Un éxodo de miles de kilómetros (primera parte)
Los primeros emigrantes expulsados desde las islas griegas de Lesbos y Quíos han llegado este lunes al puerto turco de Dikili. Se trata de los dos primeros contingentes con un total de 202 personas, en su gran mayoría de nacionalidad paquistaní, y al menos dos refugiados sirios, que habían llegado ilegalmente a Grecia en los últimos días. El criticado acuerdo entre Bruselas y Ankara prevé la devolución de todos los refugiados y emigrantes ilegales de Grecia a Turquía, a cambio de traer a la Unión Europea (UE) de forma legal la misma cantidad de sirios. El largo camino de los refugiados se vuelve cada vez más pedregoso.
Desafiantes bandas de enmascarados, fronteras con vallas afiladas como cuchillas, antidisturbios armados con porras, cientos de miles de refugiados -la mayoría, sirios- que huyen en bandada de la guerra y la pobreza en el mayor éxodo de población desde la Segunda Guerra Mundial. La reportera de ‘The World Post’ Sophia Jones y la periodista sirioestadounidense Hiba Dlewati viajaron con un grupo de refugiados durante tres semanas de agosto desde Turquía hacia Grecia, Macedonia, Serbia, Hungría, Austria y Alemania. Lo que descubrieron fue una amplia red clandestina formada por entregados individuos que desafían la inactividad de sus gobiernos echando una mano a los hombres, mujeres y niños que se arriesgan a morir por un mañana mejor. Estas son las historias de un pueblo en éxodo, y de aquellos que los guían hacia un lugar seguro.
El autobús sale de Esmirna en 20 minutos, pero Sarwat no suelta a sus tres hijos. Les agarra, susurrándoles con ternura los consejos de última hora de una madre que posiblemente no vuelva a verles.
El resto de la familia espera con mirada sombría en el salón, soltando de vez en cuando alguna broma para romper la tensión.
“Estamos bloqueados”, dice Nasser, el padre, en los últimos momentos que pasa con sus hijos, de 16, 24 y 28 años. “Hemos ido de un sitio a otro. Nos hemos rendido”.
Esta familia de cinco miembros salió de Damasco hace tres años después de que el Ejército llamara a dos de los hijos, Hamza y Eyad, a la lucha. Vieron cómo el régimen de Bashar al Asad aplicaba mano dura ante las protestas pacíficas, reprimiendo las voces discrepantes.
Buscaron seguridad en el Líbano y después en Turquía, donde vivieron menos de un año en Estambul. Allí tuvieron pocas oportunidades para seguir con su educación y ningún medio legal para trabajar.
Pero en el horizonte de la Europa Occidental sigue habiendo esperanza para sus hijos. Cientos de miles de personas ya han hecho antes la costosa travesía de miles de kilómetros por tierra y mar. Están desesperados: en Siria, les persigue un baño de sangre, y en el camino, muchos se han ahogado. Otros están encarcelados o bloqueados de forma indefinida en campos de refugiados. De otros muchos no se ha vuelto a saber nada.
Aun así, muchos han conseguido llegar a Europa, y han publicado selfis sonrientes en Facebook de su llegada a Viena, Múnich o Estocolmo, agotados pero felices. Esta familia también busca esa euforia.
Eyad, un jovial diseñador gráfico de 28 años, espera volver a estudiar y hacerse ilustrador. Hamza, un joven alto y leal de 24 años, quiere trabajar para mantener a su mujer y a su niño de 4 meses. Y el tímido Mwfaa, el pequeño de los tres, quiere acabar el instituto.
“Ve y hazte un hombre”, le dice Nasser a Mwfaa con orgullo y miedo en la voz. El adolescente parece inseguro cuando suelta la mochila y coge su sombrero desgastado de vaquero, encogiéndose de hombros cuando le preguntan si está nervioso. Sarwat lo apretuja, sollozando al ceder a sus dos hijos mayores el papel de protectores.
Cuando los tres hermanos salen por la puerta, los dos pequeños se quedan rezagados. Pero Eyad, con una camiseta de Marvin el Marciano, se lanza hacia adelante.
“Guárdate los sentimientos y vete”, dice, negándose a mirar atrás hacia su familia, que espera de pie en la entrada, despidiéndose entre lágrimas con la mano. “Si no eres fuerte desde el principio, no podrás conseguirlo”.
Cuando salen por la puerta con los sombreros de vaquero en la mano, corren para coger el metro que los lleve a la estación de autobuses. Lo toman justo a tiempo y se suben en el autobús nocturno con solo unos minutos de sobra.
Cuando arranca el motor, Eyad saca el móvil. Es la línea que lo conecta a sus seres queridos en casa, a los traficantes en el camino y a las directrices de los grupos de refugiados en redes sociales que ya han hecho el viaje hacia Europa Occidental.
“Hola, amigos de Turquía”, publica Eyad en Facebook. “Desde Estambul hasta Gaziantep, pasando por Antioquía y Mersín... Os veo pronto en tierras ‘extranjeras’. El viaje ha comenzado”.
Los tres hermanos se bajan del autobús y echan una mirada al brillante sol de la mañana. Después de nueve horas en la carretera, ahora están en la ciudad portuaria turca de Esmirna, famosa por sus brisas marinas y playas de arena. Pero los refugiados y migrantes no vienen para tomar el sol, sino para buscar a los traficantes.
Ya agotado, el trío se dirige hacia la Plaza Basmane. Allí, los ansiosos viajeros ultiman los preparativos para su travesía por el mar Egeo buscando a alguien que pueda llevarlos a Grecia, pagando a intermediarios para garantizar que las cuotas llegan a las mafias, comprando chalecos salvavidas y almacenando todo el dinero, alimento y agua que puedan.
“Bienvenidos, hermanos árabes”, se lee en un cartel en un establecimiento para cambiar dinero, que ofrece un intérprete árabe para ayudar a los clientes a cambiar euros y dólares para el costoso viaje que hay por delante. Una calle más allá, varios refugiados sedientos intentan ahorrar al máximo bebiendo de una manguera en la acera.
Un gran globo terráqueo de metal se cierne sobre la plaza. Resulta irónico para todas las personas de Oriente Medio y el Sudeste asiático que pasan, considerando que la mayoría no tiene permiso para viajar entre países por medios legales o seguros. Cientos de personas -doctores, trabajadores, abogados, ganaderos y artistas, la mayoría sirios- permanecen sentados sobre el caliente cemento. Algunos parecen mochileros con palos de selfi y mochilas caras. Otros llevan sus pocas pertenencias en bolsas de basura de plástico, solo con la ropa. Todos buscan la misma meta: asilo en Europa.
“Al final [del día], no tenemos ningún país”, dice Eyad, decidido a llegar a Alemania, un país con leyes relativamente flexibles y una economía fuerte. “No tenemos nada por lo que volver”.
Una vez que Eyad lleve a sus hermanos sanos y salvos a Alemania, donde buscarán asilo para ellos mismos y otros familiares, planea irse con unos amigos que tiene en Bélgica y perseguir su sueño de hacerse ilustrador. Su arte -su principal medio para sobrellevar el caos y el desplazamiento- trata temas que van desde la guerra que está destrozando Siria hasta los derechos de las mujeres.
“No hay vuelta atrás”, declara Eyad.
Los ricos y los pobres están equipados por igual, solo con la comida, los medicamentos y los recuerdos que pueden llevar consigo, escondiendo el dinero, los documentos de identidad y los pasaportes en camisetas, pantalones y calcetines. Tienen miedo (con razón) de perder sus escasas pertenencias en el mar o, simplemente, de que se las roben, ya sean ladrones, bandas, traficantes o policías deshonestos.
Protegen con especial cuidado el pasaporte -algo casi imposible de renovar estos días en Siria- y los documentos de identidad; a veces, guardados en globos desinflados, un sistema rudimentario resistente al agua que venden por una lira turca (0,30 euros aproximadamente). Aunque estos viajeros tenaces pierdan todo lo demás, al menos podrán probar que son quienes dicen que son.
Mientras tanto, en las tiendas que dan a las calles principales de Esmirna venden algo esencial: chalecos salvavidas.
En el sótano de un local camuflado como tienda de ropa al por menor, la gente rebusca entre pilas de chalecos, flotadores y manguitos. Una niña pequeña señala un flotador con dibujos y le pide a su madre que se lo compre. El padre opta por ser práctico: un chaleco naranja brillante, lo suficientemente resistente como para aguantar varias horas flotando en el mar y lo suficientemente visible como para ser avistado a distancia en caso de que vuelque el barco.
La tienda ofrece un gran abanico de opciones, desde chalecos para niños hasta tallas XXL. Eyad pide una L, pero está agotada. Vuelve al día siguiente para comprarse un chaleco que le quede bien, y no una de las versiones chapuceras con las puntadas mal dadas.
Los hermanos bromean, intentando olvidar por un momento todo lo que dejan atrás. Aun así, el teléfono de Hamza sigue sonando, con las preguntas de su mujer Battoul desde Estambul y un vídeo de su bebé acurrucado en su cuna.
Los hoteles y hostales asequibles están casi completos, lo que obliga a la gente a dormir abrazada a sus pertenencias en la calle. Pero los hermanos son unos afortunados. "Vámonos a nuestra suite", bromea Hamza, refiriéndose a la habitación destartalada del hostal en la que pasarán la noche los tres. "Creo que me daré un baño en el jacuzzi".
Tras una sofocante noche de sueño sin descanso y una mañana de ansiedad esperando la llamada final del traficante, Eyad, Hamza y Mwfaa trepan por la parte de atrás de un abarrotado camión de ganado justo antes de medianoche con un grupo de unos 90 hombres, mujeres y niños. El traficante sirio marca el camino desde su propio coche.
El camión transita como puede por la línea de costa durante cinco horas, en busca de los botes hinchables escondidos por la playa cerca de la ciudad de Ayvacik. Los pasajeros van tan apretujados que no pueden sentarse ni respirar libremente en la camioneta acordonada. Eyad y Hamza aguantan todo el camino de pie, pero el joven Mwfaa, débil por la falta de sueño, se desploma sobre las piernas de Hamza para dormitar un rato. Otros toman nota de los trucos de supervivencia que dan las personas que ya han hecho ese viaje: quedarse en las esquinas de la camioneta para que no te aplasten.
Pero ese no es el único peligro. Solo un día después, un autobús sobrecargado que transporta a refugiados sirios por esta misma ruta choca contra un muro de contención, provocando 11 muertes. Por suerte, los pasajeros de hoy llegan sanos y salvos al punto de partida del bote al amanecer.
“Llegamos cuando nuestras almas escaparon de nuestros cuerpos”, comenta después Hamza sobre el traumático viaje.
El viaje en barco cuesta a cada persona el equivalente a algo más de 1000 euros. Pero hay un pasajero, un voluntario o alguien elegido por el traficante, que no paga. Tras una clase de pilotaje de dos minutos, el capitán dirigirá por las peligrosas aguas un bote repleto de personas, entre las que a menudo se encuentran sus propios familiares.
Ese refugiado, a punto de pilotar un barco lleno de amigos y desconocidos, admite sus miedos horas antes de cruzar el mar Egeo hacia la isla griega de Lesbos. “Dios mío, ¿cómo voy a llevar a 40 o 45 personas?”, pregunta Shadi, un barbero de 25 años de Damasco que busca asilo en Alemania. “Dios, esto es muy difícil. Su vida está en mis manos”.
“Voy a encomendarme a Dios antes de salir”, continúa. “No pasará nada a menos que Dios lo tenga escrito”.
Los tres hermanos pondrán su vida en manos de alguien como Shadi cuando se ajusten sus chalecos salvavidas naranja fluorescente y envuelvan sus pertenencias en bolsas de plástico. La ropa de Eyad, el dinero y el pasaporte sirio, el teléfono móvil, un cargador y una botella de agua es todo lo que llevan. Su familia se pasó meses ahorrando dinero para este viaje.
Una vez en la endeble lancha de goma con otros 42 refugiados, Eyad envía su ubicación por WhatsApp a sus amigos, por si acaso el bote empieza a hundirse o algún grupo de encapuchados los ataca con bates y látigos.
Al cabo de media hora, el rudimentario motor se atasca. Arranca y luego se para. Y así una y otra vez. Los agitados pasajeros llaman al traficante, que está en tierra firme y les grita que continúen. Otros 200 refugiados esperan su turno. Si la lancha da la vuelta y la guardia costera los avista, corren el riesgo de arruinar toda la operación al desvelar el punto de salida.
Grupos de turcos armados contratados por el traficante patrullan la costa para asegurarse de que los refugiados hacen lo que se les ha dicho. A los hermanos les preocupa que los matones del traficante puedan ahogarlos si deciden dar la vuelta. Así que la barca continúa a trompicones hacia Lesbos, pese al fallo del motor.
Pero no llegan muy lejos. La guardia costera turca avista el bote, se dirige hacia ellos y pide que el capitán dé la vuelta. A los pasajeros les entra el pánico y empiezan a gritar al capitán que navegue lo más rápido posible. Aunque no sirve de nada.
Los agentes de la guardia costera lanzan de forma amenazante un cañón de agua cerca del bote tratando de amedrentarlos para que vuelvan a la costa.
“¡Dejadnos cruzar!”, grita un refugiado.
“¡Tenemos hijos!”, dice otro. “¡Ayudadnos, por Dios!”.
Los padres enseñan a sus hijos en el aire para que la guardia costera los vea. Sin resultado.
El capitán da la vuelta hacia tierra firme, como le han indicado, con intención de volver a la carga cuando la guardia costera se vaya. No obstante, el motor se detiene por completo y la guardia costera, que sigue ahí, los obliga esta vez a subir a su bote.
Derrotado, Eyad envía un selfi desde la cubierta del barco de rescate, con la sonrisa truncada por su desgracia. “Llevamos desde por la mañana bajo el sol”, escribe. “Estamos cansados, muy cansados”.
Es el final del camino para Hamza y Mwfaa, que vuelven con Eyad a Estambul. La familia decide que no merece la pena que Hamza, recién casado y padre de familia, o Mwfaa, solo un joven, se arriesguen tanto.
Pero Eyad se niega a abandonar. Varias semanas después, llega solo a Francia, agotado y pletórico.
Al día siguiente, envía una foto por el móvil. La Torre Eiffel, sobre el Sena. Y un mensaje: “Bienvenidos a París”.
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El sol sale temprano y calienta la rocosa playa de Eftalou en la isla de Lesbos. No se ve ni una sola alma; solo se escucha el ligero golpear de las olas del Egeo y un coro matutino de pájaros.
Pero entonces, se oye un rumor en la distancia: el inconfundible sonido del motor de un barco. Una lancha, al principio solo un punto negro en el horizonte, se mueve lentamente por las aguas desde Turquía.
Los chalecos naranja fluorescente destacan frente a las aguas de color pizarra a medida que el bote va acercándose. Unas dos decenas de hombres, mujeres y niños sentados en la balsa hinchable de goma se aferran a los tubos de dentro. Un hombre alza la mano, saludando a los voluntarios que han bajado por el empinado terraplén para asistirlos.
Solo en las dos primeras semanas de septiembre casi 50 personas se ahogaron en el mar Egeo, estando uno de los barcos a solo 90 metros de la costa, una distancia menor que un campo de fútbol.
Pero este bote, pilotado por un refugiado con el motor a toda velocidad, llega a la rocosa costa a salvo, justo al lado de una bandera griega pintada en las rocas. Todo el mundo sale en desbandada, aunque un hombre con un cigarro en una mano y un cuchillo en la otra se para a agujerear el bote de goma, un gesto desafiante para asegurarse de que no los puedan enviar de vuelta.
“Turquía, que Dios haga contigo lo que quiera”, grita una joven mirando hacia la costa turca al otro lado de las aguas.
Los pasajeros son kurdos de Iraq y Siria, dispuestos a lo que sea por llegar a Europa Occidental en busca de asilo y una vida mejor.
“¿Sabes dónde me puede ver un médico?”, pregunta Dlava, una mujer kurda embarazada de tres meses que viene de Alepo, donde el régimen sirio bombardea de forma rutinaria barrios de civiles controlados por rebeldes.
Dlava cruza precipitadamente las rocas con su marido, Azadeen.
“Estoy preocupada por mi bebé”, cuenta entre las lágrimas y el pánico, con la mano en el vientre.
Otra joven abraza a un hombre que solloza por teléfono. Le cuenta entre lágrimas a la persona al otro lado de la línea que ha llegado a Grecia y está a salvo.
Una familia de Bagdad, emocionada, hace selfis y fotos de todos de cada uno de ellos frente a la lancha antes de unirse al grupo de coches de voluntarios que los esperan.
“Si alguien quiere de verdad venir a Europa, que no se venga con ella”, bromea un joven voluntario refiriéndose a su suegra. Ella sonríe mientras se alejan juntos de la lancha desinflada.
Todas las mañanas desde que sale el sol, estos voluntarios miran al mar a través de sus prismáticos, dispuestos a dar la bienvenida a las barcas de refugiados. Una vez que los viajeros llegan a la costa, los voluntarios y la gente del lugar ayudan a los refugiados a bajarse de los botes. Les ofrecen información imprescindible sobre el proceso de asilo y el camino que tienen por delante, les dan agua y alimentos, organizan los albergues, ponen su coche a disposición y les llevan a la farmacia o al médico.
“Estamos aquí durante todo el día, desde por la mañana hasta por la noche, y todos los días”, explica la voluntaria Philippa Kempson, que va con su marido Eric y el grupo por el empinado camino de la carretera.
La pareja regenta desde hace 16 años una tienda de madera tallada en la isla y ha ayudado desde el invierno pasado a los refugiados que desembarcan cerca de su casa. No tienen paga, ni una organización formal de ayuda humanitaria. Aun así, Philippa y Eric calculan que ellos mismos han asistido a más de 30.000 personas.
“Hace dos días recibí un correo electrónico de un sirio que me decía: ‘Sois ángeles por lo que hacéis por el pueblo sirio’”, cuenta Philippa, con los ojos humedecidos. “Me hizo llorar”.
La distancia aparentemente corta entre Turquía y Lesbos resulta engañosa, las aguas son traicioneras para los que no son lo suficientemente fuertes para nadar grandes distancias o para los que ni siquiera saben nadar. Muchos de los chalecos salvavidas que venden baratos en Esmirna no sirven para mantener a una persona a flote.
Cuando las lanchas llegan a la costa -a menudo con la playa atestada de gente haciendo snorkel y de niños con castillos de arena-, también los turistas, como Peter Krajnc, echan una mano. Este curtido esloveno jubilado, que pasa la mayor parte del verano tomando el sol desnudo en la playa de Eftalou, dijo quedarse “aterrorizado” la primera vez que vio un bote lleno de hombres, mujeres y niños dirigiéndose hacia él.
“Simplemente, no sabía qué hacer”, cuenta con tranquilidad, completamente desnudo salvo por un sombrero de paja. “Entonces les di zapatos y ropa. Lo que más valoran es una botella de agua”.
Ahora, correr para asistir a los botes se ha convertido en una rutina. “No hay nada que temer”, dice sonriendo, pendiente con la mirada por si llegan más barcos. “Vienen y besan la tierra, como el papa”.
Cerca de allí, una pareja joven de la ciudad siria de Hasaka, mayoritariamente kurda, espera para subirse en el pequeño coche azul de Philippa y Eric. Cogen a sus dos hijos: un niño que no supera los dos años y una bebé de 15 días con un gorrito verde.
“Se llama Simav”, cuenta la madre, Amira, de su pequeña recién nacida. “En kurdo significa ‘agua de plata’”.
Entretanto, Simav interrumpe la conversación con un llanto de proporciones épicas. Solo dos semanas después de llegar al mundo, ya ha sobrevivido una travesía por mar. Próxima parada: Molyvos.
Mientras los turistas disfrutan del pescado y del vino local de uno de los restaurantes más conocidos de Molyvos, el Captain’s Table [la Mesa del Capitán], los sirios, abrumados, se apiñan en un campamento de refugiados improvisado a pocos metros de allí.
“He visto morir a más de mil personas”, dice un hombre llamado Taha, un antiguo miembro del Ejército Libre Sirio que hizo frente al régimen de Al Asad en Homs. Huyó de Siria, ya que tanto el Gobierno como el Estado Islámico le habían puesto precio a su cabeza.
Una madre y su hija tiritan a su lado, empapadas. La guardia costera griega rescató a todo el grupo después de que su barca hinchable empezara a hundirse.
“Tenemos historias para contar más grandes que el mar”, exclama el hombre, solo con una camiseta interior puesta.
La generosidad de los griegos, los turistas y los dedicados voluntarios -que han donado zapatos, tiendas de campaña, comida, agua, chubasqueros y mochilas- es la que permite que más de cien refugiados duerman esta noche en un campamento en vez de en la calle. Aun teniendo dinero, la gente sin papeles no puede reservar habitaciones de hotel en Grecia.
“¡Mira!”, murmura Melinda McRostie, la mujer grecoaustraliana que dirige el Captain’s Table junto a su marido griego, Theo, al ver que unas 40 personas se levantan de sus mesas para hacer donativos.
“Mira, todo el mundo se está levantando”, exclama, mientras, uno por uno, los comensales -europeos en su mayoría- le dan el dinero a su sobrina, Alana, que lleva toda la noche sentada en una mesa al lado de la cocina planeando la distribución de la ayuda.
Melinda y su equipo de voluntarios utilizan a menudo el restaurante como base. Las contribuciones se utilizan para comprar productos básicos que se distribuyen diariamente, junto con los objetos donados que se recogen en la isla o que llegan por correo de todas partes del mundo.
"¿Qué harías si cayera una bomba en tu casa? ¿Te irías? Yo no puedo ver a la gente sufrir e ignorarlo sin más".
Al final de un camino rocoso, los beneficiarios de estos donativos se amontonan en tiendas de campaña verdes. Dentro de una de ellas, Aya, una alegre chica de 20 años procedente de la ciudad siria Idlib, señala a una niña pequeña.
“A su hermana le alcanzó un proyectil en el colegio”, dice Aya. “La próxima cirugía ocular le costaría tres millones de libras sirias [aproximadamente 14.000 €]. Le quedan trozos en la cabeza [a su hermana] y ya no quedan medicamentos en Idlib”.
Según el grupo, la vida de la pequeña depende de si consigue llegar a Alemania, donde algunos refugiados reciben atención médica prácticamente nada más llegar.
A diez minutos andando por la costa hacia la ciudad, el dueño del Posto Cafe, Theano Mavragani, es el único que permite a los refugiados y a los inmigrantes utilizar el baño. Los demás cierran sus puertas a los agotados viajeros al verlos sucios y considerarlos molestos.
“Es un problema grave”, susurra Aya mientras una mujer afgana pide permiso para usar el lavabo. “Los turistas me dan papel higiénico”.
Al otro lado de la calle, la gente espera a que los autobuses de la ONU les lleven al otro lado de la isla para que puedan registrarse y esperar a los papeles de deportación que les permitan seguir viajando. Theano proporciona a los que van llegando ropa interior femenina, pañales de bebé y zapatos que recogen los voluntarios. Otros voluntarios tratan de dar respuestas a preguntas como “¿por qué no se nos permite coger un taxi?” o “¿por qué no podemos pagar por una habitación de hotel?”.
Jenni, una buena samaritana, neozelandesa de mediana edad con converse, se sube a un avión tras leer varias publicaciones en Facebook sobre el deterioro de las condiciones humanitarias en Lesbos.
“Nos estamos partiendo la espalda”, explica Jenni. “Si la ayuda se acaba, ¿quién sabe lo que puede pasar? Estos refugiados están huyendo de una guerra. He conocido a personas que se han pasado dos meses caminando en busca de un lugar mejor”.
“Quiero expresar mi gratitud”, dice con la mano al corazón Mohamed, un abogado sirio con la espalda llena de ampollas después de que unos matones que asaltaron su barca le pegaran una paliza.
Jenni le besa inocentemente en la mejilla. Él se ruboriza mientras explica que a su mujer, que ha vuelto a Beirut con sus tres hijos y espera ansiosamente a que puedan reunirse en Europa, no le parecería nada bien.
No a todos los que están esperando en este campamento se les puede asegurar una plaza de autobús: las familias con niños tienen prioridad sobre los pasajeros sin acompañantes. Algunos prefieren caminar durante 65 kilómetros hasta Mitilene a arriesgarse a pasar otro día esperando bajo el sol. Los automóviles no son una opción; los taxistas se exponen a multas de miles de euros si les pillan llevando a refugiados sin papeles. Un taxista acepta llevar a una familia con niños pequeños aprovechando que es de noche, al no soportar la idea de obligarlos a recorrer esa distancia a pie.
Los que van andando a Mitilene suelen parar en el pueblo de Kalloni para tomarse un necesario descanso o para buscar un lugar seguro en el que dormir. Puede que allí se encuentren al padre Efstratios Dimou (en la imagen superior), conocido como Papa Stratis, un cura local que ha defendido a los refugiados sin descanso. Fácilmente reconocible por su indómita barba gris y su larga sotana azul, Disou fundó un centro para refugiados sin ánimo de lucro, Agkalia, que lleva ayudando a los refugiados desde 2009. “Agkalia” significa “acoger” en griego.
“Hay una palabra que es común a todas las religiones: amor”, afirma Dimou, conectado a un tanque de oxígeno y con un cigarrillo entre los dedos.
“El amor no tiene condiciones”, añade en voz baja entre respiraciones cortas. “El amor incondicional es el único camino para luchar contra la gente que ha elegido el odio como arma”.
Dimou moriría a causa del cáncer poco después, el 2 de septiembre, con solo 57 años. Pero otros se ocupan de continuar con su labor. El escritor y carnicero Giorgos Tyrikos y su mujer, Katerina Selacha, que es profesora, son dos voluntarios que se aseguran de que los que buscan refugio en Agkalia tengan comida, agua y medicamentos.
Hoy es el cumpleaños de Katerina, así que comparte una tarta de chocolate y otra de frutas con todos los hombres, mujeres y niños de Afganistán que se encuentran ahora refugiados en Agkalia.
Katerina y otras voluntarias en su tienda, donde preparan bocadillos para los refugiados.
“Soy muy feliz aquí”, dice Altaf mientras sonríe y espera a que le den un trozo de tarta. Si este joven de 17 años consigue llegar a Alemania, quiere jugar al rubgy como hacía en Afganistán, donde este año la tasa de mortalidad de civiles es la más alta de su historia desde la invasión dirigida por Estados Unidos en 2001.
Sin embargo, el sabor dulce de la tarta de cumpleaños no enmascara su ansiedad. Los afganos ya llevan dos meses de viaje y les queda por delante un largo y agotador camino. Un joven entra en pánico cuando oye a Giorgos hablar de una dosis del medicamento Depon, creyendo que había oído “deport” (es decir, “deportar”). Sus amigos le corrigen y estalla en carcajadas.
Este voluntariado ha acaparado las vidas de Giorgos y Katerina.
“¿Qué harías si cayera una bomba en tu casa?”, implora Katerina. “¿Te irías? Yo no puedo ver a la gente sufrir e ignorarlo sin más”.
Es una cuestión tanto de decencia humana como de historia. La propia abuela de Giorgos, Eleni, huyó de Grecia en 1943 durante la Segunda Guerra Mundial nada más que con lo puesto. Llegó en barco a Bodrum, una ciudad de la costa de Turquía. Y entonces tuvo que caminar casi 130 kilómetros hasta Alepo, donde una familia siria la acogió.
“Fueron muy amables con ella”, dice Giorgos refiriéndose a la familia siria. “Estamos saldando nuestra deuda con ellos”.
Sentados sobre una lona del campamento de refugiados de Kara Tepe, un grupo de familiares y amigos procedentes de Homs juegan a las cartas a la sombra de un olivo que les recuerda a su ahora diezmada ciudad siria.
Después de llegar a Lesbos en una barca hinchable, el grupo está atrapado en este asentamiento para refugiados en la ciudad costera de Mitilene, junto con miles de sirios que llegan a diario en autobús o que han llegado tras haber caminado 65 kilómetros desde Molyvos. No hay presencia del Gobierno ni de ONG, ni cobijo ni electricidad.
Un hombre sirio cuelga los pasaportes de su familia para que se sequen en el campamento de Kara Tepe.
“¿Qué es este puto país?”, pregunta Walid, el líder de un grupo de 24 personas que lleva esperando casi una semana a que les concedan el permiso oficial para continuar viajando a Atenas. “No queremos quedarnos aquí. Queremos irnos. Sabemos que no nos quieren aquí”.
Walid es diabético y en Homs solía ocuparse del mantenimiento de los sistemas de internet en los colegios. Ahora espera trasladarse con su familia a Alemania, donde tiene un hermano esperándoles. Pero su esperanza, al igual que su dinero, se está acabando.
El claustrofóbico campamento huele a aguas fecales, porque los pocos retretes que hay están sucios y a rebosar. Todo el mundo bebe lo mínimo posible para evitar tener que ir al baño. Entre el calor y la suciedad, Lulu, de 2 años, una amiga de la familia del grupo de Walid, ha sufrido un golpe de calor y le ha salido un sarpullido. Temen que pueda tratarse de escabiosis, pero no tienen acceso a ningún médico.
Unos pocos voluntarios intentan aliviar la tensión llevando cajas de zumo a los niños e información a los adultos. “Yo os aconsejaría no ir a las grandes ciudades”, dice Sarah, una voluntaria alemana, a Walid y a su familia. “Ahora en Múnich [los procesos de asilo] pueden tardar de 8 a 12 meses”.
Una vez al día, un policía griego trae una lista, en constante crecimiento, con los nombres de las personas que han conseguido los papeles de deportación necesarios para continuar viajando por Grecia y el permiso para comprar billetes de ferry. Pero incluso habiendo recibido los papeles, pueden tardar días en asegurarse un billete para uno de los barcos.
Walid y su grupo se apiñan alrededor de la entrada del campamento llena de basura, como hacen los demás. La gente mueve los brazos frenéticamente reclamando sus papeles mientras un voluntario agobiado lee la lista del día. Las discusiones empiezan cuando hay dos personas que se llaman igual o cuando entregan los papeles de deportación a alguien equivocado, de manera accidental o a propósito.
El encargado de la lista es un agente de la comisaría del puerto, a una hora andando, donde las autoridades, faltas de personal y trabajando al límite, luchan por mantener el orden y procesar rápidamente los papeles de deportación. Los encontronazos entre los aterrorizados refugiados y los policías que empuñan sus porras son frecuentes. Incluido uno protagonizado por un policía vestido de paisano que sacó a un reportero de The WorldPost de entre una multitud de refugiados mientras le gritaba: “¡Fuera de mi país!”.
“Las bombas de barril tienen más piedad”, declara Taha, cuyos hombros se estaban quemando al sol. Cada vez que un avión vuela bajo sobre el campamento, todo el mundo se queda callado y mira hacia arriba; es un hábito muy arraigado que nos queda de Siria.
Pasarán unos días más hasta que el grupo de Walid consiga salir de la isla en un ferry con matrícula de la ONU, y unas dos semanas hasta que lleguen a Alemania. Pero, por ahora, atrapados en la isla, lo único que pueden hacer es esperar.
Para pasar el tiempo, la familia de Homs y sus amigos se bañan en las cálidas aguas del mar Egeo -el mismo mar del que fueron rescatados- con los brazos extendidos y los ojos cerrados. Hacen chistes sobre Hafez Asad, Ariel Sharon y George W. Bush mientras ríen de manera delirante. Beben té caliente y cantan canciones de su país. Rezan.
Cuando se pone el sol, la gente se prepara para irse a dormir escondiendo cada noche los objetos de valor en sus tiendas de campaña y en su cuerpo. Hay poca luz una vez desaparece el sol, aparte de las farolas del exterior del campamento y las pantallas de los teléfonos móviles.
Una tarde empiezan a oírse las cuerdas de una guitarra en la oscuridad, y voces cantando en árabe, kurdo e inglés. Un grupo de jóvenes sirios e iraquíes están sentados en el suelo con las piernas cruzadas, junto a varios turistas alemanes y un voluntario griego.
Primero, cantan un rap sobre la lucha kurda y después uno sobre el largo camino hasta Europa.
“Todo el mundo sueña con huir a Europa
todo el mundo sueña con tener un trabajo
todo el mundo se queda despierto por las noches porque no puede dormir
todo el mundo que entiende la dificultad y no puede descansar
Todo el mundo que se ha levantado en contra del nepotismo
y se ha convertido en víctima del sufrimiento, del odio y la desigualdad
Todas las puertas están cerradas. ¿Perderemos mucho? No.
Los jóvenes se van, se hacen daño con sus pensamientos contradictorios
Están perdidos en este mundo y las enfermedades crecen entre ellos.
Ansiedad, demencia, depresión y personalidad múltiple.
Te muestras como si vivieras en el bienestar
¿Durante cuánto tiempo vas a engañarte a ti mismo y a los demás?
¿Por qué no te miras al espejo y acabas con esta historia?
¿A quién te puedes quejar? Y hablar de tu sufrimiento.
Queremos contar nuestra historia, y entonces podrás juzgarnos.
No le importamos a nadie en este mundo
Todo el mundo nos olvida
¿A quién vamos a hablar de nuestro sufrimiento?
Queremos contar nuestra historia, y entonces podrás juzgarnos”.
“Desafiamos al mar”, dice el joven Mohamed, de 21 años, procedente de Damasco. Después mira al alemán que está rasgueando la guitarra. “Nos gustaría dar las gracias a los voluntarios. Nos están ayudando a olvidar dónde estamos”.
Se unen al coro varias personas, alzando sus voces de manera desafiante, creciendo en número y en fuerza.
“Ilegal, ilegal”, cantan. “Aquí nadie es ilegal”.
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Este reportaje fue publicado originalmente en la edición estadounidense de 'The Huffington Post' y ha sido traducido del inglés por Lara Eleno, Irene Martín y Marina Velasco
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