Casa da Ínsua: la primera franquicia portuguesa de Paradores
La preceden las parcelas coloridas de frutales, los viñedos abalconados, las calles empedradas de Penalva do Castelo, brillantes al atardecer. Su antesala es una plazuela donde descansan abuelos y perros y, frente a ellos, está la casa grande, el esplendor solariego de Portugal cuajado en Casa da Ínsua.
Es más que un hotel de cinco estrellas en el centro del país; es el primer parador que se abre fuera de España, como franquicia, con todos los estándares del sello y con la exigencia habitual de historia, tradición y buena gastronomía, todo en uno. Un edificio abarrocado del siglo XVIII, que fuera casa familiar de Luis de Alburquerque de Mello Pereira y Cáceres, con categoría cinco estrellas y 35 habitaciones de esas en las que da una terrible pereza rehacer la maleta para el viaje de regreso.
Desde su apertura, el pasado otoño, ha pasado de tener un 30% de clientes españoles a más del 90%, a lo que se suman las visitas puntuales -desde Salamanca o Zamora está a un tiro de piedra, unos 70 kilómetros- para comer o pasar el día. Un impulso desconocido en los cuatro años previos de apertura sin la marca paradores. El secreto: historia, paz y belleza apuntalados con tesoros y bondades únicos.
No tienen el espesor y la decadencia de Sintra, no. Aquí todo es más versallesco, más festivo, más lunimoso. Alrededor del edificio solariego se despliega un jardín doble, uno de trazado geométrico y otro más silvestre. El viajero puede tener, a ratos, la sensación del gran señor que vegeta al sol entre fuentes con leones y relojes de sol, que contempla setos recortados con primor y se deslumbra con el bronce de los viejos cañones de la época colonial, y a ratos, convertirse en explorador, de esos de cuaderno de campo en el bolsillo, en mitad de senderos umbríos.
Como explica en el paseo Lídia Carvalho, la directora de Casa da Ínsua, dos jardineros se encargan de mantener todo a punto desde hace 30 años, cuando aún la familia vivía allá. "Todo" son los 32 tipos de camelias escondidos entre el verde, los cardos y las hierbas aromáticas que forman parte esencial de la apuesta gastronómica del parador, flores de loto, magnolias, bojes, secuoyas de Canadá, cedros libaneses y del Atlas marroquí -todo recuerdos de los magníficos viajes de la familia De Alburquerque- y los eucaliptos más antiguos de Portugal.
Y en mitad de ese corazón verde, cuajado de cerámica, acueductos y flores de lis, la cobertura de móvil es, además, reducida. Maravilloso.
Cuatro siglos lleva haciéndose vino en esta casa. Esta es la tierra del Dão, recuerdan, y ellos son una firma destacada de su denominación de origen protegida. El enólogo José Matias se las sabe todas, desde el campo hasta la mesa. En la bodega de 1890 explica que ahora dedican 25 hectáreas a vino tinto y cinco más a blanco.
Los tintos son fuertes, con mucha presencia y sabor, elaborados con uva francesa y premiados internacionalmente desde hace tres años. También producen rosado espumante en sus barricas. En 2015 lograron producir 6.000 botellas en sus dos marcas, de granel y mesa, todo generado de forma artesanal.
Casa da Ínsua es para sibaritas de la buena mesa. Existe una carta al uso y menú temáticos, todo basado en alimentos de la propia hacienda y en recetas locales. Son especialidades indispensables el queso Serra da Estrella, ultratierno, elaborado con cuajo de 120 ovejas propiedad del parador, más sal y flor de cardo; el bizcocho, suave y nada empalagoso, que igualmente hacen con cardo; y el pastel de manzana.
Es obligado comer bacalao en cualquiera de sus variantes, pero los arroces y la ternera no le van a la zaga. Para el desayuno, además del guiño patrio a los pasteles de Belem, mermeladas hechas en casa -manzana, pera, frambuesa...-.
La entrada de Paradores, reconoce Carvalho, les ha obligado a modificar cosas tan sencillas como los tamaños de las raciones y las horas de las comidas. "Aquí compartir un plato es novedad, el chef tiene muchas dificultades para hacer medias raciones, porque en Portugal la regla es que tienes que comer bien”, reconoce. Ante la llegada de españoles para la comida, también se están adaptando para servir sensiblemente más tarde respecto a lo que demandaba el público local.
Las catas de vino y las rutas gastronómicas son dos de los alicientes de este hotel, y se suelen hacer en la blanca cocina clásica, con aires de Downton Abbey.
Es, posiblemente, el aliciente más novedoso de este parador. Mucho más que un lugar donde dormir y deleitarse la vista, es un espacio en el que aprender, en el que hacer cosas nuevas. El viajero puede -aunque sea levantándose a las seis de la mañana- caminar con el pastor de la casa y darle un paseo a las ovejas y, luego, puede fabricar con sus manos el queso Serra da Estrela. Le enseñará María, un personaje en toda regla. "Hay que echarle mucho cariño", dice mientras amasa con brío, uniformada como los visitantes: bata blanca, gorro, protector en los zapatos...
También se puede participar en el taller de mermeladas caseras, hechas con fruta fresca o seca, entera o en trozos y aromatizada con especias o con bebidas alcohólicas. En mitad del jardín inglés se encuentran los manzanos, los nísperos, los limoneros y las matas de frambuesa que luego se van a procesar, que se pueden ir probando de paseo.
Y en esa zona tupida están también los viñedos. Cuando llega el momento de la vendimia -entre septiembre y octubre-, los huéspedes pueden sumarse a los empleados. Cortan, pisan y guardan, todo. Y cuando el trabajo está hecho, pueden descansar con un brunch de queso, pan, vino, manzanas... en el merendero anexo.
El recinto alberga la que fue una antigua fábrica de hielo, la primera en la región; la vieja serrería, todo del siglo XVIII; la piscina -que sólo cierra dos meses al año, tan bueno es el tiempo generalmente, y en la que te pueden servir un gintonic con frutos crecidos a tres metros-; permite disfrutar con los carruajes y juegos antiguos recuperados para los más pequeños o apuntarse a una actividad de observación de aves.
Ahora, te puedes quedar durmiendo en la terraza, claro...
Todo el recinto es un museo en sí mismo, pero es que además, específicamente, se ha adecentado un pabellón para contar la historia de la casa y su familia. Cuenta con elementos muy dispares, desde un molino de agua hasta armas blasonadas, pasando por un estudio topográfico detallado e imágenes de la Ínsua a lo largo de historia.
Se pueden ver las primeras máquinas -para la serrería, de cableado- que llegaron a Portugal desde el Reino Unido. Esta fue la primera casa particular en tener electricidad. Una galería de grandes retratos cuenta la historia de los descendientes del noble Luis de Alburquerque, sus hijos legítimos y no legítimos, los mapas de las ciudades que la saga iba levantando en América Latina, donde fueron pioneros, los dibujos de las flores y animales del Nuevo Mundo, algunos con signos del incendio que amenazó con llevarse todo por delante en 1970. Plátanos, pirañas, caimanes... Lo nunca antes visto en Portugal.
En el edificio central, la casa guarda una capilla estrecha pero ricamente adornada, también de inspiración barroca. En el ala anexa, los salones: el de los hombres de la familia, con sus símbolos de mando; el de la chimenea, de la que dan ganas de no apartarse; el salón de música... Hay habitaciones -suites- con muebles napoleónicos, que se mezclan con sistemas de botones para llamar a los viejos criados, radiadores último modelo hace dos siglos y calientaplatos a la entrada del comedor.