El exmiembro del cártel de Medellín quiere dejar de ser informante de la DEA tras 27 años
“Estás mintiendo”, le dijo el hombre. Carlos Toro echó un trago al vaso de vino e intentó mantener la compostura. Durante años había vivido con el miedo de escuchar aquellas palabras. Era febrero de 2011 y Toro, que por entonces tenía 61 años, había acudido a un elegante asador de Madrid. La idea era compartir una cena entre dos amigos para hablar de negocios. Su interlocutor era un diplomático sudamericano e importante traficante de cocaína que deseaba introducirse en el mercado de la droga europeo, donde podía vender por 40.000 dólares el kilo de cocaína por el que en su país pagaba 1.000 dólares. En el pasado, Toro ocupó un alto cargo del cártel de Medellín, en Colombia, que dominó el mercado global de la cocaína en la década de los setenta y ochenta. Vestido con chaqueta a medida, unos pantalones a juego y un pelo gris cada vez más débil, Toro parecía de verdad el jefe de un gran cártel. Compensaba su baja estatura y complexión descargada con un saber estar y un toque de solemnidad. Se había ofrecido para cerrar un acuerdo entre su interlocutor y un empleado de una aerolínea española que se encargaría de transportar la droga entre Sudamérica y Europa a bordo de aviones comerciales.
A lo largo de los dos años anteriores, Toro y el diplomático habían compartido muchas cenas como aquella, llegando a intercambiar detalles íntimos sobre sus vidas privadas. Toro incluso llegó a conocer al hijo menor del diplomático. Sin embargo, todo lo que Toro le había contado era mentira.
Durante más de dos décadas, Toro fue uno de los informantes confidenciales de la Administración para el Control de Drogas de los Estados Unidos (DEA por sus siglas en inglés), uno de los más efectivos. Pero ahora el diplomático se había tropezado con unas pruebas que lo incriminaban: el contacto de la aerolínea no era real. Cuando el diplomático analizó su correspondencia por correo electrónico descubrió que los mensajes de Toro y del empleado de la aerolínea se originaban desde la misma dirección IP. Si el contacto de la aerolínea era en realidad un español que vivía en Barcelona, ¿por qué aparecía con Toro en Estados Unidos enviando correos electrónicos desde el ordenador de Toro?
“¿De qué estás hablando?”, le contestó Toro en un intento por parecer confundido.
El hombre se puso de pie: “¿Para quién trabajas?” –rugió. “¿Trabajas para la DEA?” Todo el restaurante se quedó en silencio y Toro entró en pánico. Fingiéndose ofendido por la acusación, salió corriendo hacia el baño, desde donde llamó a toda prisa a la embajada estadounidense para hablar con su contacto en la DEA.
Pero antes de que Toro pudiese hablar con su supervisor, alguien le agarró del cuello de la chaqueta. Toro se dio la vuelta y se quedó a un palmo de la cara de su asaltante: era el diplomático. Le pegó un puñetazo que lo envió al suelo. Intuyendo la pelea, otra persona entró en el baño para poner paz. El diplomático se levantó y ambos volvieron a su respectiva mesa.
El diplomático exigió ver el móvil de Toro, sabedor de que el registro de llamadas revelaría el reciente intento de contactar con la DEA. Sin embargo, Toro se negó e interpeló a su compañero para que le diese su móvil. Cuando lo hizo, Toro cogió ambos teléfonos y los tiró con fuerza al suelo haciéndolos añicos. “No confío en ti, no quiero trabajar contigo. Has dudado de mí. No tengo por qué aguantar esto, he venido desde Estados Unidos para ayudarte. Esto es un insulto”, le gritó.
Todos los clientes y empleados del establecimiento seguían la discusión. La gente se levantaba, estirando el cuello para ver a los dos personajes. Los camareros intentaban calmar los ánimos. El diplomático no tenía ganas de montar un espectáculo, así que decidió abandonar el restaurante. Toro le pidió disculpas al encargado, pagó la cuenta, recogió los pedazos de los móviles y se dirigió a la salida. Pero antes de llegar a la calle dudó: ¿Qué pasaría cuando saliese por la puerta? ¿Se arriesgaría a encontrarse con un asesino a sueldo o, peor aún, que le metiesen en un coche por la fuerza para luego torturarlo?
Toro respiró profundamente. Pasaba de la una de la madrugada y el olor a carne a la brasa ahora se confundía con el olor de los productos de limpieza. Empujó la puerta y se encontró al diplomático, que lo esperaba fuera, en un banco de metal.
Por un momento, Toro se preguntó si el diplomático estaría pensando en la posibilidad de apretar el gatillo. Pero la escenita había surtido efecto: el hombre parecía casi arrepentido, sabedor de que tal vez hubiese cruzado una línea roja al culparlo. Le dijo que tal vez el contacto de la aerolínea fuera en realidad el chivato de la DEA.
Toro se despidió fríamente del diplomático y se fue caminando al hotel, asegurándose de que nadie lo seguía. Cuando contactó con su enlace de la DEA recibió las órdenes de desaparecer de inmediato. Toro cogió el primer vuelo que salía de Madrid. En apenas unas horas había llegado sano y salvo a Lisboa.
Pronto volvería a los Estados Unidos, a la espera de una nueva misión.
Los informantes confidenciales son la columna vertebral de la DEA, y Toro es lo que los agentes llaman un “buen activo”. Ha servido en la DEA durante 27 años y en todo ese tiempo ha ayudado a atrapar a traficantes de armas, falsificadores y narcotraficantes por todo el mundo, entre los que se incluyen los conocidos narcotraficantes del cártel de Medellín: Carlos Lehder y el dictador panameño Manuel Noriega.
Toro testificó contra Noriega ante un tribunal federal y, en 2010, la DEA, en compensación por haber contribuido en aquellos casos, lo premió por toda una vida de dedicación. Es uno de los activos más productivos de la DEA en haber dado un paso al frente para contar su historia.
Los encuentros de Toro con los narcotraficantes parecen de ficción. Después de todo, se trata de un hombre que utiliza la mentira para ganarse la vida.
Pero Toro ha hablado con The Huffington Post largo y tendido durante varios meses y ha aportado un gran número de documentos a fin de respaldar sus informes, entre los que se incluyen correos electrónicos, fotografías e informes de incidentes de la DEA, como los que detallan episodios similares al de Madrid. La siguiente historia se apoya principalmente en aquellas fuentes. (La DEA se negó varias veces a hacer declaraciones y por lo general no habla en público sobre un informante en concreto).
Para Toro, salir en público de esta manera conlleva riesgos obvios, pero siente que no tiene otra alternativa. Ahora, con 65 años, está cansado de enfrentarse a criminales peligrosos.
Su salud se resiente y se cree mayor para estar en guardia constantemente y escapar corriendo por calles oscuras. Ahora quiere jubilarse y vivir los años que le quedan en Estados Unidos acompañado por su familia: Mariana, la que es su esposa desde hace 35 años, su hijo, su hija y su nieto. (Hemos cambiado el nombre de la esposa de Toro para proteger su identidad).
Sin embargo, las intenciones de la DEA son opuestas. Durante los últimos cinco años, la agencia le entregó a Toro un documento de inmigración temporal que le obliga a participar en las investigaciones activas. En el caso de que no lo haga su estado de inmigrante expirará, lo que podría conllevar su deportación a Colombia, el país de origen de Toro y en donde teme que pueda ser asesinado a manos de los antiguos socios del cártel que él mismo ayudó a poner entre rejas.
En 2012, Alejandro Bernal Madrigal, un antiguo miembro del cártel de Medellín fue asesinado en Colombia un mes después de volver a casa. Alejandro había estado encerrado en una prisión estadounidense por tráfico de drogas, pero negoció la sentencia a cambio de testificar contra uno de los principales financieros del cártel.
Las autoridades colombianas creen que se trató un asesinato por venganza.
A fin de evitar ese mismo destino, Toro le pidió a la DEA que le ayudase a obtener la ciudadanía estadounidense o un permiso de residencia permanente, lo que evitaría que fuese deportado y acceder a las ayudas federales para las que contribuyó durante toda su vida. Pero según él, la DEA se ha negado a cambiar los términos del acuerdo. Durante años, Toro se había convencido de que se trataba de una relación entre iguales, pero ahora se ha dado cuenta de que, a pesar de todos sus logros y de tantos años arriesgando la vida, para la DEA no es más que un pobre idiota del que aprovecharse.
Según expertos en justicia penal y antiguos agentes, la situación de Toro es la misma que la de otros muchos informantes de la DEA. Según un informe del Departamento de Justicia estadounidense del año 2005 se calcula que hay unos 4.000 operativos trabajando para la agencia constantemente. “Las fuentes te encumbren o te hunden”, dijo Finn Selander, un ex agente especial de la DEA y miembro de Law Enforcement Against Prohibition, una organización internacional sin ánimo de lucro que se opone a la guerra contra las drogas. “Lo son todo en la carrera de un agente”.
Según el antiguo agente infiltrado, Michael Levine, los agentes se exponen a una presión enorme para conseguir resultados, y dependen en gran medida de sus fuentes. “A los agentes solo les interesa una cosa, los números: ¿Qué puedes hacer por mí? ¿A quién me puedes conseguir? ¿Qué información me puedes conseguir? ¿Qué tipo de casos? ¿Hasta dónde puedo llegar contigo?”, explica Levin, quien trabajó en la DEA durante 25 años.
Selander dice que cuando un agente de la DEA tiene influencia sobre un informante, “a falta de un término más políticamente correcto diremos que lo tiene cogido por las pelotas”. Añade que los agentes a menudo tratan a sus fuentes como “bolsas de la basura” y que no tienen reparos a la hora de explotarlos.
Es una situación en la que el gobierno se guarda para sí todas las cartas, nos dice Alexandra Natapoff, profesora en la Facultad de Derecho de Loyola y experta en informantes dentro del sistema de justicia penal. “Si cometes un crimen te quedas solo”, nos dice. Los agentes se benefician mucho de la información que les pasan las fuentes, pero los propios informantes carecen de protección legal. Natapoff también afirma que, en las negociaciones con el gobierno federal, “esos individuos a menudo salen perdiendo”.
Toro estaba hablando por el teléfono cuando me abrió la puerta de su hotel en Washington D.C. una nublada tarde de enero. “DEA”, me susurró mientras me señalaba su teléfono. Lo puso encima del escritorio y activó el altavoz como si quisiera confirmarme que era cierto que había una persona al otro lado.
Cuando terminó la llamada, Toro me extendió la mano exhibiendo una deslumbrante sonrisa. Había llegado aquella mañana para contarme la historia de su vida en persona. Iba vestido con un suéter azul con cremallera y unos vaqueros, un conjunto al que, a modo de broma, se refiere como sus “ropas de camello”. Durante las siguientes tres horas y media no dejó de deambular sobre la alfombra gris al tiempo que hacía un retrato al detalle de su vida. Hablaba rápido y con seguridad, sin apenas pausas, algo muy de él. Nos fue fácil ver cómo se había labrado una carrera consiguiendo que la gente confiase en él.
Toro nació en 1949 en la ciudad de Armenia, en el corazón de la región cafetera andina de Colombia. De familia rica, su padre había sido pionero en el negocio de las comunicaciones al fundar una de las primeras estaciones de radio privadas del país. Toro me cuenta que de pequeño había entablado una estrecha relación con un amigo de la familia llamado Carlos Lehder. Nacieron con pocos días de diferencia, pero en términos de personalidad eran muy distintos. Lehder era un joven rebelde que quería convertirse en uno de los miembros más poderosos del cártel de Medellín. Por su parte, Toro era una persona afable y leal pero mucho más reservada. De pequeños, Lehder pasó unos meses viviendo con la familia de Toro. Sin embargo, a mediados de la década de los 60 se marchó a Estados Unidos con su madre.
Toro también se marchó a Estados Unidos en 1967 para asistir a la escuela preparatoria de Hartford, en Connecticut, en donde aprendió inglés y recibió una educación estadounidense. Luego asistió a la Universidad de Emerson, en Boston, y durante los veranos se iba de gira con la Cruzada Universitaria por Cristo y hacía prácticas con Pat Robertson y con la Christian Broadcasting Network. Al final dejó la universidad para unirse a la CBN y viajar por el mundo trabajando de cámara antes de mudarse a Nueva York a mediados de la década de los 70.
Una vez instalado en Estados Unidos, Lehder aprovechaba cada una de las oportunidades que se le presentaba para intentar apartar a su amigo de un estilo que se encontraba dentro de los márgenes de la ley. Toro recuerda varios encuentros con Lehder, incluidas dos fiestas distintas en el hotel Waldorf Astoria de Nueva York. En 1978, en pleno auge de la cocaína en los Estados Unidos, visitó a Lehder en la suite presidencial del hotel.
Toro relata: “Había 20 prostitutas, una bolsa de un kilo de cocaína en la mesa del centro y un montón de amigos suyos de fiesta. Nos pasamos allí unos tres días, ya casi ni lo recuerdo”.
Lehder le explicó a Toro su gran visión sobre una Colombia nueva controlada por el cártel y su imperio de la cocaína. Lehder se encontraba en la cima del mundo, ganaba 2 millones de dólares a la semana y se codeaba con dignatarios extranjeros, primeros ministros y presidentes. Incluso llegó a comprarse una isla en Las Bahamas que el cártel no tardaría en utilizar como punto de lanza para los envíos de cocaína a los Estados Unidos.
Toro visitaba aquellas instalaciones varias veces al año a finales de los 70 y las describió como un enclave en el que rebosaba el sexo y las drogas, custodiado por un pequeño ejército de hombres armados con ametralladoras Uzi y jaurías de perros. Cada vez que iba allí, Lehder insistía en que Toro se uniese al cártel, pero Toro decidió mantenerse al margen de las actividades delictivas de su amigo.
En 1980 Toro se casó con Mariana, una estadounidense con raíces colombianas nacida y criada en Miami. Su primer hijo nació en 1981 y poco después la familia se trasladó de Nueva York a Tamarac, Florida, donde Toro creó una empresa de limpieza, aunque empezó a sentirse atraído por los beneficios que le aportaría trabajar para el cártel.
Un día de 1983, Álvaro Triana, otro amigo de la infancia que por entonces se ocupaba de las finanzas del cártel en Florida, se le presentó con una oferta de Lehder. Toro recuerda que Triana, un hombre grande con el pelo rizado y debilidad por el whisky, le dijo: “No tendrás, jamás, contacto con las drogas. No tocarás las drogas. Te necesitamos como relaciones públicas, eres la persona perfecta para trabajar como relaciones públicas. Estamos teniendo problemas a la hora de encontrar pistas de aterrizaje para echarle combustible a los aviones, reclutar pilotos, entrenarlos, comprar aviones y repararlos”.
La oferta haría rico a Toro y además la idea de no tener que ensuciarse las manos le ayudó a autoconvencerse. Aun así, Toro no quería contarle a su esposa que iba a meterse en el comercio de cocaína, que por entonces estaba aterrorizando a las localidades del sur de Florida. Por el contrario, le contó que estaban planeando crear una red para vender bienes de lujo franceses de contrabando y que se mudarían a una casa señorial nueva situada en Boca Ratón y que les darían el coche que quisieran. Toro se desentendió de su empresa de limpieza y en unas pocas semanas ya estaba trabajando para el cártel.
Durante los siguientes años, las obligaciones de Toro dentro de la organización aumentaron. Coordinaba los aspectos logísticos en las operaciones de contrabando de cocaína, establecía las rutas de vuelto, cerraba los acuerdos con los líderes extranjeros y pagaba a los pilotos y a los mensajeros. Durante mediados de la década de los ochenta, solían pasar por la casa de Toro unos diez millones de dólares a la semana. Por entonces se había comprado un revólver del calibre 38 que llevaba bajo la chaqueta.
Un día en el que Toro no estaba, Mariana abrió una de las bolsas de lona de color verde caqui que había en el suelo del ático: estaba llena de montoncitos de billetes de cien dólares sujetos con gomas elásticas: un total de 1,2 millones de dólares.
Mariana sospechó que su marido estaba involucrado en algo mucho peor que la venta de Channel No.5 robado. Cuando le pidió explicaciones le prometió que aquel trabajo solo era temporal. Toro afirma que la situación le llevó a ser insensible al dinero. Le pagaban muy bien y tenía al alcance de la mano todo lo que quería, por lo que nunca sintió la necesidad de ahorrar. Había pensado en retirarse después de un par de años, pero nunca guardó dinero, ya que asumía inconscientemente que siempre estaría a su disposición.
El respeto por la cadena de mando era un principio ineludible para el cártel de Medellín. Así pues, cuando en 1985 Toro descubrió que Triana no le pagaba a los pilotos se vio obligado a tomar una decisión muy dura: pasar por encima de Triana o arriesgarse a perder unos enlaces clave en la cadena de suministro. Toro se puso del lado de los pilotos, así que contactó con los financiadores del cártel en Colombia, quienes le dieron siete millones de dólares para que realizase los pagos.
Aquel fue el último episodio de una enemistad que no dejaba de crecer entre Toro y Triana, y tal vez Toro debiera haberlo anticipado. Triana era volátil, inseguro e impulsivo; no era el tipo de hombre con el que uno quiere enfrentarse.
A la mañana siguiente, Triana se presentó en la casa de Toro con aspecto desaliñado y agitando una botella de whisky casi vacía. Toro recuerda a Triana gritándole desde el jardín de la entrada cosas como “sal de aquí, maldito hijo de puta”.
Triana continuó profiriendo insultos mientras bajaban la calle para ir a la casa de Triana. Una vez en la sala, Triana se sentó en un sillón reclinable y le dio un ultimátum a Toro: tenía 24 horas para marcharse de Boca Ratón y devolverle la propiedad al cártel.
Toro acusó a Triana de haber robado el dinero destinado a los pilotos y le amenazó con contárselo a los jefes del cártel. Triana explotó: “Voy a matarte”, le gritó mientras sacaba una Uzi de debajo del reposabrazos. Toro sacó su revólver y disparó tres veces, alcanzando en el mentón y en la ingle a Triana, que acabó desplomado en el suelo. El tercer disparo dio en el techo. “No sé cómo lo hice, no estaba mirando”, recuerda Toro.
Triana estaba vivo y consciente, pero perdía mucha sangre. No podía llevarlo al hospital, ya que Triana vivía en los Estados Unidos con una identidad falsa y llevarlo a urgencias podría comprometer todo el operativo que habían desarrollado en Florida. Toro llamó a un antiguo socio y le pidió que mandase a su hijo, un estudiante de medicina. El joven tapó las heridas de Triana y le puso una inyección de morfina mientras Toro intentaba localizar a algún piloto del cártel que se llevase a Triana a Colombia para que pudiese recibir un tratamiento adecuado. En mitad de la noche subieron a Triana en un pequeño avión y lo sacaron en secreto del país.
Toro llamó a Lehder para contarle lo que había sucedido, con la esperanza de que su viejo amigo lo entendiese. Toro recuerda que Lehder le dijo “¿Así que disparaste a uno de mis hombres? Estás muerto”.
Toro y su familia volvieron a Tamarac. Una mañana, algunos meses después, el cártel descubrió su paradero. En un aparcamiento a algunos kilómetros de su casa, la policía descubrió en el maletero de un coche el cuerpo de una joven, una pequeña traficante a la que Toro había tratado. La habían apuñalado más de 15 veces y le habían cortado la cabeza. Toro cree que aquel asesinato fue obra de un sicario del cártel y que la habían dejado cerca de su casa para incriminarle.
La policía arrestó a Toro por el asesinato pero se desestimaron los cargos, ya que no contaban con verdaderas pruebas que lo relacionaran con la muerte de la joven. Sin embargo, durante las 12 horas que duró el interrogatorio Toro dejó entrever que había ayudado al cártel de Medellín a comprar combustible para sus aviones. Aquello le dio al fiscal del distrito una acusación a la que ceñirse: conspiración para el tráfico de cocaína. Si lo condenaban, Toro se enfrentaría a una sentencia de cárcel por un mínimo de 15 años.
Convencer a un jurado de su inocencia parecía más que una quimera. De hecho, Toro había formado parte de una enorme empresa criminal. Además no ayudaba que la violencia producto de las drogas estuviese sacudiendo Florida, por lo que eran muchas las personas que sospechaban de los colombianos. Por aquel entonces un colombiano inocente apenas tenía oportunidades ante un jurado de Florida, así que uno culpable con confesiones grabadas tenía aún menos.
El abogado de Toro le propuso una alternativa: que se convirtiese en informante para la DEA. Si le proporcionaba ayuda a la agencia durante un plazo de 90 días podría oponerse al cargo por conspiración y seguir siendo un hombre libre, con su expediente delictivo cerrado.
En caso de que la cabeza de Toro aún no tuviese precio, sabía que no tardarían en ponérselo en cuanto comenzase a colaborar con los federales. Pero 15 años en la cárcel habrían significado perder a su familia, incluidos a sus dos hijos.
Además, tampoco le disgustaba la idea de llegar a un acuerdo pues de ese modo podría vengarse de sus antiguos compañeros del cártel que le habían dado la espalda.
La primera tarea de Toro fue la de identificar los bienes del cártel: números de cuenta, almacenes de droga, residencias, bancos y otras propiedades que hubiesen utilizado para los operativos de narcotráfico. Su contacto era Michael McManus, un agente especial de la DEA, joven, ambicioso y curtido en la guerra contra el narcotráfico que por entonces asolaba Florida.
Toro fue de gran ayuda, y cuando finalizaron los tres meses de servicio podría haber dejado la DEA sin más, lo cual, visto en perspectiva, debería de haber hecho. Sin embargo tomó una decisión que le condicionaría el resto de su vida.
“En mi fuero interno pensaba que cuando más colaborase con la DEA, más apreciaría el gobierno mi labor y que así podría reestablecer mi vida como un ciudadano normal”, cuenta Toro, que se toma un respiro después de recorrer sin parar toda la habitación del hotel y se sienta en una cama frente a mí. “Sé que lo hice mal y me vi en la necesidad de remendar mis errores, y así es como me siento aún hoy día”.
Toro llegó a un acuerdo con la DEA para ampliar sus funciones y se entregó al trabajo de una forma casi obsesiva. El trabajar encubierto le proporcionaba muchas de las cosas que le llevaron a unirse al cártel: subidones de adrenalina, un lujoso estilo de vida y un sentimiento de importancia.
“Es divertido ser un camello con permiso: ser un narcotraficante dentro de la legalidad. Salgo de mi humilde apartamento en Miami para al día siguiente ir a dormir a la suite presidencial de un Hyatt en París, y luego voy a alquilar un coche que sale a 800 dólares el día para moverme por París, y por reloj tengo un Rolex de 5.000 dólares”.
Durante los siguientes años, Toro contribuyó en las investigaciones que llevarían al arresto y extradición de Lehder en 1987 y de Triana en 1988, así como un buen número de otros miembros del cártel y sus aliados en los Estados Unidos, el Caribe y Sudamérica. Los rumores que relacionaban a Toro con la operación llegaron hasta Colombia, donde se convirtió en un paria en su país de nacimiento y sus familiares recibieron amenazas de muerte.
Toro, Mariana y sus hijos se pasaron casi dos años en el Programa de Protección de Testigos, viviendo en Estados Unidos bajo identidades falsas, mudándose de ciudad a ciudad para evitar que los localizasen. Cansados del trastorno que aquello les provocaba, Toro y su familia abandonaron voluntariamente el programa en 1988 en contra del consejo de sus supervisores.
Cuando no se hallaba persiguiendo casos, Toro se dedicaba a realizar los trabajos más variopintos para complementar el sueldo que recibía su esposa como asistenta de medicina. A lo largo de aquellos años analizó correos para el servicio postal estadounidense, vendió electrodomésticos en Sears, gestionó créditos y colecciones para Microsoft, trabajó de reponedor en Ford y realizó servicios de traducción para el Servicio de Inmigración y Control de Aduanas.
Sin embargo, los chollos con la DEA, que apenas le daban para vivir, siempre se sobreponían a sus otras obligaciones y su familia sufría como resultado.
“Financieramente la inestabilidad definió nuestras vidas” le contó el hijo de Toro, ahora de 30 años de edad, al Huffington Post. Mariana dijo que la DEA sabía que tenía el control sobre su marido y no dudaba en sacar partido de ello. “Carlos hubiera podido encontrar un trabajo y entrar en la dinámica de un trabajador normal, pero entonces era cuando aparecía la DEA ofreciéndole esas cosas que a él le gustan por naturaleza. En mi opinión le gusta esa adrenalina, esa dualidad que le complementa su yo interno. Él no quiere eso de trabajar de 9 a 5 y llevar una vida aburrida y mundana, eso no va con él. Muchas veces aceptaba encargos por ese motivo, porque se aburría”.
Mariana dijo que la DEA sabía que tenía el control sobre su marido y no dudaba en sacar partido de ello. “Carlos hubiera podido encontrar un trabajo y entrar en la dinámica de un trabajador normal, pero entonces era cuando aparecía la DEA ofreciéndole esas cosas que a él le gustan por naturaleza. En mi opinión le gusta esa adrenalina, esa dualidad que le complementa su yo interno. Él no quiere eso de trabajar de 9 a 5 y llevar una vida aburrida y mundana, eso no va con él. Muchas veces aceptaba encargos por ese motivo, porque se aburría”.
En 2006 aquellos brotes de adrenalina comenzaron a menguar. Toro tenía 56 años y se había pasado las últimas dos décadas al servicio de la DEA. Con miras a una jubilación consiguió un trabajo en Costa Rica como gerente de negocios y colecciones con Hewlett Packard, adonde se fue con Mariana. Consideró el contrato de dos años y medio como la posibilidad de apartarse por fin de la DEA y poner punto y final a sus problemas financieros.
Sin embargo, menos de un año después Toro tuvo que volar hasta Chicago para asistir a una conferencia de trabajo. Cuando estaba cruzando el control de pasaportes del Aeropuerto Internacional O’Hare, la seguridad del aeropuerto lo detuvo y lo llevó a una habitación para pasarle una segunda inspección. Con la aprobación de la Ley Patriot, todo miembro perteneciente a un cártel de la droga es considerado terrorista. Habían descubierto el historial delictivo de Toro, al que declararon inadmisible: no se le permitía volver jamás al país.
“El agente me ofreció dos posibilidades. O te largas del país por tu propio pie y vuelves al país del que vienes, Costa Rica (pagándote tú el billete) o tendremos que detenerte y pasarás por todo el proceso de deportación hasta que al final te enviemos a Colombia. Sabía que si me iba a Colombia sería hombre muerto”.
Consternado, Toro regresó a Costa Rica. Cuando en 2009 expiró el contrato que lo unía a Hewlett Packard, le dieron 30 días para abandonar el país. Ahora era un hombre sin hogar. Toro no se podía creer que le impidiesen la entrada a Estados Unidos; una nación en la que había vivido y a la que había servido durante tanto tiempo.
Finalmente, la DEA le ofreció una salida y le pidió que recopilase información contra una red de narcotráfico en Sudamérica. Toro desempolvó su segunda identidad de narcotraficante y se mudó a una nueva base en Perú.
“Pensé, si vuelvo a la DEA todo se solucionará. Pronto podré volver a los Estados Unidos. Me pareció tan sencillo que tras haber trabajado durante algunos meses di por hecho que revocarían mi inadmisibilidad o que al menos harían una excepción, porque no tenía sentido que no me admitieran en un país para el que trabajaba”.
Sólo se sintió seguro cuando uno de los objetivos de Toro lo convocó a una importante reunión en los Estados Unidos, obligando a la DEA a adoptar una resolución. En 2010 Toro volvió al país por primera vez en casi cuatro años gracias a un formulario I-512 que le concedía legalidad durante un año, siempre y cuando siguiese cumpliendo con los mandatos del gobierno federal. (Toro le enseñó al Huffington Post una copia de su formulario I-512 más reciente) y regresó con su esposa para poder estar más cerca de su hijo y nieto.
Ahora, el control de la DEA sobre Toro era total. Cada tres meses, el Departamento de Seguridad Nacional realizaba una auditoría para asegurarse de que trabajaba en alguna investigación y la DEA evaluaba anualmente su productividad antes de darle el permiso otro año más. Si la agencia determinaba que ya no les era de valor, revocaría su estado de inmigración y lo deportarían a Colombia.
Este tipo de explotación es una práctica común dentro de la DEA y otras agencias de seguridad, según confirman antiguos agentes y expertos en justicia penal. Resulta muy fácil sacarle partido al estado inmigratorio. Natapoff, la profesora de derecho en Loyola, dice que “el partido que los gobiernos le sacan al estado inmigratorio es enorme, por lo que en los últimos años hemos sido testigo de historias que salen a la luz del gobierno utilizando esa ventaja de modos que dejan a los informantes muy mal parados”.
Levine, el antiguo agente infiltrado de la DEA, dijo que era muy común que un informante como Toro sintiese que había sido maltratado por el proceso, a veces con razón y otras sin ella. Pero también dice que Toro fue un ingenuo al pensar que por mucho que trabajase y por mucha dedicación que pusiese en ello iba a recibir un tratamiento especial. “Cuando te atrapan en este mundo estás solo. La regla es que no hay reglas, es un mundo ingrato, olvidadizo y egoísta”.
En marzo de 2014, Toro recibió una llamada que le abrió los ojos. Contaba por entonces con 64 años, y un oncólogo de Miami le dijo que necesitaba pasar por quirófano de inmediato para extraerle un tumor en la próstata del tamaño de una pelota pequeña: una operación que costaba 5.000 dólares. Toro no tenía ahorros, no ganaba dinero ni tampoco contaba con un seguro médico. “Se lo dije a la DEA y me dijeron ‘lo siento, no podemos ayudarte’. Me estaba muriendo y no les importaba”, cuenta Toro. Incluso afirma que un contacto de la DEA llegó a decirle: “¡Deja de lloriquear!”.
Toro acudió a McManus, el hombre que lo introdujo en la DEA hacía 30 años. Impulsado en parte por el éxito de los casos en los que había trabajado con Toro, McManus fue escalando posiciones dentro de la agencia hasta convertirse finalmente en le jefe de operaciones en México y América Central antes de jubilarse en 2004. En el que fue uno de los mayores éxitos de su carrera, le echó el guante a George Jung, el narcotraficante retratado por Johnny Deep en 2001, en la película Blow. Hoy en día es un aclamado conferenciante y portavoz no oficial de la DEA.
Cuando Toro llegó hasta él, McManus le prestó los 5.000 dólares. McManus se negó a hacer comentarios al respecto.
Hoy, Toro vive con su esposa en un pequeño apartamento de una sola habitación. Mariana es la que aporta dinero gracias al modesto sueldo que recibe como administradora en una empresa de suministros médicos. Al no tener el estatus legal, Toro no puede acceder a un empleo ni al seguro médico. No tiene pensión ni forma de contribuir a la renta. Cuando caduque su permiso de conducir no podrá renovarlo legalmente.
“Mucha gente escaló posiciones gracias al trabajo de mi marido. ¿Qué sacó Carlos de ello? ¿Qué sacó mi familia de todo aquello?”, pregunta Mariana. En 2010, el gobierno estadounidense le dio a Toro una “recompensa por los servicios prestados” y un cheque por valor de 80.000 dólares (a razón de 3.000 por cada año de servicio). Se trató de la única cantidad considerable que consiguió por haber sido informante. Pero lo que Toro anhela realmente es una resolución permanente a su problema inmigratorio y ponerle punto final a sus días en la DEA.
Con el apoyo del gobierno, Toro podría acceder a un visado a una tarjeta de residencia permanente, lo que le permitiría solicitar atención médica y jubilarse en los Estados Unidos con los beneficios de la Seguridad Social que se ha ganado a pulso a lo largo de estos años trabajando como civil.
En efecto, tan solo le pide a la DEA que haga lo correcto. Pero aunque Toro asegura que fueron muchos los agentes que cuidaron de él durante este tiempo, Natapoff dice que por lo general las relaciones entre la DEA y sus informantes no se basan en principios de equidad. “El mundo de los informantes se basa en una ética difusa, la tolerancia de la hipocresía, el trato desigual y a menudo la coacción. Es un mundo complicado como para pedirle a la gente que haga lo correcto”, dice.
Toro dijo que la DEA le avisó hace poco sobre los peligros de hablar en público sobre su historia y le pidió a la agencia que le proporcionase un visado. Pero el proceso podría tardar años y todavía lo requerirán para trabajar como informante.
Con su edad y una salud en continuo empeoramiento, dijo que no podía seguir esperando indefinidamente ni seguir corriendo por el mundo detrás de los tipos malos. Tan solo quiere cerrar el pacto con el diablo que acordó con la DEA hace tres décadas.
“Sé que me equivoqué profundamente al colaborar con el cártel. No creo que me merezca una medalla ni que deban recompensarme con dinero... pero sí creo que debería ser reconocido como ser humano que cometió un error tremendo y que lo compensó una y otra, y otra vez”.
Edición de video por Christine Conetta.
.articleBody div.feature-section, .entry div.feature-section{width:55%;margin-left:auto;margin-right:auto;} .articleBody span.feature-dropcap, .entry span.feature-dropcap{float:left;font-size:72px;line-height:59px;padding-top:4px;padding-right:8px;padding-left:3px;} div.feature-caption{font-size:90%;margin-top:0px;}