Nepal, año cero
En el valle de Katmandú, las motos y los ruidos solo descansan los sábados, porque el resto de los días son laborables. Quizá por eso a Dipendra se le pegaron las sábanas en su vivienda y estaba haciendo el primer té del día cuando a las 11:56 de la mañana, el peor terremoto que ha habido en Nepal desde el año 1934, que ha matado ya a más de cuatro mil personas y ha dejado a miles de heridos, sacudió brutalmente su casa, que está en la ciudad de Patan, una de las más importantes del valle y pegada totalmente a Katmandú, de la que sólo la separa un puente.
“Ya pensábamos era el final, parecía que todo se iba a caer”, cuenta a través del teléfono Dipendra, que vive en la casa familiar con su madre, su hermano, su cuñada, su sobrina y su mujer –que es española- porque allí la gente no está muy preocupada por emanciparse completamente y suele vivir junta. O cerca, para estar pendiente de sus familiares. Y cuando el primer terremoto terminó, salieron todos a la calle.
A la misma hora que Dipendra intentaba escapar por la escalera con su sobrina en brazos, Sangeet buscaba protegerse del terremoto en su casa de Bhaktapur, la tercera ciudad más importante del valle. Estaba solo: su hermana iba en un autobús, y sus padres estaban camino al oeste del país, para la boda de unos familiares. Todos se salvaron.
Pero en ese momento comenzaba lo más complicado: sobrevivir. Primero, al pánico, porque las réplicas se han sucedido a lo largo de estos días “y la gente ha estado muy asustada”, afirma Sengeet en otra accidentada conversación telefónica. Pero sobre todo, a la falta de medios en un país con unos servicios públicos absolutamente precarios, que está en el número ciento cincuenta y siete del Índice de Desarrollo Humano y que vive en parte de la ayuda internacional. ¿Puede el mismo sistema político donde los gobiernos duran poco más de un año y cuyos actores principales no han sido capaces de redactar una constitución de consenso desde 2007 organizar el rescate y la ayuda a su población?
“El Gobierno no está por ningún sitio”, afirma Dipendra. “Tenemos que arreglárnoslas nosotros mismos, como siempre”. Al lado de su casa hay un patio donde se reúnen alrededor de cien personas que han dormido juntos las últimas dos noches y que colectan dinero entre todos para comprar comida y bebida. Dice Dipendra que han montado una especie de carpas para protegerse, porque han llegado algunas lluvias. “Una de las cosas más importantes que necesitamos como ayuda son tiendas de campaña, por si vienen más lluvias y estamos durmiendo todavía en la calle. También son importantes tabletas para purificar el agua”.
En Bhaktapur, Sangeet se las arregla para dormir en una pequeña tienda hecha con plásticos y ladrillos. A veces se acerca a otras partes de la ciudad, que están más dañadas, donde ya ha visto a varios cooperantes extranjeros dar medicinas y atendiendo a la gente. Según Sangeet, también empiezan a incinerarse los primeros cuerpos: quienes pueden hacerlo, los incineran individualmente, como es tradicional en la cultura hinduista. Y en los casos en que los que no se puede, el Ejército se lleva los cuerpos para hacer incineraciones masivas.
“El verdadero problema ahora es sanitario. Los sistemas de aguas y alcantarillado han colapsado en muchos sitios, y la gente hace sus necesidades en la calle. Eso puede provocar epidemias importantes de cólera”, afirma Sangeet, que está extremadamente agradecido a la ayuda de otros países: “Nos parece increíble que la gente se esté preocupando tanto”.
NEPAL TAMBIÉN ES LA DIÁSPORA
Más de dos millones de nepaleses, cifra arriba, cifra abajo, viven en el exterior. Los hay que trabajan levantando edificios en las ciudades de los emiratos árabes, los hay con más suerte que han conseguido becas para estudiar en el extranjero; y luego están los que ya se quedaron definitivamente para desarrollar una carrera profesional más potente en el extranjero.
Entre los que estudian, está Sameer, que está en Dinamarca y que nunca pudo pensar que sus padres iban a tener que pasar la noche en una caseta en Brikuti Mandap, el parque al que iba con sus amigos a tomar té a la salida de clase del campus de Lenguas Internacionales donde estudiaba francés y español. Pero está feliz de que su familia esté bien, de que su casa se haya mantenido en pie, y ya está intentando recolectar dinero para mandarlo a su país. “Me gustaría estar allí ayudando”.
También Sanguine está ayudando a recolectar fondos en Australia, donde realiza sus estudios, y donde toda la comunidad nepalesa se está volcando. En dos días ha pasado de la más absoluta devastación emocional a un relativo optimismo. Pero eso no le hace olvidar que se podría haber hecho mucho más para prevenir esta catástrofe: “En Nepal, las autoridades se han limitado a dar charlas sobre terremotos en los colegios, mucho bla, bla, bla, pero poco actuar sobre la construcción que se estaba haciendo y sobre cómo mejorar las viviendas antiguas”.
No deja de impresionarle su propia gente, su capacidad de resistir y poner al mal tiempo buena cara: “Mi padre ha abierto su tienda para que la gente vaya a comprar, ha bajado incluso los precios. Mi madre está cogiendo la verdura de la huerta para cocinar para los demás. Y están durmiendo con otra mucha gente fuera de casa, pero no le dan ninguna importancia”.
Desde Washington, Niraj, que lleva ya muchos años trabajando en EEUU -y cuyos padres también están a salvo- pide a los medios de comunicación que no se olviden de la diáspora nepalesa, que “también está sufriendo un gran dolor”. Pero sobre todo, se acuerda de Gorkha, su región natal, totalmente destrozada y en uno de cuyos pueblos, Barpak, fue el epicentro del terremoto.
En realidad, todo el mundo coincide en que los pueblos de esa región van a llevarse la peor parte, y que allí todo está muy destruido. “Es muy importante que vayan medicos a esa zona”, afirma Dipendra.
Da la sensación de que Nepal se ha convertido en un conjunto de miles de comunidades donde el terremoto ha dejado un resultado diferente según las condiciones de partida: las malas construcciones de los pueblos cercanos al epicentro han caído en masa. También las zonas populosas de Katmandú de rápida construcción moderna, de hormigón, pero con malos cimientos “que se han caído enteras”, como si fueran cajas, dice Dipendra, sin derrumbarse su estructura. O las viviendas newaris, una etnia del valle Katmandú, con típicas casas de madera y ladrillo rojo que tienen muchos años. Las construcciones más modernas y bien cimentadas, sobre un terreno que es muy arcilloso, han resistido mejor. Y una cosa está clara: "La mayor parte de nuestro patrimonio se ha quedado en ruinas", dice Sangeet absolutamente emocionado.
UNA ESPAÑOLA EN PATAN
Y codo con codo, junto a Dipendra, está Irene, una técnico de laboratorio y radiodiagnóstico, medio de Madrid y medio de Asturias, que se enamoró de un hombre bueno, generoso y entrañable, que habla español y va en moto a todos sitios, como todo buen joven nepalés. Con él se casó, con él se fue a vivir allí hace un año, y con él montó una agencia de turismo y viajes –hasta ahora, uno de los negocios con más posibilidad de prosperar en Nepal, que ha vivido en parte del turismo-, “aunque ahora no sé en qué quedará”. “Estoy bien y me quedo aquí”, dice con contundencia. Pero también es crítica, y dice que “lo que falta es presencia del Gobierno, policías, etc. Pero bueno, era algo que ya faltaba antes, así que no es nada raro. La gente a veces es demasiado conformista”.
Hacia dónde vayan las cosas en los próximos días dependerá de la Naturaleza. Incluso de los dioses, si es verdad que existen, como creen la mayoría de los nepaleses. Pero también de unos políticos que hace años que tienen al país paralizado, aunque quién sabe si las cosas empezarán a cambiar. Para esto, también, los nepaleses tienen una frase muy acertada: “En Nepal, todo es posible, nada es seguro.