Mi primera vez ARCO
Mi primer contacto con el arte se remonta a 2003, cuando en clase de plástica de 3º de ESO la profesora decidió que me aprobaría la asignatura tras suplir la falta de pericia con esfuerzo. El trabajo de final de curso consistía en crear formas geométricas con cachivaches —el nombre técnico es escuadra y cartabón creo— y rellenar los espacios con los colores primarios. Después de esa obra no maestra y de aprobar con poco más de un cinco no había vuelto a hacer nada relacionado con el arte hasta ahora.
Llegué a ARCO 2017 con la esperanza de encontrar algo que me hiciese estallar la cabeza. Una escultura, un cuadro o una performance por la que poder recomendar a alguien asistir al evento, lo que supone una gran responsabilidad ya que la entrada de un día cuesta 65 euros.
El paseo por el recinto fue fructífero, encontré varias obras que me llamaron mucho la atención: esculturas que parecían sacadas de un decorado de La Naranja Mecánica, un muñeco que parece que atraviesa el suelo y que me recordó a la escena de las arenas movedizas de Jumanji, una pantalla en la que un señor lloraba todo el rato, un tambor que tocaba solo o un cuadro en el que unos seres geométricos paseaban por el paisaje y me recordó a alguno de los planetas que salen en la serie Rick y Morty.
Me llamó mucho la atención que muchas de las galerías estaban formadas por cuadros muy coloridos y llamativos, pero que en mi cerebro no dejaban de ser lienzos de colores normales y corrientes que podría encontrar en IKEA pero que para los expertos eran "destellos de genialidad". Pues vale.
Quizá a mi mente millennial le llaman más la atención las obras de arte que incluyen la tecnología: había una pantalla en la que unos señores en cueros se iban formando a partir de unos puntos negros que iban surgiendo o una experiencia en realidad virtual en la que se veían objetos raros, como cuando alguien abusa mucho de ciertas sustancias alucinógenas.
Pero claro, luego también me llamaron la atención otras obras y no sé si por razones buenas o malas. En mi particular travesía por el desierto del arte contemporáneo también fui testigo de objetos que quizá la mente humana no es capaz de concebir, cuyo sentido excede lo sensorial y escapa de toda lógica. ¿Cómo tengo que interpretar una especie de ser tubular sentado en una silla de colegio de preescolar rodeado de un collage de fotos de Picasso? Pues ni idea.
El ambiente de ARCO invita a la grandilocuencia y un poco a la pedantería. Algunas personas se ven rodeadas de arte y tienden a explicar cosas que obviamente sólo están dentro de la cabeza del autor. Basta con acercarse un poco a una obra para escuchar a los entendidos esculpiendo en mármol lo que quiere decir exactamente el cuadro o la escultura en cuestión.
Una de las joyas de la corona de ARCO 2017 es una escultura formada por tres hombres que parece que está suspendida en el aire y cuesta nada más y nada menos —leer con voz de El precio justo— que la nada desdeñable cifra de 1,5 millones de euros. Después de eso, yo ya no entiendo nada.
Envidio a las personas que puedan llegar a emocionarse o a sentir algo al ver un enorme lienzo blanco con una raya roja. No sólo a emocionarse sino a elaborar teorías sobre lo que el autor quiere decir con esa obra. "Me recuerda a mi juventud", decía un señor ataviado con un fular rojo y un bigote peculiar. "¿Qué juventud ha tenido usted caballero?", me quedé con ganas de preguntar.
Mi primer contacto con el arte moderno ha sido extraño, la mayoría de ocasiones no he entendido nada. Quizá mi interpretación sobre el arte también sea arte.