O la Monarquía, o el rey
Todo estaba planeado al milímetro para que, a primera hora de la mañana del 2 de junio de 2014, los españoles se quedasen atónitos. Fueron meses de trabajo en la sombra, de hilar fino, de evitar que todo lo que se estaba gestando trascendiera a la opinión pública por una inoportuna filtración. Un trabajo laborioso y secreto llevado a cabo con único fin: la abdicación del rey Juan Carlos I.
Uno de los principales escollos —si no el mayor— fue conseguir la propia aquiescencia del monarca para concluir su reinado de forma, aparentemente, tan abrupta. Ni siquiera el cúmulo de problemas que en forma de desesperante goteo fueron minando la apreciación —incluso en ocasiones el respeto— hacia el rey por parte de los españoles, fueron motivos suficientes como para que Juan Carlos I tomase, motu proprio, la decisión de dejar el trono.
Tal y como relata el periodista José Antonio Zarzalejos en su último libro, Mañana será tarde (Planeta), el Jefe de la Casa del Rey, Rafael Spottorno, le confesó en la mañana del 21 de febrero de 2013 que a don Juan Carlos había que “hacerle un trabajo psicológico” desde la propia Casa del Rey. Conseguir que fuera consciente de que se estaba propiciando la peligrosa paradoja de que el propio monarca se había convertido en la principal, si no única, amenaza para la supervivencia de la Monarquía.
Fue un cúmulo de despropósitos —la desacertada cacería en Botswana, el impacto vía contagio de los trapicheos de su yerno, Iñaki Urdangarin, en el caso Noos, la aparición de una “amiga íntima” de apellido casi impronunciable (Corinna zu Sayn-Wittgenstein) o sus recurrentes problemas de salud— que acabaron convirtiéndose en el cóctel letal que precipitó la abdicación. Las palabras de la reina Sofía, cuando aseguró en 2008 que el rey “no abdicará jamás”, quedaban incumplidas.
LAS ENCUESTAS
El descrédito del rey repercutió sobre la propia institución. El goteo dolorosísimo de malas noticias sobre la percepción de la Monarquía arrancó en octubre de 2011, cuando registró su primer suspenso en la historia de la democracia al ser valorada en un 4,89 sobre 10. A partir de esa fecha todo lo que podía ir a peor fue a peor. Pese a que el CIS sospechosamente dejó de preguntar por la institución durante varios meses, sus datos se transmutaron en un espejo que devolvía una imagen decadente, apagada, incluso agónica, de la Casa Real.
En mayo de 2013 la imagen para los españoles era aún peor. del 4,89 bajó hasta el 3,68. Había motivos sobrados para que la institución que se había erigido en símbolo de estabilidad durante la etapa democrática se plantease dónde estaba y hacia dónde iba.
“La Corona de España, en 2014, había llegado ya a agotar sus reservas de crédito y reputación, y su crisis tocaba ya hueso”, sostiene Zarzalejos, para quien las virtudes tantas veces vendidas como símbolos positivos del reinado de Juan Carlos I —la Transición o su gestión del 23-F— quedaban, para una sociedad en constante cambio, “muy lejos en el tiempo”. El exdirector de ABC y actual columnista en El Confidencial y La Vanguardia es de una de las pocas personas que no se sorprendió de la abdicación. De hecho, ya lo había vaticinado en un artículo que publicó en El Confidencial en febrero de 2013 en el que apuntaba a que el rey barajaba su renuncia. Casi un año antes había publicado otro texto de título suficientemente definitorio: Historia de cómo la Corona ha entrado en barrena. “El país tiene un muy serio problema con la forma de Estado, es decir, con la Monarquía parlamentaria porque la Corona ha entrado en barrena con un más que preocupante diagnóstico político y social”, apuntaba.
Desde la propia Casa Real fueron conscientes de que el problema no residía tanto en la forma de Estado —la Monarquía parlamentaria— como en la persona que la encarnaba: el rey. “Estaba claro que su figura estaba agotada”, señalan fuentes cercanas a la institución, quienes reconocen un año después que la Monarquía sigue “levemente tocada” pese a que los índices de aceptación “se van recuperando poco a poco”.
“La gente estaba irritada e indignada por lo que había pasado”, recuerda la periodista Carmen Enríquez, que este martes publica Felipe VI, la Monarquía renovada (Planeta). Sus 17 años como corresponsal ante la Casa Real de RTVE le llevan a valorar de forma positiva el reinado de Juan Carlos I, aunque cree que debería haber abdicado nada más darse cuenta de que su continuidad ponía en riesgo la propia Monarquía. Desde su punto de vista, los problemas de salud del rey, que le hacían estar “fuera de onda cada dos por tres”, fueron uno de los motivos que tuvieron más peso a la hora de tomar la determinación de abandonar. “No trascendió demasiado, pero la última, la infección en la zona de la cadera, fue muy grave”, señala.
En contra de abdicar figuraban cuestiones vaporosas relativas a la supuesta tradición que dice que un rey no da un paso de esas características, “aunque como se ha visto en Países Bajos, Bélgica o Luxemburgo, no es verdad”, matiza Enríquez. También, y sobre todo, que el rey era consciente de que el momento era “el peor momento posible desde un punto de vista económico y social”. Que, en definitiva, dejaba a su hijo un herencia envenenada.
Roberto Blanco, catedrático de Derecho Constitucional de la Universidad de Santiago, es categórico: “Si no hubiera abdicado estoy convencido de que hubiéramos tenido un muy serio problema con la institución monárquica”. “Hay un momento en el que el rey fue claramente un lastre, y el proceso de destrucción de la Monarquía era constante y muy rápido. La abdicación era la única medida para garantizar la estabilidad monárquica”, abunda para rematar: “Yo fui un defensor firme, uno de los primeros en el ámbito del derecho constitucional, que dijo un año antes de la abdicación que el rey lo tenía que dejar porque la Monarquía, que había jugado un papel de consenso social muy potente, pasó a tener una posición muy complicada, sobre todo a raíz de unas circunstancias conocidas por todos. El rey sufrió un deterioro de su imagen galopante. Había que intentar girar el proceso y para eso era indispensable proceder a la sucesión”.
UNA INSTITUCIÓN QUE LANGUIDECÍA
El anuncio de hace un año puede entenderse, por tanto, como el último servicio de don Juan Carlos a la institución que encarnó 39 años. Y sirvió, según coinciden todos los entrevistados para este artículo, de revulsivo para revitalizar a una Monarquía que, si no agonizaba, sí languidecía. La llegada de Felipe VI ha insuflado, coinciden también, nuevos aires que eran del todo previsibles. “Es muy difícil que un rey cambie al mismo ritmo que lo hace la sociedad porque un rey está muy aislado, muy protegido, muy enclaustrado, pero, en este sentido, Felipe está más en contacto con la realidad que su padre”, opina Blanco. “El hecho mismo de que su mujer sea una persona no noble, una periodista que conoce bien el mundo” ha contribuido a aumentar esa cercanía, incide.
Carmen Enríquez valora especialmente alguna de las medidas que don Felipe ha puesto en práctica y que han redundado, por una lado, en la mejora de su imagen personal y, por otro, en la de la propia Casa Real: “El hecho de que se haya delimitado el núcleo duro de la casa real, que se haya establecido qué actividades pueden llevar a cabo o no los miembros de la familia real, que se haya aplicado un código de conducta para todos los miembros que trabajan en la Casa o que se haya establecido un régimen de regalos... Todo eso ha jugado a favor”.
“El rey actual ha basado su estrategia en la utilidad y la cercanía, en la transparencia —que se empezó un poco antes de la abdicación— y en la austeridad”, apuntan por su lado fuentes cercanas a la Casa Real. Pero no todo está hecho, matizan: “Los nuevos reyes tienen que demostrar que la Monarquía es útil, y eso se logra aportando estabilidad —que es la clave de una monarquía moderna—, y la imparcialidad”.
Para Zarzalejos es imprescindible “revertir las connotaciones negativas que estos años han dejado en la Monarquía”, para lo que se requiere que demuestre su “funcionalidad” y el rey “moderar y arbitrar para que España —mediante una incisión quirúrgica— salga de un hondón ético y cívico como no se recuerda en las últimas décadas”, razona en Mañana será tarde.
LA REPÚBLICA
El propio Zarzalejos apunta a que un posible punto de inflexión para el futuro de Monarquía parlamentaria en España se producirá cuando se cambie el artículo 57 del título II de la Constitución, que aún hoy otorga la prevalencia sucesoria del hombre sobre la mujer y que Enríquez define de “una mancha, un borrón, una cosa impresentable”. Esa modificación deberían ser aprobada por el pueblo español mediante referéndum y, cree Zarzalejos, excitaría las pulsiones republicanas hasta el punto de convertir esa consulta en una votación en la que se dilucidaría la forma de Estado: Monarquía o República.
Fuentes cercanas a la Casa Real aseguran que los nuevos reyes son conscientes de que tienen que ir recuperando poco a poco el prestigio de la Monarquía porque saben que, antes o después, se va a producir ese debate. Pese a ello, consideran que, mientras se mantenga el bipartidismo —en las elecciones del 24 de mayo PSOE y PP se repartieron el 52% de los sufragios— la supervivencia de la Monarquía está garantizada. “Si hoy hubiera un referéndum ganaría de calle la monarquía. No somos monárquicos intelectualmente, pero lo mayoría comprende que es mejor tener un rey que nos dé estabilidad que un presidente de la República que pueda ser partidista. Lo que la gente aprecia de la Monarquía es la estabilidad”, defienden.
Exactamente de la misma opinión es Roberto Blanco: “No hay ningún riesgo para la Monarquía salvo que el PSOE cambie de posición, y no creo que vaya a suceder. Al menos mientras se mantengan pesos pesados como Felipe González, Carlos Solchaga, o Alfredo Pérez Rubalcaba, todos con un gran sentido de Estado”, expone el catedrático de Derecho Constitucional de la Universidad de Santiago.
Camen Enríquez, que dedica un capítulo de Felipe VI, la Monarquía renovada a los retos y riesgos para la Institución, recuerda que ningún partido reconoce abiertamente que sea monárquico, “pero todos piensan que está muy bien la Monarquía”. Ni siquiera Podemos, una formación eminentemente de izquierdas por cuyas venas circula sangre republicana. “Creo que seguimos asociando ser monárquico a ser conservador, de derechas, antiguo. Y eso una bobada. Ya me dirás si lo son también los noruegos, los daneses o los propios británicos”, se queja.
Si durante muchos años se dijo que los españoles no éramos monárquicos, sino juancarlistas, ¿qué somos ahora? Enríquez y Blanco coinciden: “felipistas”, responden mientras ríen.