibidas por su entorno próximo como personas talentosas, sin embargo, fracasan en su intento por llegar a lo más alto, no alcanzan el éxito, no caminan por la cima ni se sienten completamente realizados. Aunque lo que todavía me abruma más e incluso me obsesiona, es observar cuando ese tipo de personas ya han dejado de intentarlo, han dejado de aprender, han dejado de crecer. Entonces, es cuando se llega a tocar fondo, y te das cuenta que hay mujeres y hombres funcionando, viviendo, evolucionando, por debajo de sus posibilidades, por debajo de sus potencialidades (por potencialidades me refiero no sólo al grado de excelencia de nuestra capacidad intelectual, sino también a nuestras capacidades para aprender, enseñar, sentir, aspirar y compartir).

En ese instante de conciencia, cuando has observado un fenómeno que no tiene lógica ni sentido, que no es social ni natural, es cuando el desplazamiento de lo establecido y el cambio en el modo de pensamiento generalizado se antojan como medidas urgentes para ser inmediatamente llevadas a cabo. Es cuando sucede que cualquier ciudadano se encuentra legitimado para afirmar con certeza y sin la ayuda de ninguna autoridad externa, que la sociedad en la que vive no funciona, no es íntegra. Acto seguido, hay que actuar, hay que desprenderse de la indiferencia y sentir la motivación suficiente para creer en aquello que es necesario para cambiar la situación.

Uno de los condicionantes para entender cómo funciona la motivación radica en cómo fue introducida en nuestra conducta durante la infancia y la pre-adolescencia. Es decir, lo usual es estar programados para tener un objetivo descriptible hacia donde dirigir nuestro esfuerzo. Un punto señalado en el mapa para que al llegar, sintamos que hemos alcanzado una meta y experimentemos el placer de haberlo logrado.

Por lo general, necesitamos concreción y nos gustan los sistemas de puntuación para saber el momento en que hemos alcanzado la cima, o para poder entender la distancia que nos falta. Sin embargo, las metáforas ligadas a estas consideraciones que se suelen utilizar en las fases de educación primaria, secundaria y después en las etapas de educación superior, desde mi punto de vista, terminan por ser incompletas si se hallan desconectadas de la idea de proceso y continuidad aplicada a la vida. Es decir, nunca acaba el movimiento, nunca cesa el cambio, porque el aprendizaje, el logro y el descubrimiento, son estados cognitivos que nos deben acompañar permanentemente, vinculados a nuestro desarrollo ético y trascendiendo a la jaula de hierro en la que puede llegar a convertirse de forma utilitarista la doctrina del test de rendimiento. Quizás, alguien piense que a sus 35, 45 o 55 años, ha agotado todas sus posibilidades, que no le queda nada por explorar. Que no se engañe, porque los desafíos nunca dejan de llegar, continúan viniendo a tu encuentro.

En 1906, William James pronunció un discurso en la universidad de Stanford sobre el destino ideal, e hizo una reflexión sobre dónde debía hacer el foco una universidad que aspiraba a ser un referente mundial. Y claramente apostó por la calidad del capital humano. A su juicio, ya puede una institución acumular edificios, reglamentos, comités y juntas directivas, perfeccionar métodos de instrucción pedagógica, y acumular recursos tecnológicos en sus instalaciones, gastando para ello cantidades ingentes de dinero, hasta el punto de que ningún competidor pueda permitirse el lujo de toserle, que al final puede que lo que se termine generado, como efecto de todo lo anterior, sea tan sólo pura trivialidad. Lo que genera el salto de calidad en la institución, como en cualquier organización, es el contacto con lo extraordinario. Y ahí recomendaba ir al encuentro de la genialidad, del verdadero genio que es capaz de transmitir a las personas que quedan a su alrededor, con el mero contacto, el deseo y la aspiración por mejorar y descubrir. Anticipó que una de las obligaciones de cada país en el futuro, sería averiguar quiénes son sus pensadores de primer nivel, para ayudarles y ponerles al servicio de la sociedad: "El mundo, en realidad, sólo está empezando a ver que la riqueza de una nación consiste, más que en cualquier otra cosa, en el número de hombres excelentes que alberga".

Esta concepción de lo que debe ser el esfuerzo por alcanzar la excelencia en una universidad o en una democracia, la quiero completar con la doctrina del que fuera ministro de Educación durante el mandato del presidente estadounidense Lyndon Johnson, John W. Gardner. Trabajó a fondo la cuestión de la innovación y el aprendizaje permanente como motores dentro del modelo educativo de Estados Unidos. Para él, era crucial alcanzar el consenso alrededor de la concepción de excelencia, con el propósito de poder modularla y aplicarla a cada grado de habilidad y en cada ámbito de actividad. Denunció el conformismo de algunos sectores empresariales que se limitaban a cultivar la excelencia en las zonas nobles de sus organizaciones, criticó a los políticos que despreciaban las acciones proactivas para distribuir las ventajas del alto rendimiento entre la mayor cantidad posible de jóvenes, y ridiculizó a los aventajados que preferían la pasividad del sistema porque confiaban en el laissez faire, esperando a que los mejores destacasen de manera natural, momento en el que, según su fe, el mercado se encargaría de llevarles automáticamente a las mejores universidades, y después a las mejores empresas. Y ¿el resto?

En la década de los sesenta, Gardner tuvo claro que el camino más rápido para el declive de EEUU era conformarse con tener "islas de excelencia" en un océano de indiferencia a los altos estándares. Por consiguiente, en su planteamiento de fondo, se trataba de transmitir una noción de excelencia igualitaria. No se trata de que todo el mundo deba ser un genio o nada, sino de que todo el mundo pueda realizarse al máximo de su potencial, sea el que sea, sin conformarse con un centímetro menos. Y la sociedad, instituciones y empresas, deben de observar esta proposición como un deber constitucional.

La mente contemporánea es plenamente consciente de los cambios de ciclo histórico que han sacudido a múltiples civilizaciones, así que muchos aprensivos, con las imágenes en la memoria del canal Historia, con sus documentales sobre hallazgos arqueológicos de sociedades arruinadas y desaparecidas, no pueden evitar preguntarse ¿será ahora nuestro turno? Gardner, con gran lucidez, formuló la mejor vacuna que un gobierno o la dirección de una empresa podrían recetarse para librarse de ser extinguidos: "Imagínense una sociedad relativamente inmune al declive, capaz de estar en un constante proceso de renovación. Entonces, háganse la pregunta ¿Cuáles deberían ser los detalles e ingredientes que le otorgarían inmunidad a esa sociedad?".

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Renovatio.Sociedad que renace. Gráfico: AGP.

Es doloroso observar cómo los jóvenes españoles altamente cualificados deben abandonar nuestro país para poder desarrollarse intelectualmente, creativamente y profesionalmente. Es todo un fracaso como modelo de sociedad conformase con una explicación pragmática del tipo: mejor que salgan fuera y ya volverán todavía más preparados cuando las cosas mejoren por aquí. Es evidente que la renovación no es una idea que haya calado históricamente en el inconsciente español. Al contrario, parece demostrado que nos gusta que las cosas, en el fondo, cambien poco y lentamente, incluso a las organizaciones y partidos de la izquierda. E igual de doloroso es observar como la veteranía de un trabajador, con toda su experiencia acumulada, no se convierte en un capital valorado por las estructuras de nuestro mercado laboral.

La excelencia en España hace tiempo que perdió su significado, desde el momento en que gobiernos, partidos políticos, instituciones educativas y empresas comenzaron a ofrecer puestos de responsabilidad a personas que no poseían una cualificación ya no excelente sino respetable, y desde el momento en que las personas que recibieron el ofrecimiento, aún sabiendo que no poseían la preparación necesaria, aceptaron la encomienda, para después ni siquiera trabajar con intensidad para alcanzar un estándar de alto rendimiento. ¿Dónde quedó la integridad y cómo se enseña ésta en España?

No es una cuestión únicamente de no violar o de respetar la ley. La ética sólo es resbaladiza para quienes relativizan los valores universales. El propósito de una democracia debe ser hacer grandes personas, permitir el desarrollo de todas las capacidades intrínsecas de todos, mujeres y hombres. Cualquier rebaja a esta premisa es arruinar al individuo e impedir una sociedad innovadora.

Lyman Bryon, un intelectual progresista que impartió clases en la universidad de Columbia, no fue muy popular cuando en 1942 se preguntaba cuál debería ser la misión de EEUU al finalizar la Guerra. Y planteaba cómo se podría responder al término de ésta, de un modo científico así como habiendo aprendido de los errores políticos de los años veinte y treinta, a la siguiente pregunta: "¿Qué significa para un estadounidense una Sociedad Buena?".

Bryson consideró que para diseñar una respuesta socialmente eficiente había que admitir que un individuo es un ser social que desea cosas desde el momento en que nace, y mediante la experiencia dentro del contexto cultural en el que va creciendo, aprende a desear aquellas cosas que en su entorno se consideran deseables. Así, elucidó sin mucho esfuerzo que la materia prima que moldeaba la ambición de un norteamericano residía en la forma que tenía su cultura, atendiendo a que la cultura no sólo es el molde en el que se forja el deseo, sino que también representa los límites en los que puede moverse la capacidad de cada persona para decidir. A su juicio, la pauta de la sociedad estadounidense en aquellos momentos era clara y distinta, como lo había sido casi siempre: lograr poder material.

Una vida normal en EEUU durante los años cuarenta y cincuenta estaba dirigida por la misión de alcanzar poder material por encima de cualquier otra cosa, esa era la influencia más homogénea que se recibía durante la infancia y la juventud. Sin entrar a juzgar moralmente los riesgos implícitos a una cultura que genera ese tipo de valor principal, en realidad, la clave fundamental reside en evaluar si en una sociedad en la que se desenvuelve ese tipo de cultura (personas que viven por y para lograr riqueza) se está siendo capaz de ofrecer las suficientes oportunidades para que toda la gente, cualquiera, alcance esa meta.

España, todos sus ciudadanos, debemos plantearnos cuál es la misión principal que se transmite en nuestra cultura, cuál es su valor esencial, porque a partir de ahí es cuando se pueden establecer las reglas del juego, es cuando se puede cerrar la "caja de arena" con todos los principios fundamentales que se enseñan en nuestras instituciones educativas, organizaciones empresariales y grupos sociales, es cuando un individuo aprende a tener aspiraciones hacia algo, y es cuando cada uno se esfuerza por conseguirlo. Cuando una sociedad se examina sobre el valor que transmite, y se da cuenta que no está generando las oportunidades para que las personas que la forman lo alcancen y lo practiquen, cuando las reglas no se están respetando y el esfuerzo resulta ser en vano, es entonces cuando el ritmo de aceleración hacia el declive de esa sociedad se acelera.

Y hasta aquí que no se confunda mi intención, pues la solución en la que creo, como muchos ya habrán observado, no pasa por rebajar las expectativas advirtiendo a la ciudadanía de que no todos podrán llevar una vida plena o normal, o de que no todos podrán ejercer profesionalmente de aquello que hayan estudiado, lo cual ya sería un ejercicio de enorme coraje para los partidos políticos y para las personas que crean en una realidad social con tal grado de imperfección, dado que entonces no tendrían más remedio que afrontar públicamente cómo sería para ellos una definición respetable y democrática de lo que debe significar una Sociedad Buena.

Mi propósito con este artículo ha sido tratar de reconocer un principio esencial: ser congruente en la realidad material con respecto al valor cultural principal que transmites, cultivas y enseñas, resulta ser, en perspectiva histórica, el motor más fiable para generar progreso, el que mejor ha permitido a las sociedades prevalecer y renacer. Simplificando la sofisticación: ser excelente en integridad.

Difícilmente se puede ser una sociedad donde la integridad se transmita como un valor fundamental si no se garantiza el acceso de toda la ciudadanía a la excelencia, y si no se recompensa socialmente a todos los que se esfuerzan a diario por alcanzarla.